El cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí
E. Kant
Ahora debo empezar por donde nunca
a empaquetar memorias aplazadas
por no sé qué ecuación de qué maldito libro
que se ha quedado en signo impertinente,
en número que insulta a la verdad,
en cifra irracional, en radical de olvidos.
Debo ahora colocar las cosas donde siempre:
bajo mis pies, la tierra todavía;
tras de mis ojos, el suceso oculto;
el lacrimal de orillas pantanosas
que se traga hasta el alma,
junto al pilar del puente de mis gafas.
Y un breve sinsabor en las esquinas
de todas esas calles en que nadie aguardaba
cuando era el día del prodigio en punto.
Es hora de ordenar la poca paz que queda
en los cuatro rincones de este cuerpo,
dejarse de idioteces y empujar la vida
como todos los dioses que jamás lo han sido.
Y no invitar a Planck ni a Schrödinger a casa,
y no tomar café con Everett ni Heisenberg.
De ahora en adelante, de adelante en siempre,
repetirme que el mundo es la escena rigurosa
de Newton y de Kant y yo el rigor de mí,
la obligación de ser quien debo ser,
bajo el cielo estrellado e inalcanzable.
Es hora de dormir y no soñar con nada;
o soñar con dormir y dormir… eternamente,
para que de una vez me tome la paciencia
de seguir siendo yo sin concesiones;
me guste o no, me quiera o no me quiera.
Lo mismo que las cosas que coloco
en su sitio de siempre, sin preguntas,
sin que nada me importe lo que digan
cincuenta y siete sueños que dejo a las espaldas.
(diciembre 2007)
miércoles, 16 de enero de 2008
martes, 15 de enero de 2008
La gana triste
A veces, no siempre, me gustaría tener cierto aire frívolo: le sentaría bien al aire y a mí. No sé de qué me viene esta pesantez del pensamiento. Tal parece que esas cinco o seis ideas, que por aquí andan, se tuviesen en altísima estima, se pensasen a sí mismas con severa gravedad, víctimas de la traición de la homonimia. Quiero decir, que “grave” es, según el diccionario del templo de nuestra lengua, lo grande, lo de mucha entidad e importancia, pero también, en su primera acepción, simple y llanamente, lo que pesa. Pues aquí es donde debe de hacérseme un lío el alma, que, de tanto pretender la mucha entidad, acaba en mármol, losa o vulgar piedra, no de riñón, sino de dolor en el cráneo.
Para qué voy a engañarme: soy un pesado, un agorero, un cascarrabias, un insufrible predicador de desencantos; una fatiga incansable… Sin querer, me ha salido un ejemplo: ¿cómo se puede hablar de ausencia de cansancio en la fatiga?
Me gustaría, no siempre, de vez en cuando, ser un poco frívolo. Ponerme el mundo por montera y, después de una faena de torería impecable con el toro de la seriedad, saludar desde los medios; o cortarle una oreja al morlaco de las melancolías; o recibir a puerta gayola, de rodillas ante los chiqueros, a esas jaboneras filosofías de tres al cuarto de que tanto abuso. Me gustaría hacer sonreír a ese espectador del tendido de sombra que se aburre con el abuso de mis espesos y enredados “naturales”.
No sé de qué me viene, ni si será o no un gen amorfo… Pero, ahora que lo pienso, si esto creyera, me estaría abandonando a los “determinismos” que tanto critico. No quiero contradicciones. Tengo toda la culpa: soy un plasta porque me da la gana triste, porque elijo la indecencia de contemplarme. Lo siento; pero os juro que, en mi fondo, vive el bufón que me merezco.
Para qué voy a engañarme: soy un pesado, un agorero, un cascarrabias, un insufrible predicador de desencantos; una fatiga incansable… Sin querer, me ha salido un ejemplo: ¿cómo se puede hablar de ausencia de cansancio en la fatiga?
Me gustaría, no siempre, de vez en cuando, ser un poco frívolo. Ponerme el mundo por montera y, después de una faena de torería impecable con el toro de la seriedad, saludar desde los medios; o cortarle una oreja al morlaco de las melancolías; o recibir a puerta gayola, de rodillas ante los chiqueros, a esas jaboneras filosofías de tres al cuarto de que tanto abuso. Me gustaría hacer sonreír a ese espectador del tendido de sombra que se aburre con el abuso de mis espesos y enredados “naturales”.
No sé de qué me viene, ni si será o no un gen amorfo… Pero, ahora que lo pienso, si esto creyera, me estaría abandonando a los “determinismos” que tanto critico. No quiero contradicciones. Tengo toda la culpa: soy un plasta porque me da la gana triste, porque elijo la indecencia de contemplarme. Lo siento; pero os juro que, en mi fondo, vive el bufón que me merezco.
lunes, 14 de enero de 2008
La vejez de Jano
La mañana era y la tarde.
Y yo miraba la tarde y miraba la mañana.
Y era yo la luz del arco de la mañana a la tarde.
Estaba jugando un niño, sólo un niño, al escondite.
Yo le pregunté de quién se escondía, a quién buscaba:
– De mí me escondo y me encuentro si me aburro de buscarme.
Era el orto y el ocaso;
pero sólo una mirada entre el ocaso y el orto.
Cruzaba un hombre corriendo delante y detrás del aire,
alborotando la espalda sombría de las aceras.
– ¿De quién huyes? ¿A quién sigues?
– Me sigue a quien sigo: nadie.
Era el principio y el fin, la madrugada y la noche.
Y yo sin saber por qué era el fin y era el principio.
Un anciano revolvía las papeleras de un parque;
y lloraba mansamente.
Le pregunté qué buscaba:
– Un niño he perdido, un niño con quien no podré encontrarme.
Era un dios pequeño y triste,
un casi no dios de humano, de puro humano y dolido,
de puro insignificante.
(enero 2008)
domingo, 13 de enero de 2008
De la memoria oscura a la culpa
He hablado en varias ocasiones de ella; no recuerdo haberlo hecho de su terribilidad. Sí que ha asomado su rostro amable, y doloroso a veces, de reencuentro con uno mismo. Pero no referida al espanto que también acarrea. De esta memoria espantosa he dicho poco, casi nada, casi nunca de su lado más nefando, de su meridiano de remordimiento oscuro, del que nada sabemos, aunque exista en la última sección de nuestro encéfalo: ese flujo sombrío que hace del loco un psicópata infame, ese suelo de brutalidad que llevamos por debajo de la vocación de bien. Un campo embrutecido en que arraigaron, en edad temprana, tres o cuatro preceptos acerca de lo bueno y de lo malo, de lo debido e indebido, de lo que habría o no de hacerse si tal cosa ocurriera. De esa memoria surge un criminal de prostitutas; un ejecutor cualquiera de venganzas, resentimientos o pasiones inconfesables; un iluminado en mal paridas sectas; un ideólogo de horrores a la sombra de una bandera o una creencia indigesta; un egoísta miope de alteridad… No es de la fe, ni de la convicción, ni de los sueños de lo que hablo. Me refiero al detritus de todo eso, al substrato de su descomposición, a lo que queda de ello cuando la voluntad de bien cede terreno o a lo que fue todo ello antes de que la voluntad de bien lloviese sobre su potencia. Y esa memoria en bruto genera culpables, responsables de desecar o impermeabilizar sus campos para evitar que germine la bondad posible. No equivocados, no enfermos, no víctimas de pretéritos hostiles, no engañados por el magisterio de la adversidad: el criminal es dueño de su maldad, no al revés.
Hablar de responsabilidad es coherente si uno verdaderamente hace de la libertad el bien más alto, si uno se atreve a afirmar que la voluntad está por encima del sistema nervioso, de su red de mecánicas neuronas, de ese campo electrificado que invade una víscera grisácea de diseño barroco; si uno siente la grandeza de creer, o de querer por lo menos, que el hombre sea una intención de altura.
Es coherente, es inevitable, que nos digamos culpables si no tenemos el arrojo de vencernos a nosotros mismos.
Hablar de responsabilidad es coherente si uno verdaderamente hace de la libertad el bien más alto, si uno se atreve a afirmar que la voluntad está por encima del sistema nervioso, de su red de mecánicas neuronas, de ese campo electrificado que invade una víscera grisácea de diseño barroco; si uno siente la grandeza de creer, o de querer por lo menos, que el hombre sea una intención de altura.
Es coherente, es inevitable, que nos digamos culpables si no tenemos el arrojo de vencernos a nosotros mismos.
viernes, 11 de enero de 2008
Sonido a contraluz
Lo escuché a contraluz –si hay un sonido
que suene en modo así de contrariado–;
acaso una palabra en mal estado
a punto de no serlo, o ser su olvido.
No sé qué fue, ni sé lo que he perdido.
Tal vez era el tictac abandonado
de un reloj contra el tiempo, o el desairado
latir de un verbo que no halló sentido…
Tiendo alertas, a veces, por la tarde
a ver si se repite y recupero
esos timbres que al cabo hacen al hombre:
un decir que le niegue que hoy es tarde,
un vivir que le diga por entero...
Una voz que lo llame por su nombre.
(enero 2008)
jueves, 10 de enero de 2008
Latitud de olvido
Cuando nada se espera,
cuando sabemos que no podemos esperar
nada ajeno a la nada,
cuando negamos a la voluntad
la decisión espuria de salvarnos,
hasta el silencio tiene virtud de compañía,
hasta la luz que estorba el horizonte
de la noche dispone claridades,
configura esperanzas.
Aunque sepamos que no nos salvarán esas señales.
Aunque sepamos espejismo los signos no posibles.
Aunque la tierra amada sea un sueño
y la nave esperada sea aquélla
que halla su puerto en latitud de olvido.
(enero 2008)
miércoles, 9 de enero de 2008
El llanto del filósofo
Algún tipo de ser tiene que ser el vacío. Por eso quizá ríe Demócrito, porque todo sucede a pesar de la prudencia de Parménides que nos quiso llenar la cabeza de firmezas y eternidades. Pero el vacío es el ser enajenado, el ser-casi-no-ser que permite andar danzando caprichosamente a los estúpidos átomos, el ausente consistir en que consisten los mundos innumerables.
A veces pasa el vacío por el alma para envolver las horas con un querer absurdo y malquerido. Un querer que no quiere quererse y no puede dejar de hacerlo, un querer que se desfonda, que se distancia de sí, que se invalida o se ningunea; que no quiere entenderse porque en el fondo se sabe. Y entonces los días, tan llenos de cosas y atropellados sucesos, descubren que el mundo transcurre en la vaciedad de uno, y que el azar impone su flujo antojadizo, la ley inexplicable por que todo, no obstante, sigue ocurriendo: el ademán, la sonrisa, la ocupación preocupada, el escenario extranjero de la vida… Y llega el mediodía y poco después la tarde, y después de poco después la noche. Pero no tiene el cuerpo el detalle de un momento pararse, de detenerse un punto para preguntar dónde se habrá metido el alma a que está acostumbrado.
Pobre alma prescindible, tan necesaria al cabo; vacío entonces para la danza de los hechos estúpidos, siempre receptáculo y posibilidad para que no cese el mundo en su fluir indiferente. Llora, tal vez, Heráclito por eso.
A veces pasa el vacío por el alma para envolver las horas con un querer absurdo y malquerido. Un querer que no quiere quererse y no puede dejar de hacerlo, un querer que se desfonda, que se distancia de sí, que se invalida o se ningunea; que no quiere entenderse porque en el fondo se sabe. Y entonces los días, tan llenos de cosas y atropellados sucesos, descubren que el mundo transcurre en la vaciedad de uno, y que el azar impone su flujo antojadizo, la ley inexplicable por que todo, no obstante, sigue ocurriendo: el ademán, la sonrisa, la ocupación preocupada, el escenario extranjero de la vida… Y llega el mediodía y poco después la tarde, y después de poco después la noche. Pero no tiene el cuerpo el detalle de un momento pararse, de detenerse un punto para preguntar dónde se habrá metido el alma a que está acostumbrado.
Pobre alma prescindible, tan necesaria al cabo; vacío entonces para la danza de los hechos estúpidos, siempre receptáculo y posibilidad para que no cese el mundo en su fluir indiferente. Llora, tal vez, Heráclito por eso.
martes, 8 de enero de 2008
El amor y la feniletilamina
Para Lola e Inma, por una discusión inacabada
Todo golpe produce una vibración de las moléculas del aire. Una onda, por tanto; en consecuencia, un ruido. Si la frecuencia de aquélla alcanza un mínimo, nosotros captamos un sonido; o mejor dicho, reaccionamos ante dicho estímulo convirtiéndolo en esa sensación que, al parecer, ha funcionado adecuadamente para nuestra supervivencia en este rincón azul que tratamos tan mal. La ciencia, la física en este caso, no puede pasar de ahí. No puede y no debe intentarlo. Ni creo que se le ocurra. Entre otras cosas porque pondría a la misma altura las sinfonías de Beethoven y la insoportable taladradora de mi vecino de arriba, que es un “bricoman” compulsivo.
¿Es el amor un problema de química similar a esos “ajustes de reacciones” que tantos quebraderos de cabeza provocan en algunos escolares (digo “algunos” porque a la mayoría no le provoca nada)? Rotundamente, no. Aquí sucede lo que con el ruido, el sonido y la música del caso anterior. Ni la feniletilamina (¡Dios mío, qué palabra tan difícil de pronunciar!) ni la serotonina (ésta es más fácil) me parecen desempeñar un papel diferente al de la vibración de las moléculas del aire: su condición de presencia cumple la tarea científica de exponer regularidades acerca de los fenómenos. Nada más. Insistir en que el amor consiste en la producción desbocada de feniletilamina, es lo mismo que asegurar que la “Pastoral” no es sino la agitación de un fluido matemáticamente equilibrada. Las dos afirmaciones son ciertas y tienen razón, pero no son su verdad. Y, como decía Unamuno, lo del hombre es tener verdad, no precisamente razón.
Para salir de dudas, si lo que se pretende es entender el amor, me parece preferible visitar a Petrarca, o a Ausias March, o a Garcilaso, o a San Juan de la Cruz (éste por otras alturas), o a Lope, o a Quevedo, o a un ejército de ausentes que no puedo enumerar por razones de espacio.
Ceniza..., sentido…, polvo enamorado… ¡Vamos, a años luz de la dichosa feniletilamina! Y evito el “…quien lo probó lo sabe”, precisamente por eso, porque lo sabemos todos.
Todo golpe produce una vibración de las moléculas del aire. Una onda, por tanto; en consecuencia, un ruido. Si la frecuencia de aquélla alcanza un mínimo, nosotros captamos un sonido; o mejor dicho, reaccionamos ante dicho estímulo convirtiéndolo en esa sensación que, al parecer, ha funcionado adecuadamente para nuestra supervivencia en este rincón azul que tratamos tan mal. La ciencia, la física en este caso, no puede pasar de ahí. No puede y no debe intentarlo. Ni creo que se le ocurra. Entre otras cosas porque pondría a la misma altura las sinfonías de Beethoven y la insoportable taladradora de mi vecino de arriba, que es un “bricoman” compulsivo.
¿Es el amor un problema de química similar a esos “ajustes de reacciones” que tantos quebraderos de cabeza provocan en algunos escolares (digo “algunos” porque a la mayoría no le provoca nada)? Rotundamente, no. Aquí sucede lo que con el ruido, el sonido y la música del caso anterior. Ni la feniletilamina (¡Dios mío, qué palabra tan difícil de pronunciar!) ni la serotonina (ésta es más fácil) me parecen desempeñar un papel diferente al de la vibración de las moléculas del aire: su condición de presencia cumple la tarea científica de exponer regularidades acerca de los fenómenos. Nada más. Insistir en que el amor consiste en la producción desbocada de feniletilamina, es lo mismo que asegurar que la “Pastoral” no es sino la agitación de un fluido matemáticamente equilibrada. Las dos afirmaciones son ciertas y tienen razón, pero no son su verdad. Y, como decía Unamuno, lo del hombre es tener verdad, no precisamente razón.
Para salir de dudas, si lo que se pretende es entender el amor, me parece preferible visitar a Petrarca, o a Ausias March, o a Garcilaso, o a San Juan de la Cruz (éste por otras alturas), o a Lope, o a Quevedo, o a un ejército de ausentes que no puedo enumerar por razones de espacio.
Ceniza..., sentido…, polvo enamorado… ¡Vamos, a años luz de la dichosa feniletilamina! Y evito el “…quien lo probó lo sabe”, precisamente por eso, porque lo sabemos todos.
lunes, 7 de enero de 2008
Eva, Pandora y las amebas
Pandora abrió la caja de los horrores por curiosidad, Eva mordió la manzana de nuestros descalabros por ambición. Ambición y curiosidad, si bien se miran, tienen más de virtud que de defecto, sólo hay que moralizar la primera y sanear la segunda. Es más, sin una y otra nunca hubiéramos bajado del árbol. Quiero decir que, a pesar de la opinión más extendida, el papel que se le asigna a la mujer en ambas tradiciones es de lo más granado en lo que a potencias de la racionalidad se refiere. No así el de sus respectivas parejas. Cuando de niño me hablaban en “Historia Sagrada” de Adán, debo reconocer que me lo imaginaba un poco tontorrón, buena gente, sí, pero simple hasta decir basta. En el caso de Epimeteo, no es la candidez lo que llama la atención, sino la flaqueza libidinal; vamos, eso que en el repetidísimo chiste sobre los varones dicen que “llena nuestros pensamientos”; menos mal que Prometeo, nos salva: a fin de cuentas, él no se fiaba un pelo.
No entiendo, por tanto, de dónde ha salido esa rarísima hermenéutica de que las tradiciones literarias más remotas avalan el machismo y la sociedad patriarcal. Tal y como yo lo leo es justo al revés: lo que la mujer representa en ellas es la inquietud, la insatisfacción, el deseo de ir más allá, la necesidad imperiosa de saber… El hombre, sin embargo, es un simple acomodado o un instinto obsesivo (cercano al mandril, por ejemplo), siempre dispuesto a decir amén. Pero la maldad, cándidos hermeneutas, es otra cosa.
En realidad, yo creo que la maldad es asexuada, que se reproduce por bipartición, como las amebas, que es una forma de ganarse la perpetuidad bastante cómoda, y peligrosa por cierto, porque donde hay una, es fácil que muy pronto aparezcan dos; y donde dos, cuatro; y así sucesivamente. Más vale que nos dejemos de demonizaciones intersexuales y nos dediquemos a las amebas, que lo único que hacen es clonarse de modo indefinido.
No entiendo, por tanto, de dónde ha salido esa rarísima hermenéutica de que las tradiciones literarias más remotas avalan el machismo y la sociedad patriarcal. Tal y como yo lo leo es justo al revés: lo que la mujer representa en ellas es la inquietud, la insatisfacción, el deseo de ir más allá, la necesidad imperiosa de saber… El hombre, sin embargo, es un simple acomodado o un instinto obsesivo (cercano al mandril, por ejemplo), siempre dispuesto a decir amén. Pero la maldad, cándidos hermeneutas, es otra cosa.
