miércoles, 9 de enero de 2008

El llanto del filósofo

Algún tipo de ser tiene que ser el vacío. Por eso quizá ríe Demócrito, porque todo sucede a pesar de la prudencia de Parménides que nos quiso llenar la cabeza de firmezas y eternidades. Pero el vacío es el ser enajenado, el ser-casi-no-ser que permite andar danzando caprichosamente a los estúpidos átomos, el ausente consistir en que consisten los mundos innumerables.

A veces pasa el vacío por el alma para envolver las horas con un querer absurdo y malquerido. Un querer que no quiere quererse y no puede dejar de hacerlo, un querer que se desfonda, que se distancia de sí, que se invalida o se ningunea; que no quiere entenderse porque en el fondo se sabe. Y entonces los días, tan llenos de cosas y atropellados sucesos, descubren que el mundo transcurre en la vaciedad de uno, y que el azar impone su flujo antojadizo, la ley inexplicable por que todo, no obstante, sigue ocurriendo: el ademán, la sonrisa, la ocupación preocupada, el escenario extranjero de la vida… Y llega el mediodía y poco después la tarde, y después de poco después la noche. Pero no tiene el cuerpo el detalle de un momento pararse, de detenerse un punto para preguntar dónde se habrá metido el alma a que está acostumbrado.

Pobre alma prescindible, tan necesaria al cabo; vacío entonces para la danza de los hechos estúpidos, siempre receptáculo y posibilidad para que no cese el mundo en su fluir indiferente. Llora, tal vez, Heráclito por eso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Así es. Con esa risa que abre y ese llanto que cierra. ¡Y qué bien traídos Heráclito y Parménides! ¡Y el burlón de Demócrito!

Antonio Azuaga dijo...

Gracias, Julio; creo que ése es el ir y venir de la filosofía: empieza riendo fuera, acaba llorando dentro.