lunes, 30 de abril de 2007

Soliloquios y tortugas

Realmente estamos encerrados, protegidos por un caparazón permanente –como quelonios narcisistas–, compacto y sin fisuras. Somos las mónadas, aquéllas sin ventanas, del filósofo que se batió con Newton por un quítame allá ese infinitesimal. Es verdad que a veces nos creemos expatriar por la palabra, visitar el mundo o descubrir a los otros, igual que la centenaria tortuga que aventura su modesta cabecita en un exterior hostil, presumiblemente hostil, indudablemente hostil. Entonces nos damos cuenta de que jamás podremos ir más allá de nosotros porque fuera todo se tergiversa, todo se confunde. Estamos condenados al silencio, estamos confinados detrás de nuestra infranqueable muralla.

La parte de sentido que más queremos lanzar es la que nunca alcanza su objetivo, no por antojo ni por voluntad, sino por lejanía de los otros. O tal vez no; a lo peor ocurre que los demás son meros depredadores; o que cada uno de nosotros es un fiero depredador de todos los demás, que somos secuestradores de almas diluidas en palabras, celdas inexpugnables donde quedan prisioneras cuando las oímos, cuando las leemos. Y allí las torturamos hasta que repiten eternamente el eco de nuestro propio caparazón.

Sólo sabemos hablar con nosotros mismos. Aunque parezca que hay quien nos escucha, que hay quien pone signos ordenados en sus labios para disentir o corroborar lo que decimos, es mentira: sólo está indagando lo común y deformando lo dispar para que pueda ser común. Al cabo, no hay más que soliloquios encadenados.

Acabo de descubrir que nuestros antepasados filogenéticos son las tortugas.

domingo, 29 de abril de 2007

Prometeo y el dolor

Hablemos hoy de Prometeo, de su alto dolor, de su dolor –cómo no– cíclico. Hablemos de lo hablado, porque mira que se ha hablado de Prometeo (Esquilo, Platón, Rousseau, Shelley, Camus…). Pero saquémosle un jugo próximo, inmediato, tan cerca de nosotros que podamos también sentirnos héroes. Nosotros, mortales hasta la vulgaridad o vulgares hasta la mortalidad. Nosotros, cotidianos, insignificantes, pobres luciérnagas que quieren competir con deslumbrantes núcleos de galaxias.

Pero ¿qué hemos hecho nosotros que justifique el símil con este robador del fuego, con este osado emblema del coraje para el hombre? Nada, en principio nada. Si miramos en nuestras alforjas, muchos no encontraremos grandezas de ningún género, portentosas empresas que nos permitan figurar en crónicas hermosas para aprendizaje de quienes han de sucedernos. Pero tenemos el dolor, el sufrimiento, ese homenaje a la sinceridad –terrible que así sea– que es el llanto inevitable. Podemos disimular casi cualquier cosa: el afecto, el desafecto, el interés, la preocupación, la ingenuidad, la sabiduría, la estulticia, la locura… Hasta el amor, incluso el amor más grande podemos disfrazarlo de enojo, o de desdén, o de indiferencia. Pero el dolor… El dolor es nuestra carta de autenticidad: lo podremos simular, pero jamás disimularlo.

Somos, sin duda, una especie trágica, una evolución malherida. Por nosotros; incluso, por nosotros. Eso justifica que nos sintamos prometeicos. Eso explica que otros muchos seamos cristianos.

Hay demasiado sufrimiento en el hombre. Reconozcamos por lo menos su grandeza.
Y su esperanza.

Incansable Sísifo

Quiso rebelarse Sísifo contra su condena. Visto el fracaso de su tarea inútil, quiso no querer seguir. Quiso detenerse Sísifo en el valle y golpeó la roca con sus puños; y juró que jamás volvería a levantarla hasta la absurda cumbre. Y Sísifo, incauto Sísifo, sudoroso, cansado, desmentido por una voluntad que no era suya, se incorporó, frotó sus manos en la hierba húmeda y se abrazó a la roca para comenzar de nuevo. Luego pensó, otra vez, que ese día iba a ser el último.

