domingo, 30 de diciembre de 2007

Un ayer como otro cualquiera

Humanamente hablando, es un suplicio
ser hombre y soportarlo hasta las heces…

Blas de Otero


Mañana en Aldebarán será un ayer como otro cualquiera. En realidad nunca habrá un mañana en Aldebarán: siempre su después habrá sido antes. En Aldebarán y en todos los rincones de la noche. Más breve, más largo, más inconmensurable, pero siempre antes. Tal vez por eso, mirar al cielo nos ponga tan nostálgicos; tal vez por eso, no podamos vivir sin el pasado, no sepamos hacernos sin la historia. Nuestra mirada pasa siempre por un largo hacia atrás. Lo demás es el sueño, el ensueño mejor, la fabulación de la esperanza. Y no hacemos sino querer que el futuro se desfuturice: desde el chamán al científico, desde el incrédulo al creyente. Pronosticar, deducir, adivinar… son verbos que se unen por la raíz en nuestro desamparo.

La tentación que me cuentan es incorrecta. No habría caído el hombre sólo por ser como Dios, que es atemporal, que es eterno; sino por ser más que Dios, por una racional contradicción: lo que quiere ser el hombre es intemporalmente temporal. Y eso es la soberbia, lo otro es un delirio teo-democrático.

Mañana –hoy, si ya estáis a 31– intentaré ser humilde: miraré únicamente el ayer de Aldebarán… Y de todo lo demás, para recordar que sólo soy un hombre.

Ah, se me olvidaba: feliz año, feliz ayer, feliz voluntad de ensueño.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Al acabar el año

Deberían ser días para poner al olvido de cara a la pared en la buhardilla. En realidad, deberían ser así todos los días. No se trata de recordar, porque el recuerdo lo ejercemos desde la voluntad, sino de no olvidar, porque el olvido nos pasa desde la negligencia. Es verdad que achicamos la culpa en nuestra balsa dedicando, en los titulares de las agendas políticas, todo tipo de jornadas a toda suerte de infortunios. Pero yo no hablo de la polis, yo me refiero al hombre particular, al compromiso moral y personal de cada quien desde la patria de sus soledades. Eso es lo que de verdad interesa.

Deberíamos, sin alharacas ni aspavientos, sentir ese dolor que es compañía incesante de los otros, de los muchos otros, que cada mañana se levantan con el único propósito –¡tantas veces estéril!– de coronar un día más en la vida. Niños, hombres, mujeres, viejos… que lloran y sufren todos los días en los indiferentes noticiarios, y observamos nosotros con súbita comunión del sentimiento y… ¡veloz desmemoria sucesiva! “¡Pobre gente!”, decimos; y seguimos comiendo a la espera del siguiente desastre y otro breve lamento. No quiero que se me malinterprete, no digo que hagamos ninguna manifestación con pancartas al efecto y patéticas dramatizaciones –máscaras y zancos incluidos–, ni que nos colguemos ningún lazo de convictas solidaridades. Digo que no abandonemos, que tengamos presente, de modo constante, ese relámpago de humanidad, que nos nace un segundo, y que obremos después en consecuencia. Porque estoy seguro de que sólo ese esfuerzo, modesto y personal, en todos los que podemos permitírnoslo, es el único antídoto contra tanta tristeza.

Y es que deberíamos tener una ROM imborrable en el sistema operativo del alma que no nos permitiera olvidar nunca, que mantuviera permanentemente activa ante nuestros ojos la aplicación del dolor de quienes sufren; un sistema operativo en que la calidad de imagen de nuestro monitor fuera un remordimiento constante, una alarma ininterrumpida de los virus que nos matan la memoria, que anulan a esa verdad imperfecta que sale a la calle preocupada, únicamente, por sus cuatro o cinco penas cotidianas.

En el conmovedor Réquiem por “Manuel del Río, natural / de España...”, contrapone José Hierro su muerte anónima a la grandiosa del pasado histórico, a los tiempos en que “cuando caía un español / se mutilaba el universo…” ¡Ojalá, comulgásemos así con todo! ¡Ojalá, sintiéramos, y no olvidásemos, la tragedia de cualquier ser humano como una amputación del mundo!

viernes, 28 de diciembre de 2007

Suceder y ser

Al principio, nos ocurren cosas; más tarde ocurrimos nosotros y ellas casi no cuentan. Por eso un joven dirá con más frecuencia que hace frío y un viejo que lo tiene. Tal vez separe aquél en mejor modo el yo del mundo, tal vez los mezcle éste. ¿Será por eso que hablamos de egoísmo en la vejez? No, no lo creo, no me parecería justo. Se trata de un proceso de tristeza; de un ir de fuera a adentro, de un quehacer de la vida, de una depredación de la realidad que vamos atesorando para tener algo que llevarnos al olvido. Primero está la presa y la decisión de alcanzarla; después el desaliento, la patria de los hechos, la propiedad del ser, su peso en el alma…