En realidad, yo creo que la maldad es asexuada, que se reproduce por bipartición, como las amebas, que es una forma de ganarse la perpetuidad bastante cómoda, y peligrosa por cierto, porque donde hay una, es fácil que muy pronto aparezcan dos; y donde dos, cuatro; y así sucesivamente. Más vale que nos dejemos de demonizaciones intersexuales y nos dediquemos a las amebas, que lo único que hacen es clonarse de modo indefinido.
viernes, 4 de enero de 2008
Día de Reyes
Por los niños que, en tantas partes del mundo, no están seguros de si una bomba de “ideológica” espoleta mañana les habrá arrancado la luz de la mirada; por los niños que invierten la soledad de los hospitales en sueños que delatan nuestra impotencia; por los niños que son arrancados de la inocencia por la miseria podrida de las culturas decadentes; por los niños que esclavizan las malas gentes que ni siquiera alcanzaron la virtud animal que protege a los cachorros; por los niños que ruedan por nuestras calles, hijos del hurto de su niñez, producto de un emporio que los desea jóvenes antes de serlo; por los niños que ni siquiera podrán ser niños porque quedan algunos “perfectibles ajustes” en la educación de sus imposibles padres…
Por los niños… y toda la tristeza de un planeta sin niños, que lo pueden ser, que lo deben ser, que lo querrían ser, me voy a callar; por lo menos hasta el lunes 7 de enero, que es cuando algunas industrias dejan de pensar que los niños existen… o debieran.
Por los niños… y toda la tristeza de un planeta sin niños, que lo pueden ser, que lo deben ser, que lo querrían ser, me voy a callar; por lo menos hasta el lunes 7 de enero, que es cuando algunas industrias dejan de pensar que los niños existen… o debieran.
jueves, 3 de enero de 2008
Noticias de la barbarie o ¿dónde la responsabilidad?
Desde 1885 (año en que Kenia se convirtió en protectorado alemán) hasta 2008, en Occidente han ocurrido muchas cosas, bastantes más que 123 años comunes, que son los años que, sin embargo, han transcurrido en otras muchas partes del planeta. No obstante las diferencias, coincidimos en algunos “progresos”, al parecer fundamentales. Por poner un ejemplo, en 1885 los “caballeros” europeos aún dirimían sus diferencias con pistolas de avancarga, ésas que cargaban la muerte por la boca del cañón, aunque las guerras ya se hacían con modernos cartuchos que se metían por detrás (qué mal suena esto) de la recámara de aquél; los luo, sin embargo, empleaban la palanca, la del brazo quiero decir, para arrojar una lanza, una piedra o cualquier objeto contundente para resolver sus asuntos. Contrariamente, en nuestros días, tanto los luo como nosotros podemos resolver cualquier problemilla con un subfusil automático Heckler & Koch MP5SD1 que abulta poco, no suena casi nada, pero mata que es un gusto. Nadie podrá negarme que la herencia de nuestra potencialidad destructiva ha sido eficacísima, pues ha arrancado pueblos enteros de la edad casi de piedra dotándolos de tecnologías punteras, según decimos.
Sin embargo, no conseguimos exportar nada para acabar con los conflictos tribales; es más, parece que, en nuestros días, asistimos a una “romántica” importación del concepto de tribu (urbana, naturalmente; aunque no sé qué tienen de urbanidad) así como de sus ancestrales usos (cuchillada en cualquier esquina, objetos atravesando la nariz o el moflete, tatuajes totémicos sobre el cuerpo, pinturas rupestres en las fachadas, etc.). Yo creo que esto tiene que ver con la interculturalidad. Se trata de un proceso de natural intercambio, aunque, en mi modesto entender, injusto. Y es que el cambio está desequilibrado: mientras nosotros les proporcionamos lo peor de nuestra civilización, ellos nos han dado “lo mejor” de la suya.
No puedo evitar preguntarme si no habría sido más justo al revés; quiero decir: que nosotros hubiésemos exportado la ciencia, el derecho, la filosofía, el arte… y, a cambio, hubiéramos importado de ellos algo de su necesidad, una fracción de su sed o su hambre, una partícula de su abandono.
Claro que para eso hay que creer que la cultura de Occidente es un valor preferible, no una eficacia exportable. Porque esto lo piensan todos los hipócritas –o idiotas– que niegan –o ignoran– que su espléndida tecnología es hija de los errores y aciertos de la teoría que les precedió; o que su idea de progreso es heredera, mal que les pese, de una concepción cristiana del mundo hacia un punto final; o que su cacareada solidaridad es consecuencia del adoctrinamiento histórico, y también cristiano (un olvido más para Europa), en el amor al prójimo. Para ello hay que amar a Platón, y a Aristóteles, y a San Agustín, y a Santo Tomas, y a Dante, y a Miguel Ángel, y a Cervantes, y a Shakespeare, y a Newton, y a Goethe… Para ello hay que tener el valor de defender el propio valor. Y en esto, Occidente, que ayer fue un vulgar parásito de sus “protegidos”, es hoy patéticamente cobarde. O imbécil, que para el caso tanto monta.
Sin embargo, no conseguimos exportar nada para acabar con los conflictos tribales; es más, parece que, en nuestros días, asistimos a una “romántica” importación del concepto de tribu (urbana, naturalmente; aunque no sé qué tienen de urbanidad) así como de sus ancestrales usos (cuchillada en cualquier esquina, objetos atravesando la nariz o el moflete, tatuajes totémicos sobre el cuerpo, pinturas rupestres en las fachadas, etc.). Yo creo que esto tiene que ver con la interculturalidad. Se trata de un proceso de natural intercambio, aunque, en mi modesto entender, injusto. Y es que el cambio está desequilibrado: mientras nosotros les proporcionamos lo peor de nuestra civilización, ellos nos han dado “lo mejor” de la suya.
No puedo evitar preguntarme si no habría sido más justo al revés; quiero decir: que nosotros hubiésemos exportado la ciencia, el derecho, la filosofía, el arte… y, a cambio, hubiéramos importado de ellos algo de su necesidad, una fracción de su sed o su hambre, una partícula de su abandono.
Claro que para eso hay que creer que la cultura de Occidente es un valor preferible, no una eficacia exportable. Porque esto lo piensan todos los hipócritas –o idiotas– que niegan –o ignoran– que su espléndida tecnología es hija de los errores y aciertos de la teoría que les precedió; o que su idea de progreso es heredera, mal que les pese, de una concepción cristiana del mundo hacia un punto final; o que su cacareada solidaridad es consecuencia del adoctrinamiento histórico, y también cristiano (un olvido más para Europa), en el amor al prójimo. Para ello hay que amar a Platón, y a Aristóteles, y a San Agustín, y a Santo Tomas, y a Dante, y a Miguel Ángel, y a Cervantes, y a Shakespeare, y a Newton, y a Goethe… Para ello hay que tener el valor de defender el propio valor. Y en esto, Occidente, que ayer fue un vulgar parásito de sus “protegidos”, es hoy patéticamente cobarde. O imbécil, que para el caso tanto monta.
miércoles, 2 de enero de 2008
La noche más hermosa
No se oyen gritos, ni frenazos, ni alaridos, ni petardos, ni arcadas, ni sirenas, ni bramidos… No se ven montones de humanidad ni comas etílicos; ni hordas asfixiadas en vinos espumosos; ni envases ni papeles ni suciedad por las aceras, ni borrachos orinándose al amor de una farola… No se huelen perfumes espesos hasta el vómito, ni alientos de tabaco mezclado con carmín y eructo de champán. No se roza el sudor de un abrazo artificial, ni se engulle el vigésimo polvorón para empapar la inundación obligatoria… No pasa nada, no se oye nada, no se ve nada... Si acaso alguna estrella entre la bruma alta, si acaso el ladrido solitario de un perro en la lejanía.
Es la noche más hermosa, la de sus auténticos amantes, no la de ésos que se lo llaman cuando lo único que pretenden es que deje de ser noche. Porque los amantes de verdad son súbditos de su objeto: lo aman como es, no en modo diferente. No quieren convertirlo en otra cosa, no quieren alterarlo ni transformar su encanto. En la noche se ama el misterio, el silencio, la inmensidad, el decorado inconmensurable de las preguntas, la belleza inquietante de su desamparo… Pero hay mucho proxeneta de su embrujo, mercaderes que la disfrazan de día espurio y venden en las ciudades su inefable fascinación. ¡Mala gente que comercia con la belleza y la embadurna de innecesarios afeites!
Pero hoy no, hoy libra la noche su hermosura: los tenderos, traficantes y profanadores están exhaustos. Agradecida y sola, oigo que no la oigo al otro lado de la ventana; fría sobre los árboles desnudos de este recién invierno, bella como la paz que un soldado celebra a pesar de sus heridas.
A las dos y media de la madrugada del dos de enero del año dos mil ocho… Dedicado a ti, la noche más hermosa.
Es la noche más hermosa, la de sus auténticos amantes, no la de ésos que se lo llaman cuando lo único que pretenden es que deje de ser noche. Porque los amantes de verdad son súbditos de su objeto: lo aman como es, no en modo diferente. No quieren convertirlo en otra cosa, no quieren alterarlo ni transformar su encanto. En la noche se ama el misterio, el silencio, la inmensidad, el decorado inconmensurable de las preguntas, la belleza inquietante de su desamparo… Pero hay mucho proxeneta de su embrujo, mercaderes que la disfrazan de día espurio y venden en las ciudades su inefable fascinación. ¡Mala gente que comercia con la belleza y la embadurna de innecesarios afeites!
Pero hoy no, hoy libra la noche su hermosura: los tenderos, traficantes y profanadores están exhaustos. Agradecida y sola, oigo que no la oigo al otro lado de la ventana; fría sobre los árboles desnudos de este recién invierno, bella como la paz que un soldado celebra a pesar de sus heridas.
A las dos y media de la madrugada del dos de enero del año dos mil ocho… Dedicado a ti, la noche más hermosa.
martes, 1 de enero de 2008
Año nuevo
Y todo por hacer. Aquí, los planos
de la nueva vivienda; allí, los días
pendientes otra vez, las alegrías
y las que no lo son; los otros vanos,
los mismos muros y mis viejas manos;
este obrar, distraer con celosías
los ortos que no dan en mediodías
la estatura de ser sueños humanos…
Y todo por hacer… Y qué abandono
de uno mismo detrás, siempre más lejos
de uno mismo... De nuevo, qué pereza
cargar mis cuatro enlaces de carbono
por mirarme la vida en los espejos.
Qué vanidad al cabo… Y qué tristeza.
1 enero 2008
domingo, 30 de diciembre de 2007
Un ayer como otro cualquiera
Humanamente hablando, es un suplicio
ser hombre y soportarlo hasta las heces…
Blas de Otero
Mañana en Aldebarán será un ayer como otro cualquiera. En realidad nunca habrá un mañana en Aldebarán: siempre su después habrá sido antes. En Aldebarán y en todos los rincones de la noche. Más breve, más largo, más inconmensurable, pero siempre antes. Tal vez por eso, mirar al cielo nos ponga tan nostálgicos; tal vez por eso, no podamos vivir sin el pasado, no sepamos hacernos sin la historia. Nuestra mirada pasa siempre por un largo hacia atrás. Lo demás es el sueño, el ensueño mejor, la fabulación de la esperanza. Y no hacemos sino querer que el futuro se desfuturice: desde el chamán al científico, desde el incrédulo al creyente. Pronosticar, deducir, adivinar… son verbos que se unen por la raíz en nuestro desamparo.
La tentación que me cuentan es incorrecta. No habría caído el hombre sólo por ser como Dios, que es atemporal, que es eterno; sino por ser más que Dios, por una racional contradicción: lo que quiere ser el hombre es intemporalmente temporal. Y eso es la soberbia, lo otro es un delirio teo-democrático.
Mañana –hoy, si ya estáis a 31– intentaré ser humilde: miraré únicamente el ayer de Aldebarán… Y de todo lo demás, para recordar que sólo soy un hombre.
Ah, se me olvidaba: feliz año, feliz ayer, feliz voluntad de ensueño.
ser hombre y soportarlo hasta las heces…
Blas de Otero
Mañana en Aldebarán será un ayer como otro cualquiera. En realidad nunca habrá un mañana en Aldebarán: siempre su después habrá sido antes. En Aldebarán y en todos los rincones de la noche. Más breve, más largo, más inconmensurable, pero siempre antes. Tal vez por eso, mirar al cielo nos ponga tan nostálgicos; tal vez por eso, no podamos vivir sin el pasado, no sepamos hacernos sin la historia. Nuestra mirada pasa siempre por un largo hacia atrás. Lo demás es el sueño, el ensueño mejor, la fabulación de la esperanza. Y no hacemos sino querer que el futuro se desfuturice: desde el chamán al científico, desde el incrédulo al creyente. Pronosticar, deducir, adivinar… son verbos que se unen por la raíz en nuestro desamparo.
La tentación que me cuentan es incorrecta. No habría caído el hombre sólo por ser como Dios, que es atemporal, que es eterno; sino por ser más que Dios, por una racional contradicción: lo que quiere ser el hombre es intemporalmente temporal. Y eso es la soberbia, lo otro es un delirio teo-democrático.
Mañana –hoy, si ya estáis a 31– intentaré ser humilde: miraré únicamente el ayer de Aldebarán… Y de todo lo demás, para recordar que sólo soy un hombre.
Ah, se me olvidaba: feliz año, feliz ayer, feliz voluntad de ensueño.
sábado, 29 de diciembre de 2007
Al acabar el año
Deberían ser días para poner al olvido de cara a la pared en la buhardilla. En realidad, deberían ser así todos los días. No se trata de recordar, porque el recuerdo lo ejercemos desde la voluntad, sino de no olvidar, porque el olvido nos pasa desde la negligencia. Es verdad que achicamos la culpa en nuestra balsa dedicando, en los titulares de las agendas políticas, todo tipo de jornadas a toda suerte de infortunios. Pero yo no hablo de la polis, yo me refiero al hombre particular, al compromiso moral y personal de cada quien desde la patria de sus soledades. Eso es lo que de verdad interesa.
Deberíamos, sin alharacas ni aspavientos, sentir ese dolor que es compañía incesante de los otros, de los muchos otros, que cada mañana se levantan con el único propósito –¡tantas veces estéril!– de coronar un día más en la vida. Niños, hombres, mujeres, viejos… que lloran y sufren todos los días en los indiferentes noticiarios, y observamos nosotros con súbita comunión del sentimiento y… ¡veloz desmemoria sucesiva! “¡Pobre gente!”, decimos; y seguimos comiendo a la espera del siguiente desastre y otro breve lamento. No quiero que se me malinterprete, no digo que hagamos ninguna manifestación con pancartas al efecto y patéticas dramatizaciones –máscaras y zancos incluidos–, ni que nos colguemos ningún lazo de convictas solidaridades. Digo que no abandonemos, que tengamos presente, de modo constante, ese relámpago de humanidad, que nos nace un segundo, y que obremos después en consecuencia. Porque estoy seguro de que sólo ese esfuerzo, modesto y personal, en todos los que podemos permitírnoslo, es el único antídoto contra tanta tristeza.
Y es que deberíamos tener una ROM imborrable en el sistema operativo del alma que no nos permitiera olvidar nunca, que mantuviera permanentemente activa ante nuestros ojos la aplicación del dolor de quienes sufren; un sistema operativo en que la calidad de imagen de nuestro monitor fuera un remordimiento constante, una alarma ininterrumpida de los virus que nos matan la memoria, que anulan a esa verdad imperfecta que sale a la calle preocupada, únicamente, por sus cuatro o cinco penas cotidianas.
En el conmovedor Réquiem por “Manuel del Río, natural / de España...”, contrapone José Hierro su muerte anónima a la grandiosa del pasado histórico, a los tiempos en que “cuando caía un español / se mutilaba el universo…” ¡Ojalá, comulgásemos así con todo! ¡Ojalá, sintiéramos, y no olvidásemos, la tragedia de cualquier ser humano como una amputación del mundo!
Deberíamos, sin alharacas ni aspavientos, sentir ese dolor que es compañía incesante de los otros, de los muchos otros, que cada mañana se levantan con el único propósito –¡tantas veces estéril!– de coronar un día más en la vida. Niños, hombres, mujeres, viejos… que lloran y sufren todos los días en los indiferentes noticiarios, y observamos nosotros con súbita comunión del sentimiento y… ¡veloz desmemoria sucesiva! “¡Pobre gente!”, decimos; y seguimos comiendo a la espera del siguiente desastre y otro breve lamento. No quiero que se me malinterprete, no digo que hagamos ninguna manifestación con pancartas al efecto y patéticas dramatizaciones –máscaras y zancos incluidos–, ni que nos colguemos ningún lazo de convictas solidaridades. Digo que no abandonemos, que tengamos presente, de modo constante, ese relámpago de humanidad, que nos nace un segundo, y que obremos después en consecuencia. Porque estoy seguro de que sólo ese esfuerzo, modesto y personal, en todos los que podemos permitírnoslo, es el único antídoto contra tanta tristeza.
Y es que deberíamos tener una ROM imborrable en el sistema operativo del alma que no nos permitiera olvidar nunca, que mantuviera permanentemente activa ante nuestros ojos la aplicación del dolor de quienes sufren; un sistema operativo en que la calidad de imagen de nuestro monitor fuera un remordimiento constante, una alarma ininterrumpida de los virus que nos matan la memoria, que anulan a esa verdad imperfecta que sale a la calle preocupada, únicamente, por sus cuatro o cinco penas cotidianas.
En el conmovedor Réquiem por “Manuel del Río, natural / de España...”, contrapone José Hierro su muerte anónima a la grandiosa del pasado histórico, a los tiempos en que “cuando caía un español / se mutilaba el universo…” ¡Ojalá, comulgásemos así con todo! ¡Ojalá, sintiéramos, y no olvidásemos, la tragedia de cualquier ser humano como una amputación del mundo!
viernes, 28 de diciembre de 2007
Suceder y ser
Al principio, nos ocurren cosas; más tarde ocurrimos nosotros y ellas casi no cuentan. Por eso un joven dirá con más frecuencia que hace frío y un viejo que lo tiene. Tal vez separe aquél en mejor modo el yo del mundo, tal vez los mezcle éste. ¿Será por eso que hablamos de egoísmo en la vejez? No, no lo creo, no me parecería justo. Se trata de un proceso de tristeza; de un ir de fuera a adentro, de un quehacer de la vida, de una depredación de la realidad que vamos atesorando para tener algo que llevarnos al olvido. Primero está la presa y la decisión de alcanzarla; después el desaliento, la patria de los hechos, la propiedad del ser, su peso en el alma…
Al principio sucede el universo. Luego cesa y nos queda su memoria. Y deja de hacer frío porque lo llevamos dentro. Y todo lo demás… porque lo llevamos dentro.