Esto explica, más o menos, por qué estoy nuevamente aquí, más hoy o más ayer según se quiera, decidido a cargar conmigo mismo; con mi gato (que no es mío), mis estrellas, mis agujeros negros, mis universos esquizoides y mis tangos; con la frente marchita y las nieves del tiempo; con menos compulsión, un poco más de tarde en tarde; desbordado por todo, sin hablar demasiado... Cada quien debe cargar su piedra estúpida; la mía está formada de palabras prescindibles. Como Sísifo, debo pensar que un día no serán innecesarias.

Arriba pues. La cumbre sigue estando donde siempre.

miércoles, 25 de abril de 2007

Adiós

Lo del colapso de ayer debió de ser premonitorio. Yo lo decía en otro sentido, pero… ¡qué más da! El caso es que, si uno está cansado de uno, uno está más que harto de los “elementos”, como Felipe II, tan querido por mí como execrado por casi todos los demás (no podía ser de otra manera). La avería que tuve en la línea adsl el 13 del corriente (padecí otra igual unos veinte días antes) pareció resolverse una semana después. ¡Hoy ha vuelto a ocurrir! Publicar con el módem y con los 56 Kb, que “en teoría” me habilitan para la emergencia, es algo parecido a prender el vuelo de una mosca con la punta de una espada. A mis años, aunque fui medianamente hábil en su uso, resulta agotador.

Volveré a la santa poesía, tan de mí mismo que no necesita entonar ningún mea culpa porque, a fin de cuentas, sólo me la leo yo. Espero recuperar la bendita ligereza (tal vez sin la debida calidad, aunque esto ya no importa) que me vino “del cielo” en enero y febrero pasados.

Gracias, amigos, por vuestra extraordinaria paciencia y compañía. Al principio creí que iba a ser capaz de otra cosa, pero… ¡demasiadas vueltas sobre uno mismo! Dejémoslo.

El día menos pensado a lo mejor hasta nos vemos. Si alguna vez decidiera retomar esto, os enviaré un correo con este impactante mensaje: “He vuelto” (una sonrisa, por favor).

Un abrazo grande para vosotros y un beso enorme para vosotras.

martes, 24 de abril de 2007

Macrocosmos y microcosmos

Todas las estrellas mueren de inmensidad, de su propia inmensidad. Cuando la fuerza eficaz se ha consumido, cuando el desecho –la sentina de vivir– adorna su vejez con un inusual crecimiento, la noche barrunta el derrumbamiento definitivo. Un bostezo gigante que precede al sueño denso y oscuro, final y eterno. También los imperios mueren de grandeza (los imperios acaban muriendo de sí mismos) cuando sólo les queda la inercia del poder, aquél que se forjó en el coraje bendito de la necesidad y se volvió brillantez excesiva, pompa innecesaria, lujo y espectáculo.

No he dicho nada nuevo; en realidad, nunca digo nada nuevo. Recorro mi cada vez más precaria memoria y en sus rincones hallo palabras, señales más o menos bellas, ecos de lejanas lecturas, de emociones remotas empolvadas por los años. Las exprimo de nuevo, las retuerzo, las obligo a salir de su refugio de silencios, a veces con dolor, a veces con crueldad. No tienen ya el vigor de entonces, no rodean a nada ni refieren a nadie con la danza de sus signos. Algunas aún conservan cierta luz, pero se eclipsan definitivamente cuando un hecho cualquiera, un gesto adverso desvían su voluntad, su órbita ignorada. Y entonces sólo inflaman el terrible fantasma de las cosas cotidianas, su vaciedad conmovida en tanto atardecer; o se limitan a consumir con decisión heroica el jirón de vida que les queda.