Al principio sucede el universo. Luego cesa y nos queda su memoria. Y deja de hacer frío porque lo llevamos dentro. Y todo lo demás… porque lo llevamos dentro.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Do not forsake me

Entonces era cosa de sueños y fantasía, de ficciones al norte de las ocupaciones que colmaban las horas más hermosas. Nuestro Homero particular perfilaba los modelos heroicos en los tebeos (por entonces nadie decía cómic), en la inolvidable “Colección Historias” de Bruguera, en los “crisolines” incluso (todavía conservo La flecha negra de Stevenson que me dejaron unos “Reyes” allá por la primera eternidad) y en el cine, claro está, aquel cine que, siendo arte, no había caído aún en la vanidad de serlo. Porque luego sí, luego empezó a mirarse al espejo como un narciso adolescente; y a gallardear por las pantallas y a amargar la mirada sonriente con unos bodrios insufribles y unos tontos delirios de grandeza. Pero eso es otra historia que no merece un renglón de mi tiempo.

Do not forsake me... La primera vez que la oí, sin duda, me pasó desapercibida: lo que a mí me interesaba era que "el bueno", que era uno sólo, ganase a "los malos", que eran por lo menos cuatro. Después descubrí otra herencia entre líneas de la película y bajo la sombra de su canción (debiera decir banda sonora para disimular mi edad): el valor del valor, el valor del deber, la soledad de la obligación, la obligación del deber y del valor y… la necesidad del amor para que todo ello llegue a ser posible. Solo ante el peligro (me gusta más que el original High Noon); “una del Oeste”. Nada más, aunque uno no puede evitar acordarse de Héctor a las puertas de Troya y frente al chulo de Aquiles con su tramposa invulnerabilidad.

Cuando mi generación se hizo joven e “intelectual” empezó a decir que un cine así era colonización yanqui y academia de violencia (luego cambió el chip, pero entonces decía eso, que a mí no se me ha olvidado). Mentira, porque el espectador, el niño-espectador más que ninguno, con lo que se quedaba era con que había modelos de bien y arquetipos de mal, y que aquéllos eran deseables y éstos no. Lo demás era la envoltura circunstancial que siempre han tenido las epopeyas. No había sadismo, ni morbo, ni gore, ni la criminal sospecha de que lo bueno puede ser tan malo como lo malo. No había adoctrinamiento en la perversidad ni manierismo y gozo en la destrucción. Hoy sí; hoy, además, comemos hamburguesas en “Mc Donald’s”, escuchamos hip hop en los mp4, “decoramos” nuestras barriadas como si del Bronx se tratara y disfrutamos de un cine que ha hecho de la violencia una escuela de cotidianeidad… Bien por mi generación: o éramos tontos, o éramos falsos, o hemos sido absolutamente ineficaces, o inútiles, que no sé que es peor.

Do not forsake me... No me abandones… Yo no pediría más. O como la ranchera que, al hilo de estos renglones y esa canción, me ha venido a la memoria:

El día que a mí me maten
que sea de cinco balazos…
y estar cerquita de ti
para morir en tus brazos.

martes, 25 de diciembre de 2007

La niebla

Es peligrosa –para el tráfico, sin duda–, pero tiene la estética confusa de un razonamiento sobre lo inexplicable, que es donde de verdad se pone a prueba nuestra capacidad de razonar; o de crear, o de descubrir, que sigo en la cuerda floja sobre los límites de estos verbos. Lo cierto es que su belleza consiste precisamente en velar la belleza, en diluir los colores y distraer las formas, en disfrazar de misterio lo que nunca lo ha sido, en transformar lo común en inquietante curiosidad. Avanzar por la niebla es recuperar la humildad perdida ante nuestras supuestas certidumbres; una gimnasia invernal para la percepción ensoberbecida en sus creídas claridades, un sentimiento casi kantiano del yo, en precariedad de sus trascendentales categorías, enfrentándose al mundo en sí.

Parece evidente que también me gusta la niebla. Y es que a veces, a pesar de los psicólogos y psiquiatras, uno quiere sentirse rodeado de incertidumbres, de preguntas, de dudas, de ansiedades… Pero también, por todo ello, de esperanza.