Al principio sucede el universo. Luego cesa y nos queda su memoria. Y deja de hacer frío porque lo llevamos dentro. Y todo lo demás… porque lo llevamos dentro.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
Do not forsake me
Entonces era cosa de sueños y fantasía, de ficciones al norte de las ocupaciones que colmaban las horas más hermosas. Nuestro Homero particular perfilaba los modelos heroicos en los tebeos (por entonces nadie decía cómic), en la inolvidable “Colección Historias” de Bruguera, en los “crisolines” incluso (todavía conservo La flecha negra de Stevenson que me dejaron unos “Reyes” allá por la primera eternidad) y en el cine, claro está, aquel cine que, siendo arte, no había caído aún en la vanidad de serlo. Porque luego sí, luego empezó a mirarse al espejo como un narciso adolescente; y a gallardear por las pantallas y a amargar la mirada sonriente con unos bodrios insufribles y unos tontos delirios de grandeza. Pero eso es otra historia que no merece un renglón de mi tiempo.
Do not forsake me... La primera vez que la oí, sin duda, me pasó desapercibida: lo que a mí me interesaba era que "el bueno", que era uno sólo, ganase a "los malos", que eran por lo menos cuatro. Después descubrí otra herencia entre líneas de la película y bajo la sombra de su canción (debiera decir banda sonora para disimular mi edad): el valor del valor, el valor del deber, la soledad de la obligación, la obligación del deber y del valor y… la necesidad del amor para que todo ello llegue a ser posible. Solo ante el peligro (me gusta más que el original High Noon); “una del Oeste”. Nada más, aunque uno no puede evitar acordarse de Héctor a las puertas de Troya y frente al chulo de Aquiles con su tramposa invulnerabilidad.
Cuando mi generación se hizo joven e “intelectual” empezó a decir que un cine así era colonización yanqui y academia de violencia (luego cambió el chip, pero entonces decía eso, que a mí no se me ha olvidado). Mentira, porque el espectador, el niño-espectador más que ninguno, con lo que se quedaba era con que había modelos de bien y arquetipos de mal, y que aquéllos eran deseables y éstos no. Lo demás era la envoltura circunstancial que siempre han tenido las epopeyas. No había sadismo, ni morbo, ni gore, ni la criminal sospecha de que lo bueno puede ser tan malo como lo malo. No había adoctrinamiento en la perversidad ni manierismo y gozo en la destrucción. Hoy sí; hoy, además, comemos hamburguesas en “Mc Donald’s”, escuchamos hip hop en los mp4, “decoramos” nuestras barriadas como si del Bronx se tratara y disfrutamos de un cine que ha hecho de la violencia una escuela de cotidianeidad… Bien por mi generación: o éramos tontos, o éramos falsos, o hemos sido absolutamente ineficaces, o inútiles, que no sé que es peor.
Do not forsake me... No me abandones… Yo no pediría más. O como la ranchera que, al hilo de estos renglones y esa canción, me ha venido a la memoria:
El día que a mí me maten
que sea de cinco balazos…
y estar cerquita de ti
para morir en tus brazos.
Do not forsake me... La primera vez que la oí, sin duda, me pasó desapercibida: lo que a mí me interesaba era que "el bueno", que era uno sólo, ganase a "los malos", que eran por lo menos cuatro. Después descubrí otra herencia entre líneas de la película y bajo la sombra de su canción (debiera decir banda sonora para disimular mi edad): el valor del valor, el valor del deber, la soledad de la obligación, la obligación del deber y del valor y… la necesidad del amor para que todo ello llegue a ser posible. Solo ante el peligro (me gusta más que el original High Noon); “una del Oeste”. Nada más, aunque uno no puede evitar acordarse de Héctor a las puertas de Troya y frente al chulo de Aquiles con su tramposa invulnerabilidad.
Cuando mi generación se hizo joven e “intelectual” empezó a decir que un cine así era colonización yanqui y academia de violencia (luego cambió el chip, pero entonces decía eso, que a mí no se me ha olvidado). Mentira, porque el espectador, el niño-espectador más que ninguno, con lo que se quedaba era con que había modelos de bien y arquetipos de mal, y que aquéllos eran deseables y éstos no. Lo demás era la envoltura circunstancial que siempre han tenido las epopeyas. No había sadismo, ni morbo, ni gore, ni la criminal sospecha de que lo bueno puede ser tan malo como lo malo. No había adoctrinamiento en la perversidad ni manierismo y gozo en la destrucción. Hoy sí; hoy, además, comemos hamburguesas en “Mc Donald’s”, escuchamos hip hop en los mp4, “decoramos” nuestras barriadas como si del Bronx se tratara y disfrutamos de un cine que ha hecho de la violencia una escuela de cotidianeidad… Bien por mi generación: o éramos tontos, o éramos falsos, o hemos sido absolutamente ineficaces, o inútiles, que no sé que es peor.
Do not forsake me... No me abandones… Yo no pediría más. O como la ranchera que, al hilo de estos renglones y esa canción, me ha venido a la memoria:
El día que a mí me maten
que sea de cinco balazos…
y estar cerquita de ti
para morir en tus brazos.
martes, 25 de diciembre de 2007
La niebla
Es peligrosa –para el tráfico, sin duda–, pero tiene la estética confusa de un razonamiento sobre lo inexplicable, que es donde de verdad se pone a prueba nuestra capacidad de razonar; o de crear, o de descubrir, que sigo en la cuerda floja sobre los límites de estos verbos. Lo cierto es que su belleza consiste precisamente en velar la belleza, en diluir los colores y distraer las formas, en disfrazar de misterio lo que nunca lo ha sido, en transformar lo común en inquietante curiosidad. Avanzar por la niebla es recuperar la humildad perdida ante nuestras supuestas certidumbres; una gimnasia invernal para la percepción ensoberbecida en sus creídas claridades, un sentimiento casi kantiano del yo, en precariedad de sus trascendentales categorías, enfrentándose al mundo en sí.
Parece evidente que también me gusta la niebla. Y es que a veces, a pesar de los psicólogos y psiquiatras, uno quiere sentirse rodeado de incertidumbres, de preguntas, de dudas, de ansiedades… Pero también, por todo ello, de esperanza.
No es por llevar la contraria, pero me aburre el mundo bien hecho de los beatos sillones, de las lámparas halógenas y los sucesos previsibles. Me quedo, una vez más, con la emoción del prodigio que no puedo advertir, y emerge súbito de la niebla. Como la forma amenazante que por ella se aproxima... y resulta ser un rostro amigo.
Parece evidente que también me gusta la niebla. Y es que a veces, a pesar de los psicólogos y psiquiatras, uno quiere sentirse rodeado de incertidumbres, de preguntas, de dudas, de ansiedades… Pero también, por todo ello, de esperanza.
No es por llevar la contraria, pero me aburre el mundo bien hecho de los beatos sillones, de las lámparas halógenas y los sucesos previsibles. Me quedo, una vez más, con la emoción del prodigio que no puedo advertir, y emerge súbito de la niebla. Como la forma amenazante que por ella se aproxima... y resulta ser un rostro amigo.
lunes, 24 de diciembre de 2007
Por aquello de hoy
Si no creyera que es Verdad, ¿habría verdad?, ¿tendría sentido algo?... Nunca le amputaría al hombre la voluntad de ir más lejos, de pensar más alto, de vivir más grande. Aunque la Verdad no fuera verdad… Porque entonces la verdad no merecería la pena.
Feliz Navidad, aldea de mis amigos, planeta de mi compañía.
Feliz Navidad, aldea de mis amigos, planeta de mi compañía.
domingo, 23 de diciembre de 2007
Contrición
Deja rodar la luz por la ladera
norte del alma. Déjala allí;
quede a cambio la noche de mi parte.
Deja que sea luz donde merezca
los ojos que la miren; no esta gruta,
no esta sombra que agobia mi mirada.
Deja que esparza su simiente el día
en llanos de verdad y de belleza;
no en los páramos yermos, no en los míos.
Deja que sea digna mi renuncia
desde esta oscuridad que se conoce,
que quiere no quererse y, sin embargo,
usurpa el sol, la claridad, el día.
(diciembre, 2007)
viernes, 21 de diciembre de 2007
Para estos días, para todos los días, para siempre
Os deseo voluntad.
Os deseo la voluntad de amar (ya lo dije en otra parte: nihil amatum quin praevolitum).
Os deseo la voluntad de crecer en corazón, de levantarlo, como a su roca Sísifo, no por condena, sino por decisión; aunque luego caiga otra vez al valle, aunque deba después reiniciarse la gravosa tarea.
Os deseo la voluntad de creer, de discutir el empeño zafio de los hechos cuando los hechos se afanen en ser crueldad, o injusticia, o simplemente tristeza.
Os deseo la voluntad de no desfallecer, de no ceder si las cosas os ponen la zancadilla o se empecinan en la derrota.
Os deseo querer, ni más, ni menos. El resto es circunstancia, aditivo ocasional, anécdota que pasa y que se pierde, tarde o temprano, porque es manjar de olvido.
Os deseo voluntad, que es lo único que nos concierne realmente. Ni razón, ni inteligencia, ni poder, ni riqueza, ni fama, ni gloria… Sólo voluntad. Somos, de momento al menos, la única especie capaz de su ejercicio. Con ella todo es vergel posible; sin ella, todo páramo inhabitable.
Para estos días, para todos los días, para siempre… ¡feliz voluntad!
Os deseo la voluntad de amar (ya lo dije en otra parte: nihil amatum quin praevolitum).
Os deseo la voluntad de crecer en corazón, de levantarlo, como a su roca Sísifo, no por condena, sino por decisión; aunque luego caiga otra vez al valle, aunque deba después reiniciarse la gravosa tarea.
Os deseo la voluntad de creer, de discutir el empeño zafio de los hechos cuando los hechos se afanen en ser crueldad, o injusticia, o simplemente tristeza.
Os deseo la voluntad de no desfallecer, de no ceder si las cosas os ponen la zancadilla o se empecinan en la derrota.
Os deseo querer, ni más, ni menos. El resto es circunstancia, aditivo ocasional, anécdota que pasa y que se pierde, tarde o temprano, porque es manjar de olvido.
Os deseo voluntad, que es lo único que nos concierne realmente. Ni razón, ni inteligencia, ni poder, ni riqueza, ni fama, ni gloria… Sólo voluntad. Somos, de momento al menos, la única especie capaz de su ejercicio. Con ella todo es vergel posible; sin ella, todo páramo inhabitable.
Para estos días, para todos los días, para siempre… ¡feliz voluntad!
jueves, 20 de diciembre de 2007
Ocupar la preocupación
Uno puede ocuparse en otras cosas. Humanamente hablando, en muchísimas cosas. Pero, pensando a lo divino, en realidad sólo el amor importa. Este bípedo implume, de tan mezquinos orientes, lo comprende perfectamente cuando se mira las aristas de la sinceridad, cuando se da cuenta de que lo importante no es ocuparse en el mundo, sino preocuparse por alguien. Porque la ocupación en las cosas anega, obstruye y embrutece; la preocupación por alguien, sin embargo, dispone el sentimiento -la alerta del alma- hacia otra grandiosa verdad vertebral que por el mundo deambula; que siente, que sufre, que ríe o se apena, que un día se cruza en el tiempo con nombre de llanto... y nada podemos hacer para que sea irreal la ración de dolor que la aflige.
Por eso creo en Dios, al que supongo hipérbole inconcebible: una suerte de corazón ilimitado que siente lo que uno por alguien de manera desbordada, un extralimitado sentir por cada quien que se hace nación de quienes y provincia de cualquiera.
Por eso creo en Dios, al que supongo hipérbole inconcebible: una suerte de corazón ilimitado que siente lo que uno por alguien de manera desbordada, un extralimitado sentir por cada quien que se hace nación de quienes y provincia de cualquiera.
miércoles, 19 de diciembre de 2007
De la piedra a la palabra
La recurrencia al logos, o al verbo, como primicia del ser en el mundo es moneda corriente en las filosofías de corte idealista. Neoplatónicos, por ejemplo; o Hegel, otro tanto. Y quien dice tal, incluso sin querer, piensa en el cristianismo de los primeros siglos, que andaba por la historia buscándose acomodo, no ya en los corazones, sino también en las ideas. Se transcribe hasta evangélicamente en los textos de Lucas o de Juan, que se rodean por ello de un aire entre poético y metafísico que conmociona al menos sensible en estos particulares.
Pero deje en paz a la filosofía y a la teología este mendigo, visitante ocasional de ambas. Lo que me inquieta hoy es la recurrencia, la inevitable polaridad que para el hombre ponen el verbo o la palabra. Y después, la indiferencia culpable con que los maltratamos… Y a renglón inmediato, el olvido de la pasión inconfesada, de la locura por querer que la vida sea un grito contra el silencio de ese coágulo mudo que es la piedra.
No es extraño pensar que la palabra fue antes. No es ocioso ni místico pasatiempo. Es hipótesis viable, es criterio plausible asegurar que el verbo que se ignora en la materia se quiere curso de sentido en el hombre. Y es él quien se lo da. Y es él quien lo culmina.
Esto lo entiende cualquiera que ha hablado alguna vez de cualquier cosa con alguien que quería.
Pero deje en paz a la filosofía y a la teología este mendigo, visitante ocasional de ambas. Lo que me inquieta hoy es la recurrencia, la inevitable polaridad que para el hombre ponen el verbo o la palabra. Y después, la indiferencia culpable con que los maltratamos… Y a renglón inmediato, el olvido de la pasión inconfesada, de la locura por querer que la vida sea un grito contra el silencio de ese coágulo mudo que es la piedra.
No es extraño pensar que la palabra fue antes. No es ocioso ni místico pasatiempo. Es hipótesis viable, es criterio plausible asegurar que el verbo que se ignora en la materia se quiere curso de sentido en el hombre. Y es él quien se lo da. Y es él quien lo culmina.
Esto lo entiende cualquiera que ha hablado alguna vez de cualquier cosa con alguien que quería.
Cada día...
Cada día,
abrir una ventana,
abrir un corazón,
crear una palabra...
Así acababa el primer poema del primer libro que, con mi primer sueldo, me publiqué allá por 1972. Subrayo el me, para que nadie se engañe: nunca he sido descubrimiento de editorial alguna. Si traicionase a la sinceridad, diría aquello de Don Antonio: …al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi dinero acudo, con mi dinero pago… etc. Pero abonaría mi soberbia y faltaría a la verdad. No me considero maltratado por el Parnaso, aunque sí agobiado por la circunstante disparidad; lo que, sin duda, no tiene punto de apreciable tangencia.
No me traigo, por tanto, ni me cito aquí por vanidad, sino por un fogonazo extraño de la intuición. Un destello de coincidencia repentina que he sentido como el diagnóstico de una parálisis intemporal en el alma. Quiero decir, que he caído en la cuenta de que sigo en el mismo empeño, de que no he aprendido nada con los años –absolutamente nada– de que continúo abriendo ventanas (Windows, para ser actual), o queriendo abrir corazones, o soñando crear palabras… cada día que pasa y me pasa, con una contumacia endémica. Estos atardeceres huelen al mismo jardín que aquel poemilla.
De Ortega es aquello de que el descubrimiento de la vocación propia es la mayor delicia. De alguien será, que yo ignoro, que su conocimiento puede ser la mayor tristeza. Sobre todo si esa voz es voz que a nadie llama, sobre todo si es llamada que sólo el silencio escucha.
Venía como siempre oyendo a Gardel; El día que me quieras, para ser exacto; y me ha rodado en la memoria el dichoso cada día… No veo coincidencias entre aquél y éste… O quizá sí. Tal vez nos pasa a todos, tal vez todos tenemos un nudo de palabras en la vida que lo que quieren no es crearse presuntuosamente, que lo que quieren es algo más humilde, más humano... Que lo que quieren, de verdad, es ser queridas.
abrir una ventana,
abrir un corazón,
crear una palabra...
Así acababa el primer poema del primer libro que, con mi primer sueldo, me publiqué allá por 1972. Subrayo el me, para que nadie se engañe: nunca he sido descubrimiento de editorial alguna. Si traicionase a la sinceridad, diría aquello de Don Antonio: …al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi dinero acudo, con mi dinero pago… etc. Pero abonaría mi soberbia y faltaría a la verdad. No me considero maltratado por el Parnaso, aunque sí agobiado por la circunstante disparidad; lo que, sin duda, no tiene punto de apreciable tangencia.
No me traigo, por tanto, ni me cito aquí por vanidad, sino por un fogonazo extraño de la intuición. Un destello de coincidencia repentina que he sentido como el diagnóstico de una parálisis intemporal en el alma. Quiero decir, que he caído en la cuenta de que sigo en el mismo empeño, de que no he aprendido nada con los años –absolutamente nada– de que continúo abriendo ventanas (Windows, para ser actual), o queriendo abrir corazones, o soñando crear palabras… cada día que pasa y me pasa, con una contumacia endémica. Estos atardeceres huelen al mismo jardín que aquel poemilla.
De Ortega es aquello de que el descubrimiento de la vocación propia es la mayor delicia. De alguien será, que yo ignoro, que su conocimiento puede ser la mayor tristeza. Sobre todo si esa voz es voz que a nadie llama, sobre todo si es llamada que sólo el silencio escucha.
Venía como siempre oyendo a Gardel; El día que me quieras, para ser exacto; y me ha rodado en la memoria el dichoso cada día… No veo coincidencias entre aquél y éste… O quizá sí. Tal vez nos pasa a todos, tal vez todos tenemos un nudo de palabras en la vida que lo que quieren no es crearse presuntuosamente, que lo que quieren es algo más humilde, más humano... Que lo que quieren, de verdad, es ser queridas.
lunes, 17 de diciembre de 2007
Tejedores
Estamos a unos catorce metros de la linde del año, sólo para sabernos otra vez enganchados en el tiempo; o, mejor, hilados en el tiempo, bordados en ese telar irremediable del tiempo. Un tapiz que se teje a fuerza de cruzar las sedas de la felicidad sobre los vanos de la tristeza, o el cáñamo de la tristeza sobre los vanos de la felicidad. Y así, como hacendosos tejedores, vamos decorando la casa de la memoria, completando habitaciones, de año en año, que dejamos cerradas a la espalda y en las que entramos a solas, queda y misteriosamente, por los sueños; amable y dolorosamente, por la nostalgia.
Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...
Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.
Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...
Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.
domingo, 16 de diciembre de 2007
El viejecito
Creo que tiene 87 años. Ha sido testigo mudo de la Dictadura de Primo de Rivera, de la caída de la Monarquía, de la proclamación de la República, de la Guerra Civil, del franquismo, de la Democracia… Tiene nariz aguileña, ojos grandes y tristes, barba y pelo blancos. Viste un traje negro con chaquetilla corta, como de charro salmantino. Anda encorvado y despacio, con los brazos hacia delante para compensar una carga de leña que lleva a la espalda, una carga de piedad que lleva llevando todos esos años a un portal que sólo advierte de lejos, desde el pretil de un puente que cruza un río parmenídeo que ni se mueve ni cambia, que es una palinodia de la sentencia de Heráclito. Porque siempre le hemos puesto ahí, sobre ese puente, unos días antes de todos los inviernos que han caído sobre nuestras vidas.
Allá por 1920 mi abuelo lo situó ante los ojos, infantiles entonces, de mi padre. Tiempo después, hizo mi padre lo propio ante los míos. Años más tarde, yo ante los de mis hijas… Él insiste en salir aún cada invierno de ese envoltorio de papel de periódico en que pasa la mayor parte del año. Cuando lo miro, me viene un olor de corcho, serrín y musgo viejo, que es a lo que olía el comedor de Gómez Ortega en estas fechas. Y la memoria de mi madre, joven, desplumando el pollo de Nochebuena, que era el manjar estelar de entonces. Luego se me enreda la nostalgia en las tres risas infantiles que años después me ordenaron el alma.
Este viejecito parece un manual de nemotecnia del sentimiento. O un eslabón con todos los corazones que anduvieron por estos pagos. Por impopular que hoy sea, repetiré que la tradición es un bien humano, una liturgia de raíces en el tiempo que nos arranca de la mera depredación de la vida y nos hace sentir junto a quienes sintieron y ya no están con nosotros. Que no es química, genética, ordenación cromosómica, ni selección natural que valga. Que es decisión del punto y aparte que, si no lo somos, si se empeñan en decir que no lo somos porque los bonobos tienen habilidades cognitivas similares a las nuestras, debiéramos querer serlo. Otra cosa es que nos conformemos con el determinismo del ADN, o que nos tire más la selva que el aula y la herencia animal que el templo humano.
No me gusta el mundo que veo. Los hombres de hoy, estos hombre de usar y tirar que se han vuelto "cosa" en su recíproco uso, no quieren tener nada que ver con el pasado; probablemente, con el futuro tampoco, si éste no es técnicamente explotable, por supuesto. Y el presente, sin uno y sin otro, no es más que un miembro amputado, un muñón inútil que no agarra verdad por parte alguna. Uno debiera poder morirse cuando cae en la cuenta de que el mundo que hay ya no le gusta. Sobre todo si está convencido de que no existe arreglo posible, y lo único que entonces le apetece es descansar.
Por eso desearía que un día alguna de mis hijas sintiera la necesidad de volver a colocar a ese viejecito sobre su puente; no porque se acordaran de mí, que también, sino porque su mundo siguiera teniendo un sentido bello para el hombre.
Allá por 1920 mi abuelo lo situó ante los ojos, infantiles entonces, de mi padre. Tiempo después, hizo mi padre lo propio ante los míos. Años más tarde, yo ante los de mis hijas… Él insiste en salir aún cada invierno de ese envoltorio de papel de periódico en que pasa la mayor parte del año. Cuando lo miro, me viene un olor de corcho, serrín y musgo viejo, que es a lo que olía el comedor de Gómez Ortega en estas fechas. Y la memoria de mi madre, joven, desplumando el pollo de Nochebuena, que era el manjar estelar de entonces. Luego se me enreda la nostalgia en las tres risas infantiles que años después me ordenaron el alma.
Este viejecito parece un manual de nemotecnia del sentimiento. O un eslabón con todos los corazones que anduvieron por estos pagos. Por impopular que hoy sea, repetiré que la tradición es un bien humano, una liturgia de raíces en el tiempo que nos arranca de la mera depredación de la vida y nos hace sentir junto a quienes sintieron y ya no están con nosotros. Que no es química, genética, ordenación cromosómica, ni selección natural que valga. Que es decisión del punto y aparte que, si no lo somos, si se empeñan en decir que no lo somos porque los bonobos tienen habilidades cognitivas similares a las nuestras, debiéramos querer serlo. Otra cosa es que nos conformemos con el determinismo del ADN, o que nos tire más la selva que el aula y la herencia animal que el templo humano.
No me gusta el mundo que veo. Los hombres de hoy, estos hombre de usar y tirar que se han vuelto "cosa" en su recíproco uso, no quieren tener nada que ver con el pasado; probablemente, con el futuro tampoco, si éste no es técnicamente explotable, por supuesto. Y el presente, sin uno y sin otro, no es más que un miembro amputado, un muñón inútil que no agarra verdad por parte alguna. Uno debiera poder morirse cuando cae en la cuenta de que el mundo que hay ya no le gusta. Sobre todo si está convencido de que no existe arreglo posible, y lo único que entonces le apetece es descansar.
Por eso desearía que un día alguna de mis hijas sintiera la necesidad de volver a colocar a ese viejecito sobre su puente; no porque se acordaran de mí, que también, sino porque su mundo siguiera teniendo un sentido bello para el hombre.
viernes, 14 de diciembre de 2007
14 de diciembre
Sea éste de hoy, mi modesto –e imperfecto– homenaje a tan alto patrón.
Glosa a lo divino. San Juan de la Cruz
Glosa a lo divino. San Juan de la Cruz
miércoles, 12 de diciembre de 2007
El prodigio inexplicable
Nos juegan las palabras malas pasadas. Aristóteles matiza los problemas de la homonimia cuando nos dice que el ser de muchas formas se dice; y este “muchas formas” lo convierte, ni más ni menos, que en el cogollo de su metafísica. Algo parecido ocurre con la sinonimia, que parece hablar de lo mismo y nos amontona en el alma un filón de posibilidades. O con la connotación. Por eso entender es tan común y comprender tan raro. Por eso vamos de sorpresa en sorpresa cuando hablamos con los otros de lo que suponemos igual. Por eso el crecimiento de la razón es exponencial, porque cada unidad de su discurso abre audiencias que tienden a infinito. Por eso nos confunde oír en otros lo que nosotros quisimos decir. Por eso es un milagro cotidiano que una sonrisa se cruce otra sonrisa, que un corazón descubra un sentimiento ajeno, que un verbo aparque su ilimitada verdad en otro verbo.
Por eso es un prodigio inexplicable el amor en el hombre.
Por eso es un prodigio inexplicable el amor en el hombre.
lunes, 10 de diciembre de 2007
Pausa obligada
(Voy a estar algo ocupado los próximos días. Hagamos la pausa con un poema. Va con "sonido", si se quiere. Basta un clic en el título, pero es un desastre: tiene un zumbido que no he conseguido quitar. No sé si será por la tarjeta que tengo, que es una porqueriíta. De todas formas, la intención era buena).
Atardecer de invierno
No puede
sostenerse la luz sobre ese arco
de convexa lejanía.
No puede mantenerse
ni siquiera un instante de enamorada lentitud.
Indefinidamente triunfa su fracaso.
Si siendo en mar, de mar se anega;
si en tierra siendo, el páramo la inhuma.
Nada puede fijarla
allí, donde quisiera el horizonte ser caricia.
Y caricia la mirada.
Y la mirada
alma que del alma huye…
Para impedir la noche
y los fríos relojes del invierno…
Para besar un día que ya no se sostiene,
que en mar está muriendo
y en llanura,
y en decidida distancia.
(diciembre, 2007)
Atardecer de invierno
No puede
sostenerse la luz sobre ese arco
de convexa lejanía.
No puede mantenerse
ni siquiera un instante de enamorada lentitud.
Indefinidamente triunfa su fracaso.
Si siendo en mar, de mar se anega;
si en tierra siendo, el páramo la inhuma.
Nada puede fijarla
allí, donde quisiera el horizonte ser caricia.
Y caricia la mirada.
Y la mirada
alma que del alma huye…
Para impedir la noche
y los fríos relojes del invierno…
Para besar un día que ya no se sostiene,
que en mar está muriendo
y en llanura,
y en decidida distancia.
(diciembre, 2007)
domingo, 9 de diciembre de 2007
Cotización al alza
El “espíritu” cotiza al alza. Vivimos días de mucho “espíritu”. Navideño, se entiende. Aún faltan dieciséis días y no sé cuántas veces he oído o leído sobre esta inflación de la “espiritualidad”. No tendría gran cosa en contra –salvo la cara de mercancía importada que presenta– si no fuera por las raras vecindades de que se acompaña en jugueterías y cinematógrafos. Demasiado heroecillo de escuela de brujería, demasiada brújula de baño de oro, demasiada tontería por doquier. En el fondo, abunda una sandia oscuridad.
Lo de menos son los “góticos”, aunque tengo anécdotas al respecto. Una alumna de corta luz, por ejemplo, que se me ha hecho de la especie. Días atrás me pedía permiso para poner en la clase un póster de Satán. Argumentaba la criatura que ya no estamos en el “franquismo” y que hay que respetar todas las creencias. Contundente razonamiento, al que yo respondí con escasa sensibilidad lógica porque le contesté que se dejase de majaderías y se aplicase en menesteres de mayor enjundia. Reconozco que, a pesar de mi traición a la coherencia deductiva, respiré con satisfacción: a juzgar por los soldados que recluta, este Satán “lo tiene crudo”, más crudo que apostar por el Levante como Campeón de Liga en la primavera de 2008. Pero eso fue en el primer momento, después temí otra cosa. Porque el problema no es que haya Satán o no. El verdadero problema es el horizonte de incautos, la corte de papagayos en que hemos venido a parar. ¿Me repito? Lo siento. Además no sirve para nada: lo de Goebbels también funciona al revés, porque una verdad repetida en el marco de una mentira instalada sólo lleva al sacrificio de la verdad
Así que el “espíritu” cotiza al alza, aunque, como en todas las cotizaciones, la mayoría de la gente ignore quiénes son los accionistas de esa empresa.
Lo de menos son los “góticos”, aunque tengo anécdotas al respecto. Una alumna de corta luz, por ejemplo, que se me ha hecho de la especie. Días atrás me pedía permiso para poner en la clase un póster de Satán. Argumentaba la criatura que ya no estamos en el “franquismo” y que hay que respetar todas las creencias. Contundente razonamiento, al que yo respondí con escasa sensibilidad lógica porque le contesté que se dejase de majaderías y se aplicase en menesteres de mayor enjundia. Reconozco que, a pesar de mi traición a la coherencia deductiva, respiré con satisfacción: a juzgar por los soldados que recluta, este Satán “lo tiene crudo”, más crudo que apostar por el Levante como Campeón de Liga en la primavera de 2008. Pero eso fue en el primer momento, después temí otra cosa. Porque el problema no es que haya Satán o no. El verdadero problema es el horizonte de incautos, la corte de papagayos en que hemos venido a parar. ¿Me repito? Lo siento. Además no sirve para nada: lo de Goebbels también funciona al revés, porque una verdad repetida en el marco de una mentira instalada sólo lleva al sacrificio de la verdad
Así que el “espíritu” cotiza al alza, aunque, como en todas las cotizaciones, la mayoría de la gente ignore quiénes son los accionistas de esa empresa.
sábado, 8 de diciembre de 2007
Aburridísimos pueblos
Todavía hay pueblos en los que las horas tienen la duración debida, hasta excesiva a veces. Pueblos donde la gente camina despacio y te cruzas con un hombre mayor que lleva un palillo en la boca y las manos en los bolsillos. Todavía hay pueblos con calles asimétricas y tortuosas, y casitas bajas cuyas fachadas parecen tentar a la gravedad con un equilibrio improbable. Y sin embargo no se caen. Tienen campanas de verdad y un cine que se llama Cinema. Y cotillas auténticas de las que cotillean deportivamente, por amor al arte, no como esas que salen en las televisiones, que son profesionales de la difamación. Todavía hay pueblos en los que las fechas son fechas, y se espera a que lleguen para conmemorarlas. O en que el aburrimiento es un don, casi una virtud, que produce filósofos de tertulia a orillas del pito doble.
Todavía hay pueblos para que el hombre no olvide que su realidad es de tierra y de historia; su cuerpo de siembra y su alma de pájaro; su vida de esfuerzo y su sueño de altura. Pueblos donde los muertos de uno son muertos de todos, por más que durante su vida los pusieran a caldo. Porque no son edénicos valles, paraísos de cartón o felicidad de tramoya. También son duros y tristes; a veces, hasta miserables. Pero son de verdad: su maldad es de frente y su bondad es de cara.
Hoy he estado en uno, y me callo el nombre para que no se llene de coches los fines de semana, para que esta plaga de urbanitas langostas que somos no lo devore o comercie con sus sueños milenarios, para no soportar cómo alaba las tapas de tal bar en tal sitio el bocazas de turno, que monta en Mercedes, o en Audi, o en BMW, o en Citröen como yo. Me importa un comino que me llamen “retro”; lo cierto es que, cada vez más, eso que llaman progreso y desarrollo me parece una colonización de mierda, que alarga la existencia, cierto, pero acaba con la vida. Me quedo con la vida.
Sin querer, me ha venido Machado a la memoria:
…y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
Sin aspavientos, ni extravagancias, ni depresiones, ni ropas de firma o de marca… Viviendo, amando, muriendo en sus “aburridísimos” pueblos.
El día que no los haya, no sé qué vamos a hacer.
Todavía hay pueblos para que el hombre no olvide que su realidad es de tierra y de historia; su cuerpo de siembra y su alma de pájaro; su vida de esfuerzo y su sueño de altura. Pueblos donde los muertos de uno son muertos de todos, por más que durante su vida los pusieran a caldo. Porque no son edénicos valles, paraísos de cartón o felicidad de tramoya. También son duros y tristes; a veces, hasta miserables. Pero son de verdad: su maldad es de frente y su bondad es de cara.
Hoy he estado en uno, y me callo el nombre para que no se llene de coches los fines de semana, para que esta plaga de urbanitas langostas que somos no lo devore o comercie con sus sueños milenarios, para no soportar cómo alaba las tapas de tal bar en tal sitio el bocazas de turno, que monta en Mercedes, o en Audi, o en BMW, o en Citröen como yo. Me importa un comino que me llamen “retro”; lo cierto es que, cada vez más, eso que llaman progreso y desarrollo me parece una colonización de mierda, que alarga la existencia, cierto, pero acaba con la vida. Me quedo con la vida.
Sin querer, me ha venido Machado a la memoria:
…y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
Sin aspavientos, ni extravagancias, ni depresiones, ni ropas de firma o de marca… Viviendo, amando, muriendo en sus “aburridísimos” pueblos.
El día que no los haya, no sé qué vamos a hacer.
viernes, 7 de diciembre de 2007
Azarosas coincidencias
Hace muchos años tuve un perro (otro, que no mi Rama) bastante tonto, extremo éste que yo no podía saber cuando me lo regalaron. Así que le puse un nombre desmesurado y bastante irrespetuoso, lo llamé Kant; lo que probablemente fue un error premonitorio o incitante para desatar en él una notable pasión por los libros. El problema es que su relación con éstos no halló jamás la vía adecuada, y así nunca los trató desde el sistema nervioso, que es lo idóneo, sino a través del aparato digestivo, que era lo suyo. La consecuencia fue toda suerte de estropicios en los niveles inferiores de mi pobre biblioteca. Alguno de aquéllos he conservado (me cuesta un trabajo ímprobo tirar nada); los suelo ocultar en la segunda división de mis estanterías para evitar su impresentable presencia.
Por azar me he encontrado hoy uno de tales estropicios; por azar y curiosa coincidencia. Acababa ayer citando a San Juan de la Cruz, y el maltratado ejemplar del hallazgo sorprendente (lo digo por la mística y literaria paridad) ha sido una Vida de Santa Teresa de Jesús para uso del pueblo por el P. Fr. Bonifacio Moral, editada en Valladolid en 1890. Los libros viejos me encantan, entre otras cosas, por los indicios de sus remotos lectores. Anotaciones muchas veces; subrayados, otras; la firma, incluso, de su propietario, algunas. Esto último sucede en la biografía para uso popular de la santa: en letra inglesa de trazado amplio, hay en la hoja de cortesía un nombre manuscrito: Luis López Niculant.
He buscado Niculant por estos pagos y me he encontrado con un tal Enrique Niculant, político de la Asamblea Constituyente de 1869. Confieso que no sé nada de este hombre, pero dispone de cara, bigote y oficio. Sin embargo de mi Luis López, que a lo mejor no tiene que ver con el asambleísta, sólo tengo la huella de su pulso en unas letras. Ni rostro, ni adorno, ni quehacer. Únicamente un nombre que anduvo sobre alguien un tiempo entre nosotros. Un nombre, casi como Diofanto, pero sin ecuación de vida ni mérito especial ni lugar en la memoria de nadie. ¿Y qué tiene que ver este difuso personaje con Teresa de Jesús y conmigo? ¿Cuál es el código, la clave de este enigmático encuentro?
Vamos a ver: ayer Hawking me llevó a Diofanto y Diofanto me llevó a San Juan; hoy Teresa de Cepeda lo hizo a un casi nadie. Es decir, un agnóstico deriva en un místico y un místico en un hombre común. Está claro, pues, el misterioso mensaje de estas azarosas coincidencias: la diana a que apunta el conocimiento, aunque a veces lo niegue, es Dios; el blanco de Dios, sin embargo, es cualquier hombre, incluidos los que persiguiendo aquél se resisten. El hombre quiere saber, Dios sólo quiere querer. No es numerología, pero lo parece.
Soy incorregible... Y de todo esto han tenido la culpa un astrofísico de renombre y un perro tonto que leía con el estómago… Tal vez quería hacerlo con el corazón, que es lo que yo intento.
Por azar me he encontrado hoy uno de tales estropicios; por azar y curiosa coincidencia. Acababa ayer citando a San Juan de la Cruz, y el maltratado ejemplar del hallazgo sorprendente (lo digo por la mística y literaria paridad) ha sido una Vida de Santa Teresa de Jesús para uso del pueblo por el P. Fr. Bonifacio Moral, editada en Valladolid en 1890. Los libros viejos me encantan, entre otras cosas, por los indicios de sus remotos lectores. Anotaciones muchas veces; subrayados, otras; la firma, incluso, de su propietario, algunas. Esto último sucede en la biografía para uso popular de la santa: en letra inglesa de trazado amplio, hay en la hoja de cortesía un nombre manuscrito: Luis López Niculant.
He buscado Niculant por estos pagos y me he encontrado con un tal Enrique Niculant, político de la Asamblea Constituyente de 1869. Confieso que no sé nada de este hombre, pero dispone de cara, bigote y oficio. Sin embargo de mi Luis López, que a lo mejor no tiene que ver con el asambleísta, sólo tengo la huella de su pulso en unas letras. Ni rostro, ni adorno, ni quehacer. Únicamente un nombre que anduvo sobre alguien un tiempo entre nosotros. Un nombre, casi como Diofanto, pero sin ecuación de vida ni mérito especial ni lugar en la memoria de nadie. ¿Y qué tiene que ver este difuso personaje con Teresa de Jesús y conmigo? ¿Cuál es el código, la clave de este enigmático encuentro?