Estrellas lejanas que se agotan, confiados imperios que sucumben, habitantes del atardecer… Mejor que yo lo dijo Leibniz: Cada porción de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores es, a su vez, un jardín o un estanque semejante.

lunes, 23 de abril de 2007

Descubridores o creadores

A veces dudo si los quehaceres del arte en general, de la literatura en particular no son, al igual que otros quehaceres de la inteligencia humana, una aventura de insólitos descubrimientos antes que una tarea de creación de dioses menores. Quiero decir, si el arte hace existir lo que ya era, o hace ser lo que aún no existe. Ya sé que esto segundo es lo que goza del aplauso unánime; pero, puesto a llevar la contraria –que me entusiasma– y siendo consecuente con mi cacareado platonismo, debiera sin mayor titubeo proclamar la conjetura del aventurero; es decir, que el arquetipo, el modelo, el sublime personaje, existen ya en algún pliegue de perfecciones previas; y que su material artífice –el músico, el pintor, el poeta– es, como aquellos aguerridos extremeños que cruzaban el Atlántico, un buscador de oro, gloria o fama, un soñador de maravillas al que su alma se le queda estrecha, un visionario de prodigios, un demiurgo imprescindible.

Afirmar que la Novena Sinfonía es anterior a Beethoven, o que Don Quijote cabalgaba por inextensas llanuras antes que Don Miguel se lo encontrara, no deja de ser una extravagancia. Aunque a mi parecer es igualmente extravagante el encuentro de Newton con la gravitación universal o el de Kepler con las elipses de la noche (tan poco platónicas, por cierto). Entre la intuición del científico, la inspiración del artista o el tozudo trabajo de ambos yo no veo diferencias, como tampoco las veo en los resultados de sus dispares empeños. La única diferencia entre el descubrimiento del primero y el del segundo está en la consideración de su destinatario. Aquél, cómo no, es parcial, es especializado, se dirige a esa porción del hombre que es su racionalidad. El artista, sin embargo, es arquero de universal ambición: su diana es el ser humano en su totalidad. Para entenderme bastará releer el apunte De la razón a la sensibilidad de hace un par de domingos.

Sirva esto de homenaje al extraordinario descubridor de Don Quijote que hoy recordamos.

domingo, 22 de abril de 2007

Decir sin decir

No tengo mucha luz en este atardecer de cielo cárdeno, preñado de tormentas indecisas que dudan en el quicio del mundo, como el soñador aquel del Columpio de Gerardo Diego que jugaba al sí y al no. No tengo luz y sí una memoria amontonada, sin orden ni concierto, caótica para la narrativa de la vida, confusa para la reflexión, con un punto de dolor y varias comas de melancolía. Supongo que los años hacen esto a veces y que las palabras, entonces, se ven invertebradas para decir sensatez o elaborar sentimiento más allá de nosotros, hacia un tú, cualquiera o determinado, más eficaz a la hora de recomponerlas.

Y todo esto para decir que no tengo nada que decir. O que no quiero. O que han vuelto las sombras a las cosas y se han quedado en ellas en calidad de sombras inevitables, mirándome y diciéndome que no puedo hacer nada porque dejen de ser una seria amenaza para mi sosiego.

Parece que al final se decanta la duda por el “no”. Sabe Dios qué combates ha librado el Sol esta tarde. El caso es que a través de la ventana veo un trozo de cielo turquesa pálido y un arañazo de luz en el piso más alto del edificio de enfrente. Se retira la tormenta improbable. Esta noche habrá estrellas, supongo. Pero a mi alrededor siguen las sombras su danza indiscutible, su inefable tristeza.