No es por llevar la contraria, pero me aburre el mundo bien hecho de los beatos sillones, de las lámparas halógenas y los sucesos previsibles. Me quedo, una vez más, con la emoción del prodigio que no puedo advertir, y emerge súbito de la niebla. Como la forma amenazante que por ella se aproxima... y resulta ser un rostro amigo.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Por aquello de hoy

Si no creyera que es Verdad, ¿habría verdad?, ¿tendría sentido algo?... Nunca le amputaría al hombre la voluntad de ir más lejos, de pensar más alto, de vivir más grande. Aunque la Verdad no fuera verdad… Porque entonces la verdad no merecería la pena.

Feliz Navidad, aldea de mis amigos, planeta de mi compañía.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Contrición



Deja rodar la luz por la ladera
norte del alma. Déjala allí;
quede a cambio la noche de mi parte.

Deja que sea luz donde merezca
los ojos que la miren; no esta gruta,
no esta sombra que agobia mi mirada.

Deja que esparza su simiente el día
en llanos de verdad y de belleza;
no en los páramos yermos, no en los míos.

Deja que sea digna mi renuncia
desde esta oscuridad que se conoce,
que quiere no quererse y, sin embargo,
usurpa el sol, la claridad, el día.


(diciembre, 2007)

viernes, 21 de diciembre de 2007

Para estos días, para todos los días, para siempre

Os deseo voluntad.

Os deseo la voluntad de amar (ya lo dije en otra parte: nihil amatum quin praevolitum).

Os deseo la voluntad de crecer en corazón, de levantarlo, como a su roca Sísifo, no por condena, sino por decisión; aunque luego caiga otra vez al valle, aunque deba después reiniciarse la gravosa tarea.

Os deseo la voluntad de creer, de discutir el empeño zafio de los hechos cuando los hechos se afanen en ser crueldad, o injusticia, o simplemente tristeza.

Os deseo la voluntad de no desfallecer, de no ceder si las cosas os ponen la zancadilla o se empecinan en la derrota.

Os deseo querer, ni más, ni menos. El resto es circunstancia, aditivo ocasional, anécdota que pasa y que se pierde, tarde o temprano, porque es manjar de olvido.

Os deseo voluntad, que es lo único que nos concierne realmente. Ni razón, ni inteligencia, ni poder, ni riqueza, ni fama, ni gloria… Sólo voluntad. Somos, de momento al menos, la única especie capaz de su ejercicio. Con ella todo es vergel posible; sin ella, todo páramo inhabitable.

Para estos días, para todos los días, para siempre… ¡feliz voluntad!

jueves, 20 de diciembre de 2007

Ocupar la preocupación

Uno puede ocuparse en otras cosas. Humanamente hablando, en muchísimas cosas. Pero, pensando a lo divino, en realidad sólo el amor importa. Este bípedo implume, de tan mezquinos orientes, lo comprende perfectamente cuando se mira las aristas de la sinceridad, cuando se da cuenta de que lo importante no es ocuparse en el mundo, sino preocuparse por alguien. Porque la ocupación en las cosas anega, obstruye y embrutece; la preocupación por alguien, sin embargo, dispone el sentimiento -la alerta del alma- hacia otra grandiosa verdad vertebral que por el mundo deambula; que siente, que sufre, que ríe o se apena, que un día se cruza en el tiempo con nombre de llanto... y nada podemos hacer para que sea irreal la ración de dolor que la aflige.

Por eso creo en Dios, al que supongo hipérbole inconcebible: una suerte de corazón ilimitado que siente lo que uno por alguien de manera desbordada, un extralimitado sentir por cada quien que se hace nación de quienes y provincia de cualquiera.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

De la piedra a la palabra

La recurrencia al logos, o al verbo, como primicia del ser en el mundo es moneda corriente en las filosofías de corte idealista. Neoplatónicos, por ejemplo; o Hegel, otro tanto. Y quien dice tal, incluso sin querer, piensa en el cristianismo de los primeros siglos, que andaba por la historia buscándose acomodo, no ya en los corazones, sino también en las ideas. Se transcribe hasta evangélicamente en los textos de Lucas o de Juan, que se rodean por ello de un aire entre poético y metafísico que conmociona al menos sensible en estos particulares.

Pero deje en paz a la filosofía y a la teología este mendigo, visitante ocasional de ambas. Lo que me inquieta hoy es la recurrencia, la inevitable polaridad que para el hombre ponen el verbo o la palabra. Y después, la indiferencia culpable con que los maltratamos… Y a renglón inmediato, el olvido de la pasión inconfesada, de la locura por querer que la vida sea un grito contra el silencio de ese coágulo mudo que es la piedra.

No es extraño pensar que la palabra fue antes. No es ocioso ni místico pasatiempo. Es hipótesis viable, es criterio plausible asegurar que el verbo que se ignora en la materia se quiere curso de sentido en el hombre. Y es él quien se lo da. Y es él quien lo culmina.