Vamos a ver: ayer Hawking me llevó a Diofanto y Diofanto me llevó a San Juan; hoy Teresa de Cepeda lo hizo a un casi nadie. Es decir, un agnóstico deriva en un místico y un místico en un hombre común. Está claro, pues, el misterioso mensaje de estas azarosas coincidencias: la diana a que apunta el conocimiento, aunque a veces lo niegue, es Dios; el blanco de Dios, sin embargo, es cualquier hombre, incluidos los que persiguiendo aquél se resisten. El hombre quiere saber, Dios sólo quiere querer. No es numerología, pero lo parece.
Soy incorregible... Y de todo esto han tenido la culpa un astrofísico de renombre y un perro tonto que leía con el estómago… Tal vez quería hacerlo con el corazón, que es lo que yo intento.
jueves, 6 de diciembre de 2007
De Diofanto a Juan de Yepes
La biografía de Diofanto es sorprendente; sorprendente porque no es propiamente una biografía, sino una ecuación de primer grado; sorprendente por la coherencia con que los caprichos del destino y el borrador de la Historia nos han dejado de este hombre sólo su matemático epitafio, lo que nos permite concluir que x, esto es, la duración de la vida de Diofanto, es igual a 84. Lo leía esta mañana en esa espléndida antología, Dios creó los números, comentada y editada por Stephen Hawking, pero se puede encontrar en numerosas baldas de esta biblioteca que es la red: basta con que escribáis en Google el nombre del matemático alejandrino.
No es difícil plantear la vida de cualquiera en términos algebraicos. Ni tampoco aporta nada; es más, le quita enjundia, le arrebata brillantez. Ésta y aquélla no resultan procedentes en la constante o la incógnita de una igualdad numérica, son patrimonio de la palabra, son reino de la connotación.
Yo, sin embargo, a veces caigo en la tentación de la numerología. Tengo, por ejemplo, la manía de sumar los dígitos en las fechas de sucesos relevantes. En las fechas o en cualquier cosa. Es como un tic pre-encefálico, hipotalámico casi, involuntario armonizador de sueños inefables con irreales vigilias. Es como buscar, vegetativamente, un orden riguroso de formal certidumbre en cuanto ocurre, como asumir al pie de la letra el título de Hawking, Dios creó los números (nada más lejos, por cierto, de la intención del afamado científico), y descansar después sobre la balsa de una realidad cabalmente organizada. ¡Es una pitagórica debilidad! Y, en ocasiones, los resultados son también sorprendentes.
Supongo que esta manía responde a un deseo inconsciente de corroborar el aserto de Hegel sobre la indiscutible racionalidad de todo lo real. O a una dejadez del alma ante la ladera más fácil del prodigio, la que es senda de suave rampa hacia la cumbre y está jalonada por signos interpretables; no la que es tortuosa y escarpada, no la que lleva el corazón a la verdad tras arrojar el lastre de la tonta razón del hombre; no la que hace sufrir y llorar, o gozar y reír, o dudar y creer, o esperar y amar…
Vamos, que se me olvida aquello que escribió quien en el siglo fuera Juan de Yepes:
… y con todo, en este trance,
en el vuelo quedé falto,
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caza alcance.
No es difícil plantear la vida de cualquiera en términos algebraicos. Ni tampoco aporta nada; es más, le quita enjundia, le arrebata brillantez. Ésta y aquélla no resultan procedentes en la constante o la incógnita de una igualdad numérica, son patrimonio de la palabra, son reino de la connotación.
Yo, sin embargo, a veces caigo en la tentación de la numerología. Tengo, por ejemplo, la manía de sumar los dígitos en las fechas de sucesos relevantes. En las fechas o en cualquier cosa. Es como un tic pre-encefálico, hipotalámico casi, involuntario armonizador de sueños inefables con irreales vigilias. Es como buscar, vegetativamente, un orden riguroso de formal certidumbre en cuanto ocurre, como asumir al pie de la letra el título de Hawking, Dios creó los números (nada más lejos, por cierto, de la intención del afamado científico), y descansar después sobre la balsa de una realidad cabalmente organizada. ¡Es una pitagórica debilidad! Y, en ocasiones, los resultados son también sorprendentes.
Supongo que esta manía responde a un deseo inconsciente de corroborar el aserto de Hegel sobre la indiscutible racionalidad de todo lo real. O a una dejadez del alma ante la ladera más fácil del prodigio, la que es senda de suave rampa hacia la cumbre y está jalonada por signos interpretables; no la que es tortuosa y escarpada, no la que lleva el corazón a la verdad tras arrojar el lastre de la tonta razón del hombre; no la que hace sufrir y llorar, o gozar y reír, o dudar y creer, o esperar y amar…
Vamos, que se me olvida aquello que escribió quien en el siglo fuera Juan de Yepes:
… y con todo, en este trance,
en el vuelo quedé falto,
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caza alcance.
miércoles, 5 de diciembre de 2007
Hoy como ayer
Estamos en el mes de diciembre, cuando es mayor la fiebre en la ciudad. Las pasiones parecen gozar de absoluta licencia. Por todas partes se oye el rumor de grandes preparativos… No son palabras mías. Es el principio de una de las cartas (la XVIII del Libro Segundo) con que Séneca orienta a Lucilio sobre los esparcimientos del sabio. Sobra decir que éstos no van por los derroteros de la “absoluta licencia” de que “parecen gozar” las pasiones. Critica las saturnales el filósofo cordobés; cordobés, claro está, geográficamente hablando, porque, que se sepa, ni se tocaba con sombrero ancho, ni vestía chaquetilla corta, ni bebía “un fino” antes de las comidas o a cualquier hora y, además, hablaba latín y pensaba en griego. Vamos, nada que ver con Manuel Benítez.
No pretendo tomarme este pie ilustre para criticar la Navidad, tengo memoria de ternuras y corazón suficiente para pensarla en coordenadas de autenticidad más grande; pero sí las navi-saturnales de hogaño, esta disolución del sentido en la apariencia, de los fondos en las formas, de la razón de ser en el memo artificio. Este ser que no es y no se aguanta ni a sí mismo; en que “toca alegría” y algarada, puesta a punto de la insensatez y coma etílico, gorrito brillantón (pileo dice Séneca) y matasuegras espiriforme, reventón gástrico y espumas desatentas en las sábanas… Esto sí que no lo trago, como no trago las “luces” que son como comillas ortográficas sobre algunas calles de Madrid o palabras políticamente correctas y de babosa suavidad aceitando sus noches frías: demasiado “amooor” sobre la cresta de los coches y excesiva brutalidad en las garras que dirigen sus volantes.
Puedo convivir con el absurdo, hasta puede resultarme literariamente atractivo o sugerente, pero no aguanto el sinsentido. Me parece una renuncia, lo veo como una claudicación, como una inclinación de la cerviz humana ante la inconfesable nostalgia del mandril que, según parece, fuimos.
La carta de Séneca me ha recordado que, en realidad, la memez, históricamente, se modifica en modo escaso; que tanto da vivir en el siglo I o en el siglo XXI, que en todas las culturas siempre ha estado ahí la tirantez del regreso, de la marcha atrás, de la vuelta vulgar al árbol, primero; a la indefinición (¡ay, Anaximandro!), después.
No pretendo tomarme este pie ilustre para criticar la Navidad, tengo memoria de ternuras y corazón suficiente para pensarla en coordenadas de autenticidad más grande; pero sí las navi-saturnales de hogaño, esta disolución del sentido en la apariencia, de los fondos en las formas, de la razón de ser en el memo artificio. Este ser que no es y no se aguanta ni a sí mismo; en que “toca alegría” y algarada, puesta a punto de la insensatez y coma etílico, gorrito brillantón (pileo dice Séneca) y matasuegras espiriforme, reventón gástrico y espumas desatentas en las sábanas… Esto sí que no lo trago, como no trago las “luces” que son como comillas ortográficas sobre algunas calles de Madrid o palabras políticamente correctas y de babosa suavidad aceitando sus noches frías: demasiado “amooor” sobre la cresta de los coches y excesiva brutalidad en las garras que dirigen sus volantes.
Puedo convivir con el absurdo, hasta puede resultarme literariamente atractivo o sugerente, pero no aguanto el sinsentido. Me parece una renuncia, lo veo como una claudicación, como una inclinación de la cerviz humana ante la inconfesable nostalgia del mandril que, según parece, fuimos.
La carta de Séneca me ha recordado que, en realidad, la memez, históricamente, se modifica en modo escaso; que tanto da vivir en el siglo I o en el siglo XXI, que en todas las culturas siempre ha estado ahí la tirantez del regreso, de la marcha atrás, de la vuelta vulgar al árbol, primero; a la indefinición (¡ay, Anaximandro!), después.
martes, 4 de diciembre de 2007
Frutos del país
Si no hablo –escribo, quiero decir–, reviento. ¡Y mira que me había propuesto no volverlo a hacer! Pues, como si nada. El caso es que hoy me he enterado –¡otra vez!– de que vamos de horror en pánico; de que esto de la educación tiene un mal olor creciente; de que no sólo no hemos mejorado, sino que estamos peor que hace tres años. En comprensión lectora bastante peor, en matemáticas algo peor, en ciencias igual de peor… que en 2003. Y esto me pasa por leer las noticias, que también voy a tener que dejarlo porque uno no gana para bicarbonato (encima me han dicho que no sirve para la acidosis del alma).
Cierto es que lo de la “comprensión” no me extraña lo más mínimo: ya dije días atrás que aquí nadie se entera de nada. Aunque el problema de la lectura presenta complicaciones merecedoras de investigación clínica en el caso de los políticos. Un político en el poder padece serios trastornos en sus habilidades cognitivas ante los textos que consulta. Siempre con los mismos síntomas, siempre con idéntica febrícula. Por ejemplo, si leen datos positivos sobre cualquier cosa, lo interpretan, inmediatamente, como un acierto de sus inteligentes programas; si, por el contrario, los datos son negativos, entienden una perversa intervención del pasado, un pasado siempre anterior a su llegada al poder, naturalmente. A la investigación de esta patología, conocida como narcisismo hermenéutico, debiera dedicarse algún pico de los presupuestos del estado; incluso debiera asignársele un día de universal celebración porque ocurre en todos los rincones del planeta. Día del Narciso Hermeneuta. Suena bien. Yo propondría hoy, 4 de diciembre, día en que nuestro actual presidente, al conocer el Informe PISA 2006, ha asegurado que "el problema es que hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo fruto del país que teníamos".
Este insignificante docente, que sólo lleva treinta y cinco años en el duro oficio de intentar enseñar algo, a pesar de todos los políticos, a la juventud que toque, podría comentar muchas cosas sobre tan aguda observación. Podría hablar de generaciones pasadas por sus manos (la del Señor Presidente incluida); de la educación de la sociedad antes y después; de sus conocimientos y vacíos ayer y ahora; de las leyes que la persiguen y maltratan de modo inmisericorde; de los éxitos editoriales y la venta de volúmenes como camisetas de moda; de las abrumadoras colas para visitar la exposición anunciada en el Telediario; de la cultura de ahora sí, ahora no, según convenga; de la España de charanga y pandereta reconvertida en España de chachara y hip-hop…Todo ello adornado con la inteligente y ponderada valoración del político de turno según la inversión electoral que corresponda. Pero necesitaría más espacio en la red que la Wikipedia y Cervantesvirtual juntos. Así que me limitaré a lo que sería el final de tan agobiante comentario: Señor Presidente, con todos mis respetos, tampoco usted se entera de nada, también usted suspende en comprensión lectora; sin duda porque es un fruto del país que teníamos.
Siento la conclusión que de aquel egregio comentario se desprende, pero, al parecer, tendremos que esperar unas cuantas generaciones para tener un presidente que merezca la pena, un presidente que sea fruto del país que tendremos. Una gloria que yo no gozaré. ¡Qué pena!
Cierto es que lo de la “comprensión” no me extraña lo más mínimo: ya dije días atrás que aquí nadie se entera de nada. Aunque el problema de la lectura presenta complicaciones merecedoras de investigación clínica en el caso de los políticos. Un político en el poder padece serios trastornos en sus habilidades cognitivas ante los textos que consulta. Siempre con los mismos síntomas, siempre con idéntica febrícula. Por ejemplo, si leen datos positivos sobre cualquier cosa, lo interpretan, inmediatamente, como un acierto de sus inteligentes programas; si, por el contrario, los datos son negativos, entienden una perversa intervención del pasado, un pasado siempre anterior a su llegada al poder, naturalmente. A la investigación de esta patología, conocida como narcisismo hermenéutico, debiera dedicarse algún pico de los presupuestos del estado; incluso debiera asignársele un día de universal celebración porque ocurre en todos los rincones del planeta. Día del Narciso Hermeneuta. Suena bien. Yo propondría hoy, 4 de diciembre, día en que nuestro actual presidente, al conocer el Informe PISA 2006, ha asegurado que "el problema es que hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo fruto del país que teníamos".
Este insignificante docente, que sólo lleva treinta y cinco años en el duro oficio de intentar enseñar algo, a pesar de todos los políticos, a la juventud que toque, podría comentar muchas cosas sobre tan aguda observación. Podría hablar de generaciones pasadas por sus manos (la del Señor Presidente incluida); de la educación de la sociedad antes y después; de sus conocimientos y vacíos ayer y ahora; de las leyes que la persiguen y maltratan de modo inmisericorde; de los éxitos editoriales y la venta de volúmenes como camisetas de moda; de las abrumadoras colas para visitar la exposición anunciada en el Telediario; de la cultura de ahora sí, ahora no, según convenga; de la España de charanga y pandereta reconvertida en España de chachara y hip-hop…Todo ello adornado con la inteligente y ponderada valoración del político de turno según la inversión electoral que corresponda. Pero necesitaría más espacio en la red que la Wikipedia y Cervantesvirtual juntos. Así que me limitaré a lo que sería el final de tan agobiante comentario: Señor Presidente, con todos mis respetos, tampoco usted se entera de nada, también usted suspende en comprensión lectora; sin duda porque es un fruto del país que teníamos.
Siento la conclusión que de aquel egregio comentario se desprende, pero, al parecer, tendremos que esperar unas cuantas generaciones para tener un presidente que merezca la pena, un presidente que sea fruto del país que tendremos. Una gloria que yo no gozaré. ¡Qué pena!
miércoles, 28 de noviembre de 2007
Ese raro silencio
Ya no es Jekyll lo que era. Hoy, por ejemplo, me ha dejado esta nota en el escritorio:
Noto el silencio, ese raro silencio que no niega el sonido, pero duele en la palabra; que se hace sentir en el olor de las cosas o en la yema de los dedos; o en la fibra terminal de una mirada que cruza fortuita por nosotros. Ocurre como ocurre una advertencia de signos inefables: más allá de lo que nunca llegará a decirse, más allá de lo que nunca se podrá pensar.
Un día, de pronto, sucede el silencio, como el olvido sucede, sólo advertido por alertas experimentadas, sólo sabido por entrenadas memorias.
Y es un día como todos los días… Aunque, dolorosamente vacío.
Noto el silencio, ese raro silencio que no niega el sonido, pero duele en la palabra; que se hace sentir en el olor de las cosas o en la yema de los dedos; o en la fibra terminal de una mirada que cruza fortuita por nosotros. Ocurre como ocurre una advertencia de signos inefables: más allá de lo que nunca llegará a decirse, más allá de lo que nunca se podrá pensar.
Un día, de pronto, sucede el silencio, como el olvido sucede, sólo advertido por alertas experimentadas, sólo sabido por entrenadas memorias.
Y es un día como todos los días… Aunque, dolorosamente vacío.
martes, 27 de noviembre de 2007
Oración contra el egoísmo
Santa Plenitud que me corrige con mano de ternura, no permitas que dañe a quienes amo. No consientas que salga de mi boca palabra que les turbe; ni gesto de mi rostro ni pulso de mi vida que rompa un solo sueño que en mí depositaran. No permitas que cargue con lágrimas inocentes las alforjas de mis actos. No me dejes caer en la traición de ese pacto de amor ante sus almas.
Ni permitas, Santa Plenitud, que dañe a quien no supe querer o dejé la voluntad en abandono de querer como debiera.
Líbrame de esa maldad tan pura que sólo de sí cuida y sólo a sí se busca, que sólo a sí pretende.
Aunque sean de mi alma las demás pobrezas, Santa Plenitud; aunque así sea.
Ni permitas, Santa Plenitud, que dañe a quien no supe querer o dejé la voluntad en abandono de querer como debiera.
Líbrame de esa maldad tan pura que sólo de sí cuida y sólo a sí se busca, que sólo a sí pretende.
Aunque sean de mi alma las demás pobrezas, Santa Plenitud; aunque así sea.
lunes, 26 de noviembre de 2007
El vencido
Hoy tampoco escribo; ensayo otras posibilidades, porque me aburro de mí mismo. Reconozco que Mahler ayuda bastante. Es de 2001, del último poemario (casi el único) que publiqué. Encontré la carpeta por casualidad, buscando por este baúl de 40 Gb. unas rancheras de Jorge Negrete, que es un cantante que, actualmente, debemos de conocer mi padre, yo y media docena de personas más. “Pinchad” sobre el siguiente título y si no funciona, perdón por mi torpeza:
El vencido (1998, La asamblea de las sombras)
El vencido (1998, La asamblea de las sombras)
sábado, 24 de noviembre de 2007
Sin ganas...
Sin ganas de ciudad. Sin ganas de gente. Ni de salir ni de entrar. Sin ganas de palabras… Ni de mirar por la ventana a ver si llueve de nuevo; o llueve por fin o ya no lloverá nunca… Sin ganas de contar las hojas que han caído los últimos días… Ni de hablar de nada ni con nadie; ni conmigo siquiera… Sin ganas de inventarme memorias no posibles o de disimular la estupidez propia… Sin ganas de remover los fondos de agua turbia en el alma…
Sólo con ganas de echar el cierre. Sólo con eso.
Sólo con ganas de echar el cierre. Sólo con eso.
viernes, 23 de noviembre de 2007
La inadvertencia
Lleva mi nada allí una eternidad,
ajena al mundo –¿qué es el mundo?–,
extraña al día –¿qué habrá sido
de esa última luz que la guiaba?–…
Tiempo que ya no es tiempo, sino ruina
medida en soledades. Tiempo y nada
que no quiere ser nada y no ser tiempo.
Lleva una eternidad sin ir al templo
de tus ojos, sabiendo singladuras
de naves extranjeras que allá arriba
dejan la estela blanca de su paso.