Dejemos lo de hoy en un ejemplo: aquí está dicho todo sin haber dicho nada. O más claro, sin duda, otra vez por un tango:

Me da pena confesarlo,
pero es triste ¡qué canejo!
el venirse tan abajo,
'derrotao' y para viejo.

sábado, 21 de abril de 2007

Rey de la creación

Dicen algunas teorías que el azar forma parte del submundo de la naturaleza, o que el determinismo de lo grande bebe en su raíz del azar de lo infinitamente pequeño. Por ahí abajo suceden maravillas entre la danza inconcebible de una enormidad de partículas que saltan escalones de energía y se esconden en nubarrones de probabilidad burlándose del ojo del experto y sumando incertidumbres al iluso “demonio de Laplace” para el que “…nada podría ser incierto...” Heisenberg, en mi opinión un poeta de la Física, y otros grandes chamanes de la mecánica cuántica tuvieron la culpa de tal desaguisado en el microcosmos, donde la libertad de lo inconcebiblemente libre hace y deshace a su antojo entre lo posible y lo no posible.

¿Y nosotros? ¿A qué orden pertenecemos nosotros? A veces pienso que nuestra conciencia es una función de onda donde las pretensiones se diluyen en nubes de probabilidad y se concretan, de pronto, en una decisión, en eso que llamamos un acto libre. A veces imagino que cuanto decimos saber del mundo no es sino un saber de nosotros; o como dice Heisenberg: “…las leyes naturales que se formulan en la teoría cuántica no se refieren ya a la partículas elementales ‘en sí’, sino a nuestro conocimiento de dichas partículas”. Es decir, conocemos nuestro conocimiento; lo que, a pesar de mi proclamada misantropía, me permite, en un ataque de optimismo, proclamar que todo se da en el hombre, que la vertebración de la realidad es este “bípedo implume” también capaz, por lo demás, de las mayores atrocidades.

Las preguntas y lamentos del existencialismo en torno al sentido de la existencia humana tienen, incluso para el ateo o el agnóstico, una respuesta fácil que ya dije en El universo insensato: como el gigante Atlas, somos la espalda portentosa que sostiene el cielo... Y todo lo demás.

viernes, 20 de abril de 2007

Declaraciones y derechos

Un comité científico, al parecer, pretende promover una especie de Declaración Universal del Derecho a la Luz de las Estrellas. La verdad es que, oído así, la pretensión suena más a poesía que a jurisprudencia, aunque me parece harto loable que se quiera que la gente pueda mirar el cielo en lugar de las farolas de su calle o los anuncios del próximo horror que acabará comprando. Porque, la verdad, si a cualquier paseante urbanita, nocherniego y nada ducho en aritmética astronómica, se le asegurase que ahí arriba hay millones de galaxias y billones de soles, lo más probable es que nos respondiera que eso pasa en el cine, pero no en su barrio (prodigio este de la cinematografía, que es donde creemos que de verdad ocurre todo mientras relegamos nuestro día a día a una caverna de platónicas sombras). Quede claro, pues, que estoy más que a favor de que me retiren toda la basura de la noche y me regalen la vista con la impresionante brillantez de Orión o la encantadora y sutil diadema de la Corona Boreal. Otra cosa es el procedimiento.

En mi opinión, sobran declaraciones y faltan ejecuciones (quiero decir ejecuciones de lo que declaran las declaraciones, no seamos mal pensados). Hablamos mucho, pero decimos y hacemos poco. Demasiados comités para todo y para nada, excesivas comisiones, abusivos congresos. Todas y todos ellos con sus correspondientes dictámenes, conclusiones, acuerdos, serias advertencias… ¡Palabras para el sexo de los ángeles, y las murallas de Constantinopla ardiendo…! De Marx es aquello de que “los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo”. Yo no soy marxista, pero me parece que, en este caso, la exhortación de la cita está llena de sensatez.

Y basta ya de esa reproducción agotadora del número y variedad de derechos, o nos va a pasar lo que al sistema geocéntrico que, con su multiplicación de epiciclos y demás industrias para explicar la dinámica celeste, hizo exclamar a Alfonso X: “si Dios me hubiera pedido consejo para crear el mundo, no sería tan complicado”. Declaremos simplemente: todo ser humano tiene derecho a su plena y total humanidad. Ahí está todo.