Esto lo entiende cualquiera que ha hablado alguna vez de cualquier cosa con alguien que quería.

Cada día...

Cada día,
abrir una ventana,
abrir un corazón,
crear una palabra...

Así acababa el primer poema del primer libro que, con mi primer sueldo, me publiqué allá por 1972. Subrayo el me, para que nadie se engañe: nunca he sido descubrimiento de editorial alguna. Si traicionase a la sinceridad, diría aquello de Don Antonio: …al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi dinero acudo, con mi dinero pago… etc. Pero abonaría mi soberbia y faltaría a la verdad. No me considero maltratado por el Parnaso, aunque sí agobiado por la circunstante disparidad; lo que, sin duda, no tiene punto de apreciable tangencia.

No me traigo, por tanto, ni me cito aquí por vanidad, sino por un fogonazo extraño de la intuición. Un destello de coincidencia repentina que he sentido como el diagnóstico de una parálisis intemporal en el alma. Quiero decir, que he caído en la cuenta de que sigo en el mismo empeño, de que no he aprendido nada con los años –absolutamente nada– de que continúo abriendo ventanas (Windows, para ser actual), o queriendo abrir corazones, o soñando crear palabras… cada día que pasa y me pasa, con una contumacia endémica. Estos atardeceres huelen al mismo jardín que aquel poemilla.

De Ortega es aquello de que el descubrimiento de la vocación propia es la mayor delicia. De alguien será, que yo ignoro, que su conocimiento puede ser la mayor tristeza. Sobre todo si esa voz es voz que a nadie llama, sobre todo si es llamada que sólo el silencio escucha.

Venía como siempre oyendo a Gardel; El día que me quieras, para ser exacto; y me ha rodado en la memoria el dichoso cada día… No veo coincidencias entre aquél y éste… O quizá sí. Tal vez nos pasa a todos, tal vez todos tenemos un nudo de palabras en la vida que lo que quieren no es crearse presuntuosamente, que lo que quieren es algo más humilde, más humano... Que lo que quieren, de verdad, es ser queridas.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Tejedores

Estamos a unos catorce metros de la linde del año, sólo para sabernos otra vez enganchados en el tiempo; o, mejor, hilados en el tiempo, bordados en ese telar irremediable del tiempo. Un tapiz que se teje a fuerza de cruzar las sedas de la felicidad sobre los vanos de la tristeza, o el cáñamo de la tristeza sobre los vanos de la felicidad. Y así, como hacendosos tejedores, vamos decorando la casa de la memoria, completando habitaciones, de año en año, que dejamos cerradas a la espalda y en las que entramos a solas, queda y misteriosamente, por los sueños; amable y dolorosamente, por la nostalgia.

Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...

Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.

domingo, 16 de diciembre de 2007

El viejecito

Creo que tiene 87 años. Ha sido testigo mudo de la Dictadura de Primo de Rivera, de la caída de la Monarquía, de la proclamación de la República, de la Guerra Civil, del franquismo, de la Democracia… Tiene nariz aguileña, ojos grandes y tristes, barba y pelo blancos. Viste un traje negro con chaquetilla corta, como de charro salmantino. Anda encorvado y despacio, con los brazos hacia delante para compensar una carga de leña que lleva a la espalda, una carga de piedad que lleva llevando todos esos años a un portal que sólo advierte de lejos, desde el pretil de un puente que cruza un río parmenídeo que ni se mueve ni cambia, que es una palinodia de la sentencia de Heráclito. Porque siempre le hemos puesto ahí, sobre ese puente, unos días antes de todos los inviernos que han caído sobre nuestras vidas.

Allá por 1920 mi abuelo lo situó ante los ojos, infantiles entonces, de mi padre. Tiempo después, hizo mi padre lo propio ante los míos. Años más tarde, yo ante los de mis hijas… Él insiste en salir aún cada invierno de ese envoltorio de papel de periódico en que pasa la mayor parte del año. Cuando lo miro, me viene un olor de corcho, serrín y musgo viejo, que es a lo que olía el comedor de Gómez Ortega en estas fechas. Y la memoria de mi madre, joven, desplumando el pollo de Nochebuena, que era el manjar estelar de entonces. Luego se me enreda la nostalgia en las tres risas infantiles que años después me ordenaron el alma.