Y tú, que no respondes, que no enciendes
al polvo de ser nada inadvertida
el signo de ser alma enamorada,
que le has negado el último refugio
de, una vez más, mirarla, de tenerla
a salvo en una imagen, protegida
de la noche en el fondo de tus ojos,
en ese altar de luz que no la mira
hace una eternidad de niebla y frío.
(noviembre, 2007)
jueves, 22 de noviembre de 2007
El corazón perezoso
Esta mañana se me ha dormido el corazón. Mea culpa, reconozco que suena a cursilería se mire por donde se mire, que tiene un tufillo a epistolario romanticoide que no hay por dónde cogerlo. Sin embargo está dicho desde la funcionalidad más rigurosamente enunciativa del lenguaje. Quiero decir que he tenido una sensación similar a cuando se te duerme una mano, o un pie, o un carrillo después de una sesión en el dentista. Incluso lo he comentado en mi humana circunstancia, que, por cierto, no me ha hecho mucho caso. Uno que, aprovechando la extravagante enunciación de su molestia, pensaba explotar el capital del mimo y atención ajenos, lo más que ha recibido han sido algunas orientaciones técnicas sobre la conveniencia o no de hacerse un electro, amén de un par de sonrisas de moderada incredulidad. ¡Tenga usted amigos para esto!
Debo ser más cuidadoso en la selección de padecimientos que acompañan a esta bomba impulsora de tan metafóricas posibilidades. La verdad es que, prescindiendo de la cursilada, lo último que querría es que se me durmiera el corazón. Pase que se harte de ese quehacer no remunerado de llevar cincuenta y siete años enviando suministros al cuerpo que me aguanta. Pase que un día me diga: “muchacho (a veces se me pone sarcástico), hasta aquí hemos llegado: o revisamos el convenio y dejas el tabaco y el bourbon, o este servidor se pone en huelga indefinida”. Pase que un día me cante, con cínica perversidad, aquello de “Adíós con el corazón / que con el alma no puedo…” Pero que se duerma, no; que se guarde mis sueños, no; que me ponga de pie cada día sin los cuatro entusiasmos que me quedan, no… ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Así que, amigo mío, de dormirse nada.
Debo ser más cuidadoso en la selección de padecimientos que acompañan a esta bomba impulsora de tan metafóricas posibilidades. La verdad es que, prescindiendo de la cursilada, lo último que querría es que se me durmiera el corazón. Pase que se harte de ese quehacer no remunerado de llevar cincuenta y siete años enviando suministros al cuerpo que me aguanta. Pase que un día me diga: “muchacho (a veces se me pone sarcástico), hasta aquí hemos llegado: o revisamos el convenio y dejas el tabaco y el bourbon, o este servidor se pone en huelga indefinida”. Pase que un día me cante, con cínica perversidad, aquello de “Adíós con el corazón / que con el alma no puedo…” Pero que se duerma, no; que se guarde mis sueños, no; que me ponga de pie cada día sin los cuatro entusiasmos que me quedan, no… ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Así que, amigo mío, de dormirse nada.
miércoles, 21 de noviembre de 2007
Ensayos sobre la temporalidad
Del eterno retorno han hablado mucho los filósofos. Sobre todo los griegos. No es de extrañar, por ejemplo, que el estoicismo lo defendiera: quita bastantes quebraderos de cabeza eso de que lo que es sea lo que tiene que ser por la sencilla razón de que siempre ha sido así, innumerables veces, incalculables veces, infinitas veces. A partir de ahí, la consecuencia es fácil: para qué vamos a amargarnos la existencia con tal adversidad o endulzárnosla con cual ventura; aceptemos lo que viene tal y como viene porque no puede ser de otra forma. El eterno retorno garantiza el apacible discurrir del determinismo.
Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo. Hasta tal punto fue el giro que el eterno retorno se hizo correlato de la voluntad de poder, del sí viril a la vida. “¿Es esto la vida? –nos dice el filósofo del superhombre– ¡Muy bien! ¡Pues que vuelva a empezar!”
Yo creo otra cosa. Yo imagino una fábula en la que el eterno retorno era el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad, una combinación de la harina del determinismo con la levadura de la libertad humana para ver qué pastel salía. Digamos que fue un simple ejercicio de su infinita paciencia: poner al mismo hombre en circunstancia idéntica un incontable número de veces y esperar que no eligiese siempre la misma alternativa errónea, igual horror inevitable (los peor intencionados pensarán que eso no es paciencia desmedida, sino divina ingenuidad).
Pero un día se cansó de que el resultado del modelo fuera invariable y el producto de la libertad un alcázar de despropósitos. Así que dijo: “criaturas, ésta es la última”; y nos puso el tiempo en línea recta con una marca al principio y otra al final para que nos tomáramos en serio esto de la vida, para que invirtiéramos adecuadamente los talentos de la responsabilidad conscientes de que ya no habría vez siguiente.
Ni por ésas: la fábula de este segundo ensayo reproduce todas y cada una de las tonterías de que somos capaces.
Tal vez seamos incorregibles. Tal vez no sepamos qué hacer con la libertad. Tal vez lo que merezcamos no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.
Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo. Hasta tal punto fue el giro que el eterno retorno se hizo correlato de la voluntad de poder, del sí viril a la vida. “¿Es esto la vida? –nos dice el filósofo del superhombre– ¡Muy bien! ¡Pues que vuelva a empezar!”
Yo creo otra cosa. Yo imagino una fábula en la que el eterno retorno era el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad, una combinación de la harina del determinismo con la levadura de la libertad humana para ver qué pastel salía. Digamos que fue un simple ejercicio de su infinita paciencia: poner al mismo hombre en circunstancia idéntica un incontable número de veces y esperar que no eligiese siempre la misma alternativa errónea, igual horror inevitable (los peor intencionados pensarán que eso no es paciencia desmedida, sino divina ingenuidad).
Pero un día se cansó de que el resultado del modelo fuera invariable y el producto de la libertad un alcázar de despropósitos. Así que dijo: “criaturas, ésta es la última”; y nos puso el tiempo en línea recta con una marca al principio y otra al final para que nos tomáramos en serio esto de la vida, para que invirtiéramos adecuadamente los talentos de la responsabilidad conscientes de que ya no habría vez siguiente.
Ni por ésas: la fábula de este segundo ensayo reproduce todas y cada una de las tonterías de que somos capaces.
Tal vez seamos incorregibles. Tal vez no sepamos qué hacer con la libertad. Tal vez lo que merezcamos no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.
martes, 20 de noviembre de 2007
La mayor idiotez o Un mundo menos imperfecto II
Iba a publicar otra cosa. Juro que la tengo escrita. Un momento de poderío mío sobre mí me lo ha permitido. Es algo aséptico, irónico, pseudo-filosófico, pseudo-teológico… Miento, no es aséptico; pero es genérico, y eso suaviza siempre la mala… Dicho más suavemente: le acomoda a uno en las nubes, con el arpa en las manos y unas cuantas chorradas alrededor de su “angélica estupidez”. Mañana –espero– lo “colgaré” aquí (¿se dice así, no?). Por si no se me cree, lleva palabras como éstas: “…A partir de ahí, la consecuencia es fácil: para qué vamos a amargarnos la existencia…”, “…Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo…”, “fue el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad…”, “…no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.”
Iba a publicar otra cosa, pero me ha dado un ataque de espanto en la memoria. En realidad, llevo todo el día bajo los efectos de ese ataque contabilizando sus “daños colaterales”, que quedan del mismo lado que las heridas de ayer… Pero ampliadas, incrementadas, hiperbolizadas… No diré por qué. No haré preguntas finales de intención perversa… No presupondré soluciones viables. Hoy sólo hay dolor… y un punto enorme, gordísimo, extenso –por consecuencia, un punto que pierde la condición de tal y se hace cartesiana sustancia– de mala l… hacia el mundo, por el mundo y desde el mundo nuestro de cada día.
Únicamente quienes lo viven, podrán entenderme. Brindo por ellos con un bote de cerveza “Amsterdan Mariner Premiun Lager”, con un 4,8 % de alcohol, claramente insuficiente para olvidar que uno es un profesional de la educación.
¡No hay mayor idiotez, hoy en día!
Iba a publicar otra cosa, pero me ha dado un ataque de espanto en la memoria. En realidad, llevo todo el día bajo los efectos de ese ataque contabilizando sus “daños colaterales”, que quedan del mismo lado que las heridas de ayer… Pero ampliadas, incrementadas, hiperbolizadas… No diré por qué. No haré preguntas finales de intención perversa… No presupondré soluciones viables. Hoy sólo hay dolor… y un punto enorme, gordísimo, extenso –por consecuencia, un punto que pierde la condición de tal y se hace cartesiana sustancia– de mala l… hacia el mundo, por el mundo y desde el mundo nuestro de cada día.
Únicamente quienes lo viven, podrán entenderme. Brindo por ellos con un bote de cerveza “Amsterdan Mariner Premiun Lager”, con un 4,8 % de alcohol, claramente insuficiente para olvidar que uno es un profesional de la educación.
¡No hay mayor idiotez, hoy en día!
lunes, 19 de noviembre de 2007
Un mundo menos imperfecto
Se me ha ido la mañana en investigaciones indeseadas, en preguntas a dolores sociales de nuestros días, en indagaciones sobre responsables en peleas de parque entre adolescentes (chicas, por cierto: todo un logro para la igualdad de “género”) con foro multitudinario y convocatoria por Messenger incluidos, con asistencia masiva de ávidos espectadores y móviles-cámara en ristre para que YouTube prolongue el espectáculo…
No era así. Puedo jurar que no era así. Yo he conocido un mundo distinto cuyos autores compartían con éste todo su mapa genético y, sin embargo, no era así. Se vivía menos, se comía peor. Las vacaciones eran un raro y breve privilegio. Se escribía con bolígrafos Bic de punta fina y se llamaba a los amigos por medio de teléfonos en los que el dedo tenía que introducirse en los agujeros de una rueda giratoria. Se iba de vez en cuando al cine, en el barrio, para ver las películas que se habían estrenado en la Gran Vía unos meses antes. Las fotografías se hacían con unas máquinas enormes y tardaban una semana en revelarse. No había calefacción en la mayoría de las casas, ni aire acondicionado en ninguna… No sé si la gente era menos culta, pero era mejor; creía en cosas que le hacía ser mejor, incluso querer ser mejor. No se había acomodado aún el alma del hombre a la caricatura de los chimpancés, ni relativizado el valor en el sarcasmo de las convenciones. Los adolescentes hacían insensateces de adolescentes, no atrocidades de mafiosos. En las clases había un “cabezón” (yo, por ejemplo), y un “orejas”, y un “gordo”… Pero su dignidad estaba a salvo, protegida por una especie de sabiduría innata de todos hacia todos. Si uno tenía sus diferencias con cualquiera, pronunciaba la frase terrible: “te espero en la calle”. Y se esperaban, solos, sin espectáculo ni espectadores. Se daban tres o cuatro tortas, y si pasaba un colega, intentaba separarlos, no grabarlos con ninguna cámara de nada. Cuando se descubría, había, por supuesto, castigo escolar. Y les dejaban sin comer encerrados en un aula. Y se hacían amigos íntimos (un abrazo, Galiana, por si puedes leer esto y recordar esa amistad, así nacida, que se fue con la vuelta de campana de un maldito 600 el 19 de julio del 69).
¿Qué ha pasado? ¿Por qué no se detiene el mundo un cuarto de hora y se pone a pensar? ¿Por qué no se pregunta si tiene claro lo que entiende por progreso, si los dos tercios de su remordimiento han dejado de ser población de real remordimiento, si el “tercio privilegiado” es mejor, no si vive más confortablemente, sino "si es mejor"?
¿No hay responsables de esto? ¿Tiene acaso menos importancia que un fraude inmobiliario, o bancario, o el preocupante cambio climático?...
Estas preguntas indican, una vez más, que no me entero de nada y que, además, estoy de sobra. Porque, sin duda, este mundo es menos imperfecto.
No era así. Puedo jurar que no era así. Yo he conocido un mundo distinto cuyos autores compartían con éste todo su mapa genético y, sin embargo, no era así. Se vivía menos, se comía peor. Las vacaciones eran un raro y breve privilegio. Se escribía con bolígrafos Bic de punta fina y se llamaba a los amigos por medio de teléfonos en los que el dedo tenía que introducirse en los agujeros de una rueda giratoria. Se iba de vez en cuando al cine, en el barrio, para ver las películas que se habían estrenado en la Gran Vía unos meses antes. Las fotografías se hacían con unas máquinas enormes y tardaban una semana en revelarse. No había calefacción en la mayoría de las casas, ni aire acondicionado en ninguna… No sé si la gente era menos culta, pero era mejor; creía en cosas que le hacía ser mejor, incluso querer ser mejor. No se había acomodado aún el alma del hombre a la caricatura de los chimpancés, ni relativizado el valor en el sarcasmo de las convenciones. Los adolescentes hacían insensateces de adolescentes, no atrocidades de mafiosos. En las clases había un “cabezón” (yo, por ejemplo), y un “orejas”, y un “gordo”… Pero su dignidad estaba a salvo, protegida por una especie de sabiduría innata de todos hacia todos. Si uno tenía sus diferencias con cualquiera, pronunciaba la frase terrible: “te espero en la calle”. Y se esperaban, solos, sin espectáculo ni espectadores. Se daban tres o cuatro tortas, y si pasaba un colega, intentaba separarlos, no grabarlos con ninguna cámara de nada. Cuando se descubría, había, por supuesto, castigo escolar. Y les dejaban sin comer encerrados en un aula. Y se hacían amigos íntimos (un abrazo, Galiana, por si puedes leer esto y recordar esa amistad, así nacida, que se fue con la vuelta de campana de un maldito 600 el 19 de julio del 69).
¿Qué ha pasado? ¿Por qué no se detiene el mundo un cuarto de hora y se pone a pensar? ¿Por qué no se pregunta si tiene claro lo que entiende por progreso, si los dos tercios de su remordimiento han dejado de ser población de real remordimiento, si el “tercio privilegiado” es mejor, no si vive más confortablemente, sino "si es mejor"?
¿No hay responsables de esto? ¿Tiene acaso menos importancia que un fraude inmobiliario, o bancario, o el preocupante cambio climático?...
Estas preguntas indican, una vez más, que no me entero de nada y que, además, estoy de sobra. Porque, sin duda, este mundo es menos imperfecto.
domingo, 18 de noviembre de 2007
El tacto y la vida
Hace frío. Ya decía yo el jueves que este otoño nos había salido tardo-melancólico, que andaba con prisas quitando las hojas de aquí y de allá, como un escolar perezoso que se ha dejado para el último mes casi todas las materias pendientes. Y así está, no dando abasto, amontonando alfombras a puntadas de oro impacientes por todas partes, advirtiéndonos de que piensa llover (¿será verdad?) mañana por la tarde, sacudiéndonos la piel con tiritonas inesperadas. Y es que es ahí, en la piel, donde sentimos la verdad del tiempo y de todo lo demás. La vista y el oído nos sirven para configurar la realidad primero, para sentirla después; el tacto, sin embargo, es sensibilidad en bruto.
“No he podido evitar avanzar de esas manos a esos brazos, de esos brazos a ese cuerpo, de ese cuerpo a esa alma…” Días atrás (Un lujo de la evolución) me refería en estos términos al recorrido por que se lanza la imaginación en busca de la realidad humana que hubo alguna vez tras los objetos de los museos. Pero a veces, como también ya he dicho, ese trayecto es inverso. A veces es el alma quien se arroja al cuerpo, quien viaja a los brazos y salta a las manos y se aloja en las yemas de los dedos. Y quiere ser caricia, sólo caricia, tacto vertebrador de la sensibilidad en el sentimiento, del sentimiento en la sensibilidad. Entonces no queremos saber, sino sentir; no buscamos un conocimiento, sino una emoción, o mejor, una conmoción. Acariciamos el mundo para hacerlo; pero también para amar, para consolar, para fortalecer, incluso, para soñar. Sucede a veces que los ojos no pretenden ver ni los oídos oír; sucede que únicamente pretendemos sentir a flor de piel, a flor de alma, el suave confirmarse de la vida en el extremo de una caricia sutil, de un inesperado roce...
Como la mano inviable de María de Magdala en todos los noli me tangere, como el dedo Adán en la Capilla Sixtina arrojado al anhelo de una divina tangencia…
“No he podido evitar avanzar de esas manos a esos brazos, de esos brazos a ese cuerpo, de ese cuerpo a esa alma…” Días atrás (Un lujo de la evolución) me refería en estos términos al recorrido por que se lanza la imaginación en busca de la realidad humana que hubo alguna vez tras los objetos de los museos. Pero a veces, como también ya he dicho, ese trayecto es inverso. A veces es el alma quien se arroja al cuerpo, quien viaja a los brazos y salta a las manos y se aloja en las yemas de los dedos. Y quiere ser caricia, sólo caricia, tacto vertebrador de la sensibilidad en el sentimiento, del sentimiento en la sensibilidad. Entonces no queremos saber, sino sentir; no buscamos un conocimiento, sino una emoción, o mejor, una conmoción. Acariciamos el mundo para hacerlo; pero también para amar, para consolar, para fortalecer, incluso, para soñar. Sucede a veces que los ojos no pretenden ver ni los oídos oír; sucede que únicamente pretendemos sentir a flor de piel, a flor de alma, el suave confirmarse de la vida en el extremo de una caricia sutil, de un inesperado roce...
Como la mano inviable de María de Magdala en todos los noli me tangere, como el dedo Adán en la Capilla Sixtina arrojado al anhelo de una divina tangencia…
sábado, 17 de noviembre de 2007
Vieja Europa
(Demasiado largo. Perdonad, no lo merece la punta del iceberg, pero sí la ignorada parte sumergida. Mañana será más corto; o no será, para compensar).
La vieja Europa no es ya una vieja cultura, una ancestral civilización. Europa es un mundo viejo, o mejor dicho, un mundo chocho. Porque chochea, qué duda cabe. No hay día que no compita consigo misma en baremos de idiotez. Es como lo de la “medalla del amor”, pero cambiando el predicado: “hoy soy más tonta que ayer, pero menos que mañana”. Ayer, por ejemplo, al azar de las melancolías vespertinas, leí por estas redes la propuesta cartelera de Eurostar, que quiere promocionar el turismo londinense a la sombra de los beneficios de ese velocísimo tren, que, por debajo del Canal de la Mancha, une París con Londres dejando zanjada, definitivamente, la Guerra de los Cien años y el asuntillo aquel de Juana de Arco. La campaña, “inteligente” sin duda, muestra entre sus ofertas a un fornido skin head, con todos los atributos de la animalidad (y la cruz de San Jorge, por cierto, pintada en su espalda desnuda) frente al arco poderoso de una grandiosa meada que certeramente atina en una delicada taza de té. Me importa un comino la cursilada del té de las cinco, lo mío es el bourbon y/o la cerveza a cualquier hora, pero leo en el gesto señales idiotas, pedradas al propio tejado, calambres de debilidad cultural (o mental) a cambio de la venta de un lamentable billete.