Ahora, hagamos que se cumpla.

jueves, 19 de abril de 2007

La otra primavera

A lo peor fui demasiado duro el otro día con la primavera. Este hoy radiante, de una luz desesperadamente luminosa que ha bañado los árboles hasta el entusiasmo de los pájaros, y disfrazado la tierra más vulgar con miles de flores fugaces y modestas (¡cuántas amapolas hoy por casi todas partes!), y templado la piel de quienes barruntamos tactos más fríos cada nuevo año que pasa… Este hoy ha despertado en mí un punto de contricción. No es otro mea culpa: lo dicho, dicho queda. Ocurre, simplemente, que no es completo; que es, por tanto, injusto; que falta la oportuna palinodia para que el César tenga lo que al César corresponde.

A la lluvia, que anteayer salvaba, le faltaba el lujo que después el sol explota al sacar sobre los campos su verde mercancía. A la plaga voraz y depredadora de quienes invaden la naturaleza con paellas, camisetas de tirantes y bolsas de plástico, le faltaba el paseo silencioso por un camino forestal de dos enamorados. A las comuniones de la vulgaridad bajo estampados y pamelas blancas, les faltaba la convicción sincera de quienes creen en ello y la ternura de los encuentros con gente querida y muy de tarde en tarde reencontrada. A la Feria del Libro no le faltaba nada, simplemente, le sobraban los “famosos”…

Claro es que podría añadir muchas más cosas acerca de esta otra primavera y arrancar viejas verdades a su vital belleza, pero no quiero deteriorar aún más mi prestigio de varón antañón decididamente insoportable.

miércoles, 18 de abril de 2007

Vaciando el alma

(Como respuesta al comentario de mi amigo Julio en el “atardecer” de ayer)

Acababa el apunte de ayer aconsejando, en calidad de exótica terapia, un vaciado de los hechos del alma y una conservación de las emociones consecuentes. Entiendo que esto pueda sonar a retórica poética. Sin embargo, está dicho con toda la convicción del mundo. La forma habitual de entender la salud del alma pasa por su adaptación a la realidad; lo que yo propongo es absolutamente heterodoxo: se trata, contrariamente, de adaptar la realidad al alma; de mantener las emociones, pero depurarlas de los sucesos que las trastornan; de anteponer el corazón a la circunstancia y hacer luego con esta lo que se nos antoje. Se trata, pues, de perfeccionar o inventar, incluso, la memoria.

¿Cómo se hace esto? Tenemos, una vez más, un egregio ejemplo en Don Quijote, que conserva sus sentimientos en estado puro y acomoda a ellos la realidad torticera. Tiene una pasión y un mundo desapasionado (al que, por cierto, acaba apasionando con aquélla). Si necesita ejércitos y lo que halla son rebaños, hace el correspondiente ajuste para que los hechos vayan por donde deben. Tiene un amor y el pretexto de una aldeana vulgar, y el resultado es “mi señora Dulcinea”. Claro es que existen los curas y barberos (como ahora, aunque con otros nombres) empecinados en adaptar a Don Quijote al mundo; y junto a ellos toda esa insensata sensatez que certificaría que de lo que hablo es de la pérdida del juicio.

Pues si de locuras se trata, añado –para salvarme del diagnóstico– que el procedimiento de esa depuración y conservación extravagantes lo tenemos todos en la palabra. Muchos apuntes (yo diría que todos) de este blog comulgan con tal proceder. Así El gato de Schrödinger, abriendo la puerta a otros universos donde soñarnos en realidades paralelas; o El vendedor de recuerdos irreales, proporcionando pasados más amables a nuestra desolación; o La pasión del cómico, recorriendo la potencialidad ontológica del alma; o Raptar una sonrisa, recuperando un caminante, al pasear por “otro mundo”, un gesto hermoso que en el suyo no le fue dedicado. O Actos inútiles… O Poner puertas al alma… O Sísifo victorioso… Y muchos, muchos más, que podrían resumirse en aquel nostálgico Literaturizar la vida.