Este viejecito parece un manual de nemotecnia del sentimiento. O un eslabón con todos los corazones que anduvieron por estos pagos. Por impopular que hoy sea, repetiré que la tradición es un bien humano, una liturgia de raíces en el tiempo que nos arranca de la mera depredación de la vida y nos hace sentir junto a quienes sintieron y ya no están con nosotros. Que no es química, genética, ordenación cromosómica, ni selección natural que valga. Que es decisión del punto y aparte que, si no lo somos, si se empeñan en decir que no lo somos porque los bonobos tienen habilidades cognitivas similares a las nuestras, debiéramos querer serlo. Otra cosa es que nos conformemos con el determinismo del ADN, o que nos tire más la selva que el aula y la herencia animal que el templo humano.

No me gusta el mundo que veo. Los hombres de hoy, estos hombre de usar y tirar que se han vuelto "cosa" en su recíproco uso, no quieren tener nada que ver con el pasado; probablemente, con el futuro tampoco, si éste no es técnicamente explotable, por supuesto. Y el presente, sin uno y sin otro, no es más que un miembro amputado, un muñón inútil que no agarra verdad por parte alguna. Uno debiera poder morirse cuando cae en la cuenta de que el mundo que hay ya no le gusta. Sobre todo si está convencido de que no existe arreglo posible, y lo único que entonces le apetece es descansar.

Por eso desearía que un día alguna de mis hijas sintiera la necesidad de volver a colocar a ese viejecito sobre su puente; no porque se acordaran de mí, que también, sino porque su mundo siguiera teniendo un sentido bello para el hombre.

viernes, 14 de diciembre de 2007

14 de diciembre

Sea éste de hoy, mi modesto –e imperfecto– homenaje a tan alto patrón.

Glosa a lo divino. San Juan de la Cruz

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El prodigio inexplicable

Nos juegan las palabras malas pasadas. Aristóteles matiza los problemas de la homonimia cuando nos dice que el ser de muchas formas se dice; y este “muchas formas” lo convierte, ni más ni menos, que en el cogollo de su metafísica. Algo parecido ocurre con la sinonimia, que parece hablar de lo mismo y nos amontona en el alma un filón de posibilidades. O con la connotación. Por eso entender es tan común y comprender tan raro. Por eso vamos de sorpresa en sorpresa cuando hablamos con los otros de lo que suponemos igual. Por eso el crecimiento de la razón es exponencial, porque cada unidad de su discurso abre audiencias que tienden a infinito. Por eso nos confunde oír en otros lo que nosotros quisimos decir. Por eso es un milagro cotidiano que una sonrisa se cruce otra sonrisa, que un corazón descubra un sentimiento ajeno, que un verbo aparque su ilimitada verdad en otro verbo.

Por eso es un prodigio inexplicable el amor en el hombre.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Pausa obligada

(Voy a estar algo ocupado los próximos días. Hagamos la pausa con un poema. Va con "sonido", si se quiere. Basta un clic en el título, pero es un desastre: tiene un zumbido que no he conseguido quitar. No sé si será por la tarjeta que tengo, que es una porqueriíta. De todas formas, la intención era buena).

Atardecer de invierno

No puede
sostenerse la luz sobre ese arco
de convexa lejanía.

No puede mantenerse
ni siquiera un instante de enamorada lentitud.

Indefinidamente triunfa su fracaso.

Si siendo en mar, de mar se anega;
si en tierra siendo, el páramo la inhuma.

Nada puede fijarla
allí, donde quisiera el horizonte ser caricia.
Y caricia la mirada.
Y la mirada
alma que del alma huye…

Para impedir la noche
y los fríos relojes del invierno…

Para besar un día que ya no se sostiene,
que en mar está muriendo
y en llanura,
y en decidida distancia.

(diciembre, 2007)

domingo, 9 de diciembre de 2007

Cotización al alza

El “espíritu” cotiza al alza. Vivimos días de mucho “espíritu”. Navideño, se entiende. Aún faltan dieciséis días y no sé cuántas veces he oído o leído sobre esta inflación de la “espiritualidad”. No tendría gran cosa en contra –salvo la cara de mercancía importada que presenta– si no fuera por las raras vecindades de que se acompaña en jugueterías y cinematógrafos. Demasiado heroecillo de escuela de brujería, demasiada brújula de baño de oro, demasiada tontería por doquier. En el fondo, abunda una sandia oscuridad.

Lo de menos son los “góticos”, aunque tengo anécdotas al respecto. Una alumna de corta luz, por ejemplo, que se me ha hecho de la especie. Días atrás me pedía permiso para poner en la clase un póster de Satán. Argumentaba la criatura que ya no estamos en el “franquismo” y que hay que respetar todas las creencias. Contundente razonamiento, al que yo respondí con escasa sensibilidad lógica porque le contesté que se dejase de majaderías y se aplicase en menesteres de mayor enjundia. Reconozco que, a pesar de mi traición a la coherencia deductiva, respiré con satisfacción: a juzgar por los soldados que recluta, este Satán “lo tiene crudo”, más crudo que apostar por el Levante como Campeón de Liga en la primavera de 2008. Pero eso fue en el primer momento, después temí otra cosa. Porque el problema no es que haya Satán o no. El verdadero problema es el horizonte de incautos, la corte de papagayos en que hemos venido a parar. ¿Me repito? Lo siento. Además no sirve para nada: lo de Goebbels también funciona al revés, porque una verdad repetida en el marco de una mentira instalada sólo lleva al sacrificio de la verdad

Así que el “espíritu” cotiza al alza, aunque, como en todas las cotizaciones, la mayoría de la gente ignore quiénes son los accionistas de esa empresa.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Aburridísimos pueblos

Todavía hay pueblos en los que las horas tienen la duración debida, hasta excesiva a veces. Pueblos donde la gente camina despacio y te cruzas con un hombre mayor que lleva un palillo en la boca y las manos en los bolsillos. Todavía hay pueblos con calles asimétricas y tortuosas, y casitas bajas cuyas fachadas parecen tentar a la gravedad con un equilibrio improbable. Y sin embargo no se caen. Tienen campanas de verdad y un cine que se llama Cinema. Y cotillas auténticas de las que cotillean deportivamente, por amor al arte, no como esas que salen en las televisiones, que son profesionales de la difamación. Todavía hay pueblos en los que las fechas son fechas, y se espera a que lleguen para conmemorarlas. O en que el aburrimiento es un don, casi una virtud, que produce filósofos de tertulia a orillas del pito doble.

Todavía hay pueblos para que el hombre no olvide que su realidad es de tierra y de historia; su cuerpo de siembra y su alma de pájaro; su vida de esfuerzo y su sueño de altura. Pueblos donde los muertos de uno son muertos de todos, por más que durante su vida los pusieran a caldo. Porque no son edénicos valles, paraísos de cartón o felicidad de tramoya. También son duros y tristes; a veces, hasta miserables. Pero son de verdad: su maldad es de frente y su bondad es de cara.

Hoy he estado en uno, y me callo el nombre para que no se llene de coches los fines de semana, para que esta plaga de urbanitas langostas que somos no lo devore o comercie con sus sueños milenarios, para no soportar cómo alaba las tapas de tal bar en tal sitio el bocazas de turno, que monta en Mercedes, o en Audi, o en BMW, o en Citröen como yo. Me importa un comino que me llamen “retro”; lo cierto es que, cada vez más, eso que llaman progreso y desarrollo me parece una colonización de mierda, que alarga la existencia, cierto, pero acaba con la vida. Me quedo con la vida.

Sin querer, me ha venido Machado a la memoria:

…y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.

Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.

Sin aspavientos, ni extravagancias, ni depresiones, ni ropas de firma o de marca… Viviendo, amando, muriendo en sus “aburridísimos” pueblos.

El día que no los haya, no sé qué vamos a hacer.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Azarosas coincidencias

Hace muchos años tuve un perro (otro, que no mi Rama) bastante tonto, extremo éste que yo no podía saber cuando me lo regalaron. Así que le puse un nombre desmesurado y bastante irrespetuoso, lo llamé Kant; lo que probablemente fue un error premonitorio o incitante para desatar en él una notable pasión por los libros. El problema es que su relación con éstos no halló jamás la vía adecuada, y así nunca los trató desde el sistema nervioso, que es lo idóneo, sino a través del aparato digestivo, que era lo suyo. La consecuencia fue toda suerte de estropicios en los niveles inferiores de mi pobre biblioteca. Alguno de aquéllos he conservado (me cuesta un trabajo ímprobo tirar nada); los suelo ocultar en la segunda división de mis estanterías para evitar su impresentable presencia.

Por azar me he encontrado hoy uno de tales estropicios; por azar y curiosa coincidencia. Acababa ayer citando a San Juan de la Cruz, y el maltratado ejemplar del hallazgo sorprendente (lo digo por la mística y literaria paridad) ha sido una Vida de Santa Teresa de Jesús para uso del pueblo por el P. Fr. Bonifacio Moral, editada en Valladolid en 1890. Los libros viejos me encantan, entre otras cosas, por los indicios de sus remotos lectores. Anotaciones muchas veces; subrayados, otras; la firma, incluso, de su propietario, algunas. Esto último sucede en la biografía para uso popular de la santa: en letra inglesa de trazado amplio, hay en la hoja de cortesía un nombre manuscrito: Luis López Niculant.

He buscado Niculant por estos pagos y me he encontrado con un tal Enrique Niculant, político de la Asamblea Constituyente de 1869. Confieso que no sé nada de este hombre, pero dispone de cara, bigote y oficio. Sin embargo de mi Luis López, que a lo mejor no tiene que ver con el asambleísta, sólo tengo la huella de su pulso en unas letras. Ni rostro, ni adorno, ni quehacer. Únicamente un nombre que anduvo sobre alguien un tiempo entre nosotros. Un nombre, casi como Diofanto, pero sin ecuación de vida ni mérito especial ni lugar en la memoria de nadie. ¿Y qué tiene que ver este difuso personaje con Teresa de Jesús y conmigo? ¿Cuál es el código, la clave de este enigmático encuentro?

Vamos a ver: ayer Hawking me llevó a Diofanto y Diofanto me llevó a San Juan; hoy Teresa de Cepeda lo hizo a un casi nadie. Es decir, un agnóstico deriva en un místico y un místico en un hombre común. Está claro, pues, el misterioso mensaje de estas azarosas coincidencias: la diana a que apunta el conocimiento, aunque a veces lo niegue, es Dios; el blanco de Dios, sin embargo, es cualquier hombre, incluidos los que persiguiendo aquél se resisten. El hombre quiere saber, Dios sólo quiere querer. No es numerología, pero lo parece.

Soy incorregible... Y de todo esto han tenido la culpa un astrofísico de renombre y un perro tonto que leía con el estómago… Tal vez quería hacerlo con el corazón, que es lo que yo intento.

jueves, 6 de diciembre de 2007

De Diofanto a Juan de Yepes

La biografía de Diofanto es sorprendente; sorprendente porque no es propiamente una biografía, sino una ecuación de primer grado; sorprendente por la coherencia con que los caprichos del destino y el borrador de la Historia nos han dejado de este hombre sólo su matemático epitafio, lo que nos permite concluir que x, esto es, la duración de la vida de Diofanto, es igual a 84. Lo leía esta mañana en esa espléndida antología, Dios creó los números, comentada y editada por Stephen Hawking, pero se puede encontrar en numerosas baldas de esta biblioteca que es la red: basta con que escribáis en Google el nombre del matemático alejandrino.

No es difícil plantear la vida de cualquiera en términos algebraicos. Ni tampoco aporta nada; es más, le quita enjundia, le arrebata brillantez. Ésta y aquélla no resultan procedentes en la constante o la incógnita de una igualdad numérica, son patrimonio de la palabra, son reino de la connotación.

Yo, sin embargo, a veces caigo en la tentación de la numerología. Tengo, por ejemplo, la manía de sumar los dígitos en las fechas de sucesos relevantes. En las fechas o en cualquier cosa. Es como un tic pre-encefálico, hipotalámico casi, involuntario armonizador de sueños inefables con irreales vigilias. Es como buscar, vegetativamente, un orden riguroso de formal certidumbre en cuanto ocurre, como asumir al pie de la letra el título de Hawking, Dios creó los números (nada más lejos, por cierto, de la intención del afamado científico), y descansar después sobre la balsa de una realidad cabalmente organizada. ¡Es una pitagórica debilidad! Y, en ocasiones, los resultados son también sorprendentes.

Supongo que esta manía responde a un deseo inconsciente de corroborar el aserto de Hegel sobre la indiscutible racionalidad de todo lo real. O a una dejadez del alma ante la ladera más fácil del prodigio, la que es senda de suave rampa hacia la cumbre y está jalonada por signos interpretables; no la que es tortuosa y escarpada, no la que lleva el corazón a la verdad tras arrojar el lastre de la tonta razón del hombre; no la que hace sufrir y llorar, o gozar y reír, o dudar y creer, o esperar y amar…

Vamos, que se me olvida aquello que escribió quien en el siglo fuera Juan de Yepes:

… y con todo, en este trance,
en el vuelo quedé falto,
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caza alcance.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Hoy como ayer

Estamos en el mes de diciembre, cuando es mayor la fiebre en la ciudad. Las pasiones parecen gozar de absoluta licencia. Por todas partes se oye el rumor de grandes preparativos… No son palabras mías. Es el principio de una de las cartas (la XVIII del Libro Segundo) con que Séneca orienta a Lucilio sobre los esparcimientos del sabio. Sobra decir que éstos no van por los derroteros de la “absoluta licencia” de que “parecen gozar” las pasiones. Critica las saturnales el filósofo cordobés; cordobés, claro está, geográficamente hablando, porque, que se sepa, ni se tocaba con sombrero ancho, ni vestía chaquetilla corta, ni bebía “un fino” antes de las comidas o a cualquier hora y, además, hablaba latín y pensaba en griego. Vamos, nada que ver con Manuel Benítez.

No pretendo tomarme este pie ilustre para criticar la Navidad, tengo memoria de ternuras y corazón suficiente para pensarla en coordenadas de autenticidad
más grande; pero sí las navi-saturnales de hogaño, esta disolución del sentido en la apariencia, de los fondos en las formas, de la razón de ser en el memo artificio. Este ser que no es y no se aguanta ni a sí mismo; en que “toca alegría” y algarada, puesta a punto de la insensatez y coma etílico, gorrito brillantón (pileo dice Séneca) y matasuegras espiriforme, reventón gástrico y espumas desatentas en las sábanas… Esto sí que no lo trago, como no trago las “luces” que son como comillas ortográficas sobre algunas calles de Madrid o palabras políticamente correctas y de babosa suavidad aceitando sus noches frías: demasiado “amooor” sobre la cresta de los coches y excesiva brutalidad en las garras que dirigen sus volantes.

Puedo convivir con el absurdo, hasta puede resultarme literariamente atractivo o sugerente, pero no aguanto el sinsentido. Me parece una renuncia, lo veo como una claudicación, como una inclinación de la cerviz humana ante la inconfesable nostalgia del mandril que, según parece, fuimos.

La carta de Séneca me ha recordado que, en realidad, la memez, históricamente, se modifica en modo escaso; que tanto da vivir en el siglo I o en el siglo XXI, que en todas las culturas siempre ha estado ahí la tirantez del regreso, de la marcha atrás, de la vuelta vulgar al árbol, primero; a la indefinición (¡ay, Anaximandro!), después.

martes, 4 de diciembre de 2007

Frutos del país

Si no hablo –escribo, quiero decir–, reviento. ¡Y mira que me había propuesto no volverlo a hacer! Pues, como si nada. El caso es que hoy me he enterado –¡otra vez!– de que vamos de horror en pánico; de que esto de la educación tiene un mal olor creciente; de que no sólo no hemos mejorado, sino que estamos peor que hace tres años. En comprensión lectora bastante peor, en matemáticas algo peor, en ciencias igual de peor… que en 2003. Y esto me pasa por leer las noticias, que también voy a tener que dejarlo porque uno no gana para bicarbonato (encima me han dicho que no sirve para la acidosis del alma).

Cierto es que lo de la “comprensión” no me extraña lo más mínimo: ya dije días atrás que aquí nadie se entera de nada. Aunque el problema de la lectura presenta complicaciones merecedoras de investigación clínica en el caso de los políticos. Un político en el poder padece serios trastornos en sus habilidades cognitivas ante los textos que consulta. Siempre con los mismos síntomas, siempre con idéntica febrícula. Por ejemplo, si leen datos positivos sobre cualquier cosa, lo interpretan, inmediatamente, como un acierto de sus inteligentes programas; si, por el contrario, los datos son negativos, entienden una perversa intervención del pasado, un pasado siempre anterior a su llegada al poder, naturalmente. A la investigación de esta patología, conocida como narcisismo hermenéutico, debiera dedicarse algún pico de los presupuestos del estado; incluso debiera asignársele un día de universal celebración porque ocurre en todos los rincones del planeta. Día del Narciso Hermeneuta. Suena bien. Yo propondría hoy, 4 de diciembre, día en que nuestro actual presidente, al conocer el Informe PISA 2006, ha asegurado que "el problema es que hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo fruto del país que teníamos".

Este insignificante docente, que sólo lleva treinta y cinco años en el duro oficio de intentar enseñar algo, a pesar de todos los políticos, a la juventud que toque, podría comentar muchas cosas sobre tan aguda observación. Podría hablar de generaciones pasadas por sus manos (la del Señor Presidente incluida); de la educación de la sociedad antes y después; de sus conocimientos y vacíos ayer y ahora; de las leyes que la persiguen y maltratan de modo inmisericorde; de los éxitos editoriales y la venta de volúmenes como camisetas de moda; de las abrumadoras colas para visitar la exposición anunciada en el Telediario; de la cultura de ahora sí, ahora no, según convenga; de la España de charanga y pandereta reconvertida en España de chachara y hip-hop…Todo ello adornado con la inteligente y ponderada valoración del político de turno según la inversión electoral que corresponda. Pero necesitaría más espacio en la red que la Wikipedia y Cervantesvirtual juntos. Así que me limitaré a lo que sería el final de tan agobiante comentario: Señor Presidente, con todos mis respetos, tampoco usted se entera de nada, también usted suspende en comprensión lectora; sin duda porque es un fruto del país que teníamos.

Siento la conclusión que de aquel egregio comentario se desprende, pero, al parecer, tendremos que esperar unas cuantas generaciones para tener un presidente que merezca la pena, un presidente que sea fruto del país que tendremos. Una gloria que yo no gozaré. ¡Qué pena!