Al parecer, los “intelectuales del marketing” confían, para el éxito de su iniciativa, en dos cosas: el buen humor de los ingleses y lo atractivo de aquélla para los turistas franceses y belgas. Si yo fuera inglés, francés o belga me sentiría insultado por esa declaración de intenciones. Si lo primero, porque maldita la gracia que tiene que lo más seductor de mi capital sea un animal trazando hipérbolas de orines sobre una taza, por muy de té que sea. Si lo segundo y tercero, porque los intereses que me presuponen son de admiración a la gorrina barbarie de un bípedo implume por casualidad. Afortunadamente no soy inglés, francés, etc., aunque no tengo muy claro mi patrio consistir: hay cierto lío con esto últimamente. Lo malo es que la campaña tendrá éxito, es decir, que quien “piensa mal”, acierta, como dice un refrán popular.
Tiene Occidente enemigos externos que cometen crímenes terribles, pero dentro tiene una corte de “ocurrentes”, negociantes e ideólogos, infinitamente más peligrosa. Aquéllos matan, amputan y duelen al hombre de bien hasta la raíz del alma. Los otros no se manchan de sangre, sólo minan, desmoronan, corrompen silenciosamente, gangrenan la sociedad y los valores. Engordan sus arcas con la siembra de una podredumbre que va dejando regueros de gente vacía. Son malabaristas del totalitarismo más despreciable que hace cuanto le viene en gana, luego de haber “convencido” a todos y cada uno de que son cada uno y todos quienes así lo quieren. Realmente la publicidad del meón no es más que una anécdota, un grano entre granos, un chiste grotesco. Hay infinidad de indicadores, aún peores, que saltan a diario, pequeños manuales de cómo convertir un millón de cabezas en una idea rentable… ¡y única!
Las culturas se mueren después de chochear un tiempo, el cual suelen dedicar al sexo de los ángeles o de cualquier cosa. No sé qué tendrá el sexo, sea de ángeles, sea de menos ángeles, que huele a muerte, históricamente hablando. Las narices entrenadas debieran preocuparse cuando aquél ocupa las inquietudes intelectuales de los súbditos de su tiempo. Y no lo digo por la meada del cartel, que corresponde a otra función del “órgano indudable” para todos los descerebrados, sino por la enorme tristeza de ver el poquito contenido del escaso continente… que nos queda.
La vieja Europa no es ya una vieja cultura, una ancestral civilización. Europa es un mundo viejo, o mejor dicho, un mundo chocho. Porque chochea, qué duda cabe. No hay día que no compita consigo misma en baremos de idiotez. Es como lo de la “medalla del amor”, pero cambiando el predicado: “hoy soy más tonta que ayer, pero menos que mañana”. Ayer, por ejemplo, al azar de las melancolías vespertinas, leí por estas redes la propuesta cartelera de Eurostar, que quiere promocionar el turismo londinense a la sombra de los beneficios de ese velocísimo tren, que, por debajo del Canal de la Mancha, une París con Londres dejando zanjada, definitivamente, la Guerra de los Cien años y el asuntillo aquel de Juana de Arco. La campaña, “inteligente” sin duda, muestra entre sus ofertas a un fornido skin head, con todos los atributos de la animalidad (y la cruz de San Jorge, por cierto, pintada en su espalda desnuda) frente al arco poderoso de una grandiosa meada que certeramente atina en una delicada taza de té. Me importa un comino la cursilada del té de las cinco, lo mío es el bourbon y/o la cerveza a cualquier hora, pero leo en el gesto señales idiotas, pedradas al propio tejado, calambres de debilidad cultural (o mental) a cambio de la venta de un lamentable billete.
Al parecer, los “intelectuales del marketing” confían, para el éxito de su iniciativa, en dos cosas: el buen humor de los ingleses y lo atractivo de aquélla para los turistas franceses y belgas. Si yo fuera inglés, francés o belga me sentiría insultado por esa declaración de intenciones. Si lo primero, porque maldita la gracia que tiene que lo más seductor de mi capital sea un animal trazando hipérbolas de orines sobre una taza, por muy de té que sea. Si lo segundo y tercero, porque los intereses que me presuponen son de admiración a la gorrina barbarie de un bípedo implume por casualidad. Afortunadamente no soy inglés, francés, etc., aunque no tengo muy claro mi patrio consistir: hay cierto lío con esto últimamente. Lo malo es que la campaña tendrá éxito, es decir, que quien “piensa mal”, acierta, como dice un refrán popular.
Tiene Occidente enemigos externos que cometen crímenes terribles, pero dentro tiene una corte de “ocurrentes”, negociantes e ideólogos, infinitamente más peligrosa. Aquéllos matan, amputan y duelen al hombre de bien hasta la raíz del alma. Los otros no se manchan de sangre, sólo minan, desmoronan, corrompen silenciosamente, gangrenan la sociedad y los valores. Engordan sus arcas con la siembra de una podredumbre que va dejando regueros de gente vacía. Son malabaristas del totalitarismo más despreciable que hace cuanto le viene en gana, luego de haber “convencido” a todos y cada uno de que son cada uno y todos quienes así lo quieren. Realmente la publicidad del meón no es más que una anécdota, un grano entre granos, un chiste grotesco. Hay infinidad de indicadores, aún peores, que saltan a diario, pequeños manuales de cómo convertir un millón de cabezas en una idea rentable… ¡y única!
Las culturas se mueren después de chochear un tiempo, el cual suelen dedicar al sexo de los ángeles o de cualquier cosa. No sé qué tendrá el sexo, sea de ángeles, sea de menos ángeles, que huele a muerte, históricamente hablando. Las narices entrenadas debieran preocuparse cuando aquél ocupa las inquietudes intelectuales de los súbditos de su tiempo. Y no lo digo por la meada del cartel, que corresponde a otra función del “órgano indudable” para todos los descerebrados, sino por la enorme tristeza de ver el poquito contenido del escaso continente… que nos queda.
viernes, 16 de noviembre de 2007
La busca
Me dijeron que estaba… no sé dónde,
no puedo recordar dónde dijeron,
qué nombre de qué calle la ocultaba,
qué rincón de ciudad la confundía.
Pero alguien me lo dijo. Desde entonces
no puedo sino andar las avenidas
de portal en portal, de plaza en plaza.
Cuando las noches en invierno hieren,
duermo en los bancos de los bulevares,
me visto de suburbios, bebo sombras
si la sed de un mal sueño me acobarda…
El alba huele a escombros y a derrota,
a cartones quemados, a tristeza.
Y pregunto otra vez, y alguien me dice
que sí, que sigue allí, que está seguro
porque un día cruzó frente a sus lágrimas.
Me dan su dirección y su teléfono.
Y se niega de pronto la memoria.
Y me pongo en camino, no sabiendo
que no sé dónde está... Pero me aguarda.
(noviembre, 2007)
jueves, 15 de noviembre de 2007
Psicopedagogías de otoño
A la hora de resolver cualquier problema en un período determinado de tiempo, los escolares se dividen en tres categorías: los ansiosos, los cerebrales y los tardo-melancólicos. Los primeros, comúnmente llamados “agonías”, quieren solucionarlo todo en el primer cuarto de hora del intervalo disponible. Sus resultados suelen ser un desastre. Los cerebrales, también conocidos como “cuadriculados”, dosifican esfuerzos, ponderan los plazos, acomodan las respuestas al curso sosegado de las preguntas y alcanzan soluciones de solucionario. Finalmente están los tardo-melancólicos, a los que solemos referirnos como “dejados”; son la antítesis del ansioso: se ocupan del problema media hora antes de que expire el plazo, aunque sus conclusiones son tan desastrosas como las de aquél.
Como en todas las tipologías, podríamos decir que no existen tipos puros, o mejor, que afortunadamente no existen tipos puros. Se me antoja poco deseable la convivencia con ninguno de ellos. El primero y el último agotan el sistema nervioso de cualquiera; el segundo es un pedante en la especie que le hace a uno añorar la maza y la carrera en pos del mamut de cada día. No resulta fácil ponerse aristotélico y buscar la virtud medianera entre tres imperfectas perfecciones. Así que lo más justo es concluir que esta tipología no sirve para nada, que es lo mismo para lo que sirven las psicopedagogías cientificoides que lo único que hacen es acumular estadísticas para elaborar tipos y poder aplicar después las correspondientes etiquetas; y una vez aplicadas, reconvertir los productos mediante el cambio de aquéllas hasta la asignación, siempre inviable, de la etiqueta estelar, de la “buena” de verdad, de la que hace del niño coñazo un niño normal (?).
Afortunadamente, mi tipología es polivalente y puedo aplicarla a lo que me dé la gana. Por ejemplo, a este otoño que nos ha salido tardo-melancólico, que se ha tirado mes y medio coqueteando con el veranillo de San Miguel y se ha dado cuenta, de pronto, de que tenía un montón de deberes pendientes. Así, lleva dos días de agobio, arrancando de prisa y corriendo las hojas de los árboles desconcertados, bajando las temperaturas con angustiosa precipitación, despertando estornudos y “moqueras” incontinentes. Pero, claro, se le olvida algo, se le olvida la lluvia, fundamental para todos y, en especial, para mí.
Como sigamos así, se me va a secar el blog.
Como en todas las tipologías, podríamos decir que no existen tipos puros, o mejor, que afortunadamente no existen tipos puros. Se me antoja poco deseable la convivencia con ninguno de ellos. El primero y el último agotan el sistema nervioso de cualquiera; el segundo es un pedante en la especie que le hace a uno añorar la maza y la carrera en pos del mamut de cada día. No resulta fácil ponerse aristotélico y buscar la virtud medianera entre tres imperfectas perfecciones. Así que lo más justo es concluir que esta tipología no sirve para nada, que es lo mismo para lo que sirven las psicopedagogías cientificoides que lo único que hacen es acumular estadísticas para elaborar tipos y poder aplicar después las correspondientes etiquetas; y una vez aplicadas, reconvertir los productos mediante el cambio de aquéllas hasta la asignación, siempre inviable, de la etiqueta estelar, de la “buena” de verdad, de la que hace del niño coñazo un niño normal (?).
Afortunadamente, mi tipología es polivalente y puedo aplicarla a lo que me dé la gana. Por ejemplo, a este otoño que nos ha salido tardo-melancólico, que se ha tirado mes y medio coqueteando con el veranillo de San Miguel y se ha dado cuenta, de pronto, de que tenía un montón de deberes pendientes. Así, lleva dos días de agobio, arrancando de prisa y corriendo las hojas de los árboles desconcertados, bajando las temperaturas con angustiosa precipitación, despertando estornudos y “moqueras” incontinentes. Pero, claro, se le olvida algo, se le olvida la lluvia, fundamental para todos y, en especial, para mí.
Como sigamos así, se me va a secar el blog.
miércoles, 14 de noviembre de 2007
"Palabras, palabras, palabras..."
Al principio pensaba que era un problema mío, porque hablaba “raro”, como dicen quejosamente algunos de mis alumnos. O le echaba la culpa a la asignatura que Dios me dio, la Filosofía, que –reconozco– es un poco perversa en formas y fondos: eso de que no le entiendan a uno cuando explica a Kant resulta bastante corriente. Pero empecé a sospechar que la responsabilidad de mi incomprensión no era del todo mía cuando ésta se extendió a hechos más académicamente cotidianos y, desde luego, nada técnicos. Por ejemplo, yo digo: “el martes haremos un examen de Platón”. Inmediatamente, la voz de un alumno se abre paso en el murmullo de general contrariedad: “¿entra Aristóteles?”. Primera incertidumbre sobre la claridad de mi discurso: “no, he dicho Platón, sólo Platón”. A renglón seguido, una segunda angustia se proclama: “entonces, ¿qué día hacemos el examen de Platón?”. Noto que la incertidumbre empieza a sospechar de sí misma: “el martes, he dicho el martes, el MAR-TES” (el alumno que me ha preguntado si entraba Aristóteles me mira con una sonrisa de complicidad que parece decir: “éste no se ha enterado de nada”). Pero cuando la incertidumbre se vuelve absoluta certidumbre de mi inocencia, es cuando un tercer discípulo inquiere con genial desparpajo: “oiga, ¿por qué no hacemos un examen de Platón?”...
No pretendo justificarme a costa de la juventud que me padece. Esta mañana, sin ir más lejos, he mantenido una conversación telefónica de veinte minutos de mi vida con el padre de un alumno. Lo malo es que la quaestio y la solutio se habían consumado en los tres primeros. Los diecisiete restantes han consistido en mera alteración del orden de las palabras y polifónico vigor de las entonaciones. Para colmo, en la despedida he podido constatar que mi interlocutor seguía pensando lo mismo que antes de descolgar el teléfono.
En varias ocasiones me he referido al vacuo hablar que hoy se habla, como si nada de lo que se dice importase a quien lo dice, ni nada de lo que se escucha a quien lo escucha. Tengo –cada vez más– la impresión de que nadie se entera de nada, todo lo más de los titulares, y no estoy muy seguro. Lo nuestro es un parloteo canoro, un diálogo de besugos, un cacareo en alborada de corral. Y da lo mismo dónde coloque uno la alerta, puede ser un aula, o un café, o un debate televisivo, o una cumbre de mandatarios, o la cola del pescado o de la charcutería… Parece que la gente habla para que los demás piensen que piensa, o para pensar cada uno que, de verdad, él sí lo hace.
Y se lo creen; por eso cuando acaban de hablar, siguen pensando lo mismo.
No pretendo justificarme a costa de la juventud que me padece. Esta mañana, sin ir más lejos, he mantenido una conversación telefónica de veinte minutos de mi vida con el padre de un alumno. Lo malo es que la quaestio y la solutio se habían consumado en los tres primeros. Los diecisiete restantes han consistido en mera alteración del orden de las palabras y polifónico vigor de las entonaciones. Para colmo, en la despedida he podido constatar que mi interlocutor seguía pensando lo mismo que antes de descolgar el teléfono.
En varias ocasiones me he referido al vacuo hablar que hoy se habla, como si nada de lo que se dice importase a quien lo dice, ni nada de lo que se escucha a quien lo escucha. Tengo –cada vez más– la impresión de que nadie se entera de nada, todo lo más de los titulares, y no estoy muy seguro. Lo nuestro es un parloteo canoro, un diálogo de besugos, un cacareo en alborada de corral. Y da lo mismo dónde coloque uno la alerta, puede ser un aula, o un café, o un debate televisivo, o una cumbre de mandatarios, o la cola del pescado o de la charcutería… Parece que la gente habla para que los demás piensen que piensa, o para pensar cada uno que, de verdad, él sí lo hace.
Y se lo creen; por eso cuando acaban de hablar, siguen pensando lo mismo.
martes, 13 de noviembre de 2007
Un objeto molesto
Lo he puesto en un rincón de la mesa, detrás de los altavoces del ordenador que, por cierto, no funcionan. Luego me he sentido inquieto, me distraía tenerlo tan cerca y no podía evitar mirarlo de cuando en cuando. Así que lo he guardado en el primer cajón de la otra mesa, la que queda a mi izquierda, la que parece, la que sigue pareciendo por mucho que me empeñe en lo contrario, una papelería anarquista. Y nada; otra vez igual. Ahora no lo veía, es cierto, pero no podía ignorar que estaba ahí. Un poco enfadado –últimamente me enfado con una facilidad pasmosa–, lo he sacado de su embarullada residencia (hay que ver el cajón para comprender el epíteto) y me lo he llevado a la estantería que queda a mi espalda cuando escribo. He sacado los tres tomos de las “Obras escogidas” de Lope y lo he embutido detrás con impaciencia evidente. Cuando he vuelto a sentarme, ha empezado a dolerme la nuca, y la espalda, y el respaldo de la espalda, y las patas traseras de la silla…
No sé qué hacer con él. Me molesta, me abruma, me distrae, me confunde. He estado indagando por cuánto podría venderlo. Una miseria: la oferta más alta no ha llegado a cincuenta euros; además, el supuesto comprador tenía un gesto despectivo y una intención improbable. Así que, nada: vuelta casa para dejarlo en su sitio. Y volver a trabajar con sus vacíos y sus zarandajas, con la aburrida puntualidad de sus averías y las advertencias inquietantes de su silencio, con su mal engrasada tristeza, con su narcisista obsesión de no dejarme en paz…
No sé qué hacer con él. No sé dónde poner el corazón que no moleste.
No sé qué hacer con él. Me molesta, me abruma, me distrae, me confunde. He estado indagando por cuánto podría venderlo. Una miseria: la oferta más alta no ha llegado a cincuenta euros; además, el supuesto comprador tenía un gesto despectivo y una intención improbable. Así que, nada: vuelta casa para dejarlo en su sitio. Y volver a trabajar con sus vacíos y sus zarandajas, con la aburrida puntualidad de sus averías y las advertencias inquietantes de su silencio, con su mal engrasada tristeza, con su narcisista obsesión de no dejarme en paz…
No sé qué hacer con él. No sé dónde poner el corazón que no moleste.
lunes, 12 de noviembre de 2007
Entre “Caminito” y Delfos revertido
Hoy he vuelto a poner tangos en el coche, como haciendo un ejercicio de heroica arrogancia o una práctica de psicología experimental para ver hasta dónde era cierto eso que dije el otro día de que ahora me duelen. Y no he notado diferencia; no con otros dolores de otras cosas que últimamente han esmerado el arte de dañar por esto o por lo otro, por cualquier motivo que salte entre las horas con el pulso entrenado de un tirador perverso. Y no hablo tanto de los tangos por adjetivación gentilicia de mi vida o mi memoria, sino por una rara costumbre de la melancolía.
Con ella he vuelto hoy canturreando “Caminito”, en desigual dúo con Gardel, con las cuatro ventanillas subidas, no me fueran a oír en los semáforos. Y con ellos, pensando que la vida es un ir que no quiere llegar a Delfos. Porque en Delfos no se lee el futuro sino el pasado. Porque tarde o temprano somos nosotros quienes nos sentamos sobre el trípode y bebemos de la fuente de Castalia y descubrimos la verdad, entrañada y al mismo tiempo extraña. Todo está con nosotros, todo estaba en nosotros. Ése es el misterio a que damos la espalda, ése el conocerse reflexivo que proclamaba el templo de Apolo y luego se apropiara Sócrates. No se trata de ninguna recaída en fatales determinismos. No nos dice Delfos que lo que fue es lo que tenía que ser en cualquier caso, nos dice lo que somos mientras vemos lo que hemos dejado de hacer. Nos arroja la voluntad eludida frente a los hechos a que nos abandonamos. Tampoco es juicio ni castigo, porque Delfos ni juzga ni condena: es lectura del "talento" prestado y de su cobarde enterramiento.
Por eso nunca es la propia una carga ligera. Hay que entrenar mucho al corazón para que siga tirando del cuerpo: la gallardía siempre se ha ejercitado en coordenadas inhóspitas.
Se ha acabado el tango con su inevitable acopio de renuncias:
…yo a tu lado quisiera caer
y que el tiempo nos mate a los dos.
Porque no es plato de buen gusto descubrir que el augurio no es sino la biografía que no supimos escribir.
Seguiré sus pasos...
Caminito, adiós.
Con ella he vuelto hoy canturreando “Caminito”, en desigual dúo con Gardel, con las cuatro ventanillas subidas, no me fueran a oír en los semáforos. Y con ellos, pensando que la vida es un ir que no quiere llegar a Delfos. Porque en Delfos no se lee el futuro sino el pasado. Porque tarde o temprano somos nosotros quienes nos sentamos sobre el trípode y bebemos de la fuente de Castalia y descubrimos la verdad, entrañada y al mismo tiempo extraña. Todo está con nosotros, todo estaba en nosotros. Ése es el misterio a que damos la espalda, ése el conocerse reflexivo que proclamaba el templo de Apolo y luego se apropiara Sócrates. No se trata de ninguna recaída en fatales determinismos. No nos dice Delfos que lo que fue es lo que tenía que ser en cualquier caso, nos dice lo que somos mientras vemos lo que hemos dejado de hacer. Nos arroja la voluntad eludida frente a los hechos a que nos abandonamos. Tampoco es juicio ni castigo, porque Delfos ni juzga ni condena: es lectura del "talento" prestado y de su cobarde enterramiento.
Por eso nunca es la propia una carga ligera. Hay que entrenar mucho al corazón para que siga tirando del cuerpo: la gallardía siempre se ha ejercitado en coordenadas inhóspitas.
Se ha acabado el tango con su inevitable acopio de renuncias:
…yo a tu lado quisiera caer
y que el tiempo nos mate a los dos.
Porque no es plato de buen gusto descubrir que el augurio no es sino la biografía que no supimos escribir.
Seguiré sus pasos...
Caminito, adiós.
domingo, 11 de noviembre de 2007
Dichoso en la mentira
Esta noche he soñado con Rama, ese interlocutor ausente que ha salido ya por estas oscuridades en algunas ocasiones. Alguien, otra sombra querida que ya tampoco podré ver por las calles, me preguntaba si había vuelto conmigo. Yo respondía que no, que él estaba en otra parte, en un lugar que, por el juego de la memoria con los sueños, no puedo ahora precisar cuál era. Me disponía yo a sacarle para dar un paseo, un paseo de esos de soledad humana que no duele y que sólo comprenden quienes caminan junto a un perro por un parque sin gente.
Era un sueño habitado por otras ausencias cuyos nombres me callo porque son dolorosos patrones del tiempo, porque son gotas de agua que amamos y nos alzaron sobre su flujo, y están ya en el vaso inferior de la clepsidra de nuestra memoria. Llueve a veces el alma desde abajo, loca precipitación nocturna que nos devuelve horas sin relojes, días sin calendario, gestos sin cara. Y un instante creemos que todo es reversible, que todo sigue siendo lo que fue, que aún podemos hablar con quienes no nos hablan…
Es una mentira piadosa de la vida que todavía tenemos; una ficción amable que se niega al olvido, una revolución en el valle de estas lágrimas que bañan nuestros trabajos y nuestros días:
…y es justo en la mentira ser dichoso… (Boscán. Soneto LXI)
Por desgracia, me desperté antes de dar el paseo.
Era un sueño habitado por otras ausencias cuyos nombres me callo porque son dolorosos patrones del tiempo, porque son gotas de agua que amamos y nos alzaron sobre su flujo, y están ya en el vaso inferior de la clepsidra de nuestra memoria. Llueve a veces el alma desde abajo, loca precipitación nocturna que nos devuelve horas sin relojes, días sin calendario, gestos sin cara. Y un instante creemos que todo es reversible, que todo sigue siendo lo que fue, que aún podemos hablar con quienes no nos hablan…
Es una mentira piadosa de la vida que todavía tenemos; una ficción amable que se niega al olvido, una revolución en el valle de estas lágrimas que bañan nuestros trabajos y nuestros días:
…y es justo en la mentira ser dichoso… (Boscán. Soneto LXI)
Por desgracia, me desperté antes de dar el paseo.
sábado, 10 de noviembre de 2007
La mirada de la edad
De joven no me ocurría. Había flores en primavera y hojas caídas en otoño; en invierno hacía frío y calor en verano. Desde luego era así: todo con ortodoxa pulcritud secuencial. El tiempo era un escenario al que apenas se prestaba atención, y si se le prestaba, era fingida, era un adorno común para decir lo que se suponía que había que decir en tal o cual mes del año. Puede que entonces fuera tan vida la vida que uno no podía resistirse a su secuestro, que uno no era capaz de ganar lejanías que le permitieran ver su espectáculo.
Con la edad, sin embargo, se va viviendo más afuera. El placer de la vejez no es sin más el recuerdo, sino el detalle. Su distancia, paradójicamente, agranda la minuciosa contemplación; su límite inevitable apura el deseo de la mirada. Vemos más con los ojos cansados de los años que con la radiante pupila de la juventud: si ésta mira, aquéllos reparan; si aquélla ve, éstos observan.
De joven no me ocurría. Primavera, verano, otoño… eran algo que periódicamente estaba ahí. Tenía uno demasiado tiempo para que el tiempo le impresionara. Ahora, sin embargo, una hoja caída puede ser un ensayo de tristezas; una gota de lluvia, un diccionario de melancolías.
Con la edad, sin embargo, se va viviendo más afuera. El placer de la vejez no es sin más el recuerdo, sino el detalle. Su distancia, paradójicamente, agranda la minuciosa contemplación; su límite inevitable apura el deseo de la mirada. Vemos más con los ojos cansados de los años que con la radiante pupila de la juventud: si ésta mira, aquéllos reparan; si aquélla ve, éstos observan.
De joven no me ocurría. Primavera, verano, otoño… eran algo que periódicamente estaba ahí. Tenía uno demasiado tiempo para que el tiempo le impresionara. Ahora, sin embargo, una hoja caída puede ser un ensayo de tristezas; una gota de lluvia, un diccionario de melancolías.
viernes, 9 de noviembre de 2007
El ciego y la mujer callada
…veo con ojos que sienten…
Goethe. Elegías romanas. Elegía V
A veces cruzas este jardín triste
y descubres de lejos mi mirada.
Te detienes entonces, y te acercas.
Te sientas junto a mí. No dices nada.
No soy capaz de verte; y, sin embargo,
oigo brillar el sol sobre tus lágrimas.
Atardecido, junto a mí te sientas
dejando al mundo ser de sus palabras.
Pasan a veces otros paseantes
y la tarde su soledad alarga.
Pero tú estás allí, frente a mis sombras;
la luz de tu silencio me acompaña.
(marzo, 2007)
Goethe. Elegías romanas. Elegía V
A veces cruzas este jardín triste
y descubres de lejos mi mirada.
Te detienes entonces, y te acercas.
Te sientas junto a mí. No dices nada.
No soy capaz de verte; y, sin embargo,
oigo brillar el sol sobre tus lágrimas.
Atardecido, junto a mí te sientas
dejando al mundo ser de sus palabras.
Pasan a veces otros paseantes
y la tarde su soledad alarga.
Pero tú estás allí, frente a mis sombras;
la luz de tu silencio me acompaña.
(marzo, 2007)
jueves, 8 de noviembre de 2007
La tangencia impresionista
De lejos parece que la mano de Turner ha pasado por allí; o que se ha deshecho Dios en pinceladas de oro sobre las copas taciturnas de los árboles. Uno regresa del trabajo por una carretera de grávida vulgaridad. Cruza una enorme llanura, seca hasta el dolor de la mirada, emborronada por un laberinto serpenteante de asfalto. Y de pronto le roza los ojos una remota arboleda, un regalo de luces de otoño prendido en las ramas y a punto casi de los olvidos del invierno. Uno tiene entonces la impresión de que la materia de que está hecho el mundo, incluso en su decadencia, incluso en el pórtico de su nada, le está dictando una lección sensual de rebeldía, le está queriendo atar a su inevitable belleza
Es como acercarse al cuerpo que se ama. Basta un roce, un contacto de debilidad sutil, y parece que el alma ya no quiere ser alma, o no simplemente alma, que necesita, más que nunca, su terrenal hospedaje. Que se desea piel, fibra, terminación nerviosa… Que se daría encadenada al mundo sin liberación posible. Y a Platón se le nublan las ideas, y a Aristóteles se le olvida la metafísica, y a Descartes se le bloquean las desavenencias entre las dos sustancias...
Supongo que es Hyde (¡otra vez!) quien por aquí está saliendo. Supongo que es él, brutalmente carnal, que acaba de escapárseme de casa.
Y todo por un roce sutil, por una tangencia casi impresionista.
Es como acercarse al cuerpo que se ama. Basta un roce, un contacto de debilidad sutil, y parece que el alma ya no quiere ser alma, o no simplemente alma, que necesita, más que nunca, su terrenal hospedaje. Que se desea piel, fibra, terminación nerviosa… Que se daría encadenada al mundo sin liberación posible. Y a Platón se le nublan las ideas, y a Aristóteles se le olvida la metafísica, y a Descartes se le bloquean las desavenencias entre las dos sustancias...
Supongo que es Hyde (¡otra vez!) quien por aquí está saliendo. Supongo que es él, brutalmente carnal, que acaba de escapárseme de casa.
Y todo por un roce sutil, por una tangencia casi impresionista.
miércoles, 7 de noviembre de 2007
Mister Hyde
Es como enemistarse con uno; o, todo lo contrario, reconciliarse con uno mismo. Entre las siete y las ocho de la tarde, desde hace nueve meses, desde un veinte de febrero de apariencia inocua… Parece una subida de fiebre de las que acompañan los estados mórbidos prolongados. Me siento incómodo, inquieto, molesto con las cosas, un poco irritable. Y no puedo hacer nada; nada que no sea sentarme ante el teclado y escribir un racimo de tontadas. En varias ocasiones he intentado evitarme. Pero a Jekyll le puede la curiosidad científica.
Creo que no es maldad exactamente, pero sí tenebrosidad. Hyde tiene un territorio oscuro en todos. Y hace lo que le da la gana en cuanto halla el más mínimo resquicio en el sótano de nuestros laboratorios. Dejarle salir, de vez en cuando, es un alivio para cualquiera. Sus paseos por la vida resultan sorprendentes: desde el ridículo a la ira, pasando por el rechazo de los otros o la confusa seducción de algunos. No está mal, insisto, que se nos vaya de vez en cuando. El problema es que lo quiera hacer siempre, que se haga con un horario fijo, que quiera invadir la casa entera de Jekyll. Pero a éste le puede la curiosidad científica y le da alas. Peligrosas alas sin duda, porque en varias ocasiones ha intentado suspender el experimento y no ha sido capaz.
¿Acaso busca Hyde decir algo? Pues no lo sé con exactitud: un mentiroso compulsivo como él no es de fiar. Sin embargo, a veces me parece que sí quiere hacerlo; es más, quiere decírselo a alguien. Lo que me inquieta, y en el fondo me apena, es que ese “alguien” pueda ser yo.
Una pregunta entonces, oscuro compañero: ¿por qué no “te piensas”, sin más, en el sombrío laboratorio de Jekyll? No querrás acabar con él, ¿verdad?
Creo que no es maldad exactamente, pero sí tenebrosidad. Hyde tiene un territorio oscuro en todos. Y hace lo que le da la gana en cuanto halla el más mínimo resquicio en el sótano de nuestros laboratorios. Dejarle salir, de vez en cuando, es un alivio para cualquiera. Sus paseos por la vida resultan sorprendentes: desde el ridículo a la ira, pasando por el rechazo de los otros o la confusa seducción de algunos. No está mal, insisto, que se nos vaya de vez en cuando. El problema es que lo quiera hacer siempre, que se haga con un horario fijo, que quiera invadir la casa entera de Jekyll. Pero a éste le puede la curiosidad científica y le da alas. Peligrosas alas sin duda, porque en varias ocasiones ha intentado suspender el experimento y no ha sido capaz.
¿Acaso busca Hyde decir algo? Pues no lo sé con exactitud: un mentiroso compulsivo como él no es de fiar. Sin embargo, a veces me parece que sí quiere hacerlo; es más, quiere decírselo a alguien. Lo que me inquieta, y en el fondo me apena, es que ese “alguien” pueda ser yo.
Una pregunta entonces, oscuro compañero: ¿por qué no “te piensas”, sin más, en el sombrío laboratorio de Jekyll? No querrás acabar con él, ¿verdad?
martes, 6 de noviembre de 2007
El amor y la verdad harapienta
No está al alcance de todos, aunque esté en la posibilidad de cualquiera. Eso nos dice, al menos, lo que vemos cada día; o lo que cada día vemos menos, que no está el paladar de los tiempos para manjares selectos. No tiene el amor ningún futuro, incluso la palabra parece teñida de una especie de ñoñería decimonónica que vuelve un poco vergonzante su articulación. Por eso generalmente se evita recurriendo a eufemismos: querer, gustar, ir, molar mazo (este último absolutamente impresentable)…; o se prescinde con total descaro de ella y se busca el amparo de la ciencia (“sin duda, hay química entre nosotros; ¿lo hacemos?”). No, no tiene futuro ni la palabra ni el concepto: a nadie importa ya saber qué es lo que refiere. Hay notables esfuerzos porque los adolescentes sepan lo que es la sexualidad, no veo ninguno por hacerles entender qué es el amor. Y no estoy pidiendo una asignatura (Dios me libre: ya está bien de curricularizar la vida como si fuéramos absolutamente tontos), sino una exaltación social. Aunque mucho me temo que esta sociedad no está por la labor.
Las pizarras no enseñan valores porque los valores no son consignas o estrategias teóricas ni procedimientos de eficacia resolutiva. Los valores, y el amor lo es, no son contenidos ni tampoco actitudes; son una prolongación del alma que se cultiva desde la ejemplaridad, desde el modelo a que aquélla quiere parecerse. Por eso no sirve hablar de ellos: hay que vivirlos, deben mostrarse. Si la sociedad vive el amor como una caricatura del sexo cuando habla de la pareja, como una ridiculez patológica cuando se refiere al misticismo o, simplemente, es ninguneado cuando se cruza con el amor materno, entonces no podemos extrañarnos de todas las bestialidades de que puede ser capaz el hombre en cualquiera de los tres casos.
Pero, una vez más, hablo para el silencio. Y lo malo no es que yo lo haga. Lo peor es que le ocurre a “la verdad”, que anda por estos mundos desolada y harapienta.
Las pizarras no enseñan valores porque los valores no son consignas o estrategias teóricas ni procedimientos de eficacia resolutiva. Los valores, y el amor lo es, no son contenidos ni tampoco actitudes; son una prolongación del alma que se cultiva desde la ejemplaridad, desde el modelo a que aquélla quiere parecerse. Por eso no sirve hablar de ellos: hay que vivirlos, deben mostrarse. Si la sociedad vive el amor como una caricatura del sexo cuando habla de la pareja, como una ridiculez patológica cuando se refiere al misticismo o, simplemente, es ninguneado cuando se cruza con el amor materno, entonces no podemos extrañarnos de todas las bestialidades de que puede ser capaz el hombre en cualquiera de los tres casos.
Pero, una vez más, hablo para el silencio. Y lo malo no es que yo lo haga. Lo peor es que le ocurre a “la verdad”, que anda por estos mundos desolada y harapienta.
viernes, 2 de noviembre de 2007
La casa cerrada
A las seis y poco más se ha ido a morir la tarde. Últimamente lo hace muy temprano, sin escándalos ni adornos de vencejos como lo hacía en junio. Se limita a recoger la luz, a guardarla doblada en los cajones del horizonte, hacendosa y otoñal como una vieja criada; mira un momento las ventanas de los pisos más altos, curiosea en los tejados, sólo por costumbre, y cierra después los ojos lentamente…
Hoy era un día de memorias amargas; ha hecho bien en morirse pronto. Por lo mucho que sabe de nosotros. Tarde de noviembre, de dos de noviembre, que lo hace más noviembre todavía, y final de trayecto. La Segunda estación también estaba a cien atardeceres de distancia. No sé si merecía la pena: en este último apeadero sólo había una casa cerrada.
En esa habitación de silencios lejanos
donde la nada ahora gobierna los relojes
y una raya de luz atardecida burla
la decidida oscuridad de las persianas;
en esa habitación donde las sombras temen
la soledad hallada, donde todo es quietud,
tarea de no ser y voluntad de olvido;
en esa habitación, aún quedan palabras,
polvo del corazón sobre los muebles, huella
de un alma, que se sabe pretérito vencido
y se engaña posible, que se quiere decir
y se mal dice, y tropieza en la trémula atmósfera
de un sueño abandonado tras las puertas cerradas…
En esta habitación donde empieza la noche,
donde acaba la luz, donde fue la esperanza…
(2 de noviembre de 2007)
Hoy era un día de memorias amargas; ha hecho bien en morirse pronto. Por lo mucho que sabe de nosotros. Tarde de noviembre, de dos de noviembre, que lo hace más noviembre todavía, y final de trayecto. La Segunda estación también estaba a cien atardeceres de distancia. No sé si merecía la pena: en este último apeadero sólo había una casa cerrada.
En esa habitación de silencios lejanos
donde la nada ahora gobierna los relojes
y una raya de luz atardecida burla
la decidida oscuridad de las persianas;
en esa habitación donde las sombras temen
la soledad hallada, donde todo es quietud,
tarea de no ser y voluntad de olvido;
en esa habitación, aún quedan palabras,
polvo del corazón sobre los muebles, huella
de un alma, que se sabe pretérito vencido
y se engaña posible, que se quiere decir
y se mal dice, y tropieza en la trémula atmósfera
de un sueño abandonado tras las puertas cerradas…
En esta habitación donde empieza la noche,
donde acaba la luz, donde fue la esperanza…
(2 de noviembre de 2007)
jueves, 1 de noviembre de 2007
Fin del tiempo
Hubo un día en que el mundo se detuvo.
No volvió a amanecer, ni aparecieron
titulares que diesen la noticia.
La noche se hizo noche interminable
y el día inacabado nunca pudo
coronar su ansiedad de atardeceres.
Hubo un día sin noche... Y una noche
sin día sucesivo. Un hemisferio
durmió sin solución. El otro anduvo
en una suerte de vigilia infame
bajo una eternidad agotadora
de dolorosa luz indefinida.
Hubo un día en que tú no regresaste.
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