Así que hay dos vías para ese vaciar el alma y guardar las emociones: o nos hacemos con un caballo, un yelmo, una lanza y una inmensa llanura; o, simplemente, lo escribimos… O lo soñamos.

martes, 17 de abril de 2007

Aulas vacías

Esta tarde he visitado aulas vacías. Los escenarios cotidianos se vuelven misteriosos y apacibles cuando los recorremos fuera del tráfago y vértigo habituales. Adquieren entonces las cosas una estatura emocional de que carecen en su uso ordinario. Incluso lo que de ellas más nos desagrada o molesta, se minimiza para dejar paso a un punto de melancolía. La satisfacción, el orgullo, la ambición, el desencanto, el enfado, la discusión, el proyecto… todo lo que nos hace pasar, como a mi querido hidalgo, las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, parece alcanzar un grado de sosegada serenidad en esa ofrenda silenciosa de un pupitre deshabitado, de un cuaderno olvidado en una cajonera, de una pizarra con palabras y números sin mano que los trace ni ojos ya capaces de seguirlos. Un aula vacía es un paisaje de ternura para cualquier viejo maestro.

Y es que un aula no es más que un alma arquitectónica, un espacio de redes intangibles donde lo más hermoso de la vida humana –que es, que debe ser, la curiosidad, el asombro, el vínculo de cada quien con el todo que le forja; en una palabra, su identidad– queda retenido como en un cofre de maravillas.

Sin duda, en el día a día, no se da uno cuenta de nada: hay demasiada vida, demasiado estallido vital. Por eso hay que mirar desde esa lejanía de ausencias de que hablo. Pero tampoco nos damos cuenta de nosotros hasta que no decidimos visitar desde lejos los rincones y memorias que nos hacen e hicieron felices, que valieron y valen por todo lo que, a veces, tiene que dolernos.

Vaciad el alma de los hechos, pero dejad las emociones. Y visitaos. Es, diría un psicoloquesea, una terapia espléndida.

lunes, 16 de abril de 2007

Primavera con humor (véanse comentarios: imprescindible)

No soy muy amante de la primavera. Entre mis muchas rarezas, debe contarse también la disidencia con la mayoría de los mortales en lo que a predilecciones estacionales se refiere. Desde mi más tierna infancia he preferido el otoño y el invierno frente a sus más aplaudidos adversarios. La primavera me ha parecido siempre un poco cursi; y el verano, descaradamente hortera. Tengo, sin embargo, la impresión de que mi hostilidad hacia ambas es de índole social antes que climática. Si sólo se dejase obrar a la naturaleza, quizá mi sentimiento no llegase a tanto; pero, para mi desgracia, hay que contar también con el animal urbano.

El animal urbano es más digerible mientras permanece en su casa; lo que, por razones obvias, ocurre con más frecuencia durante el otoño y el invierno (si bien es cierto que cada vez menos). Contrariamente, en cuanto se ventean los primeros aires primaverales, esta especie se lanza al mundo como una plaga de langostas de insaciable voracidad. Todo lo llenan, lo ensucian todo, todo lo trastornan con sus afeites, sus colorines, sus desechos, su capacidad de ruido. Parques, jardines y bosques empiezan a temblar. Pero también las ciudades, con los niños “de comunión”, por ejemplo, comiéndose un donuts de chocolate; con sus madres adornadas de floridos estampados y casi siempre bajo una pamela blanca; con sus padres, con sus tíos, con sus primos y con una señora indescriptible, igualmente estampada, amiga “de toda la vida”.

De la primavera de Madrid sólo se salvan dos cosas: la lluvia y la Feria del Libro; ambas, desgraciadamente, en franca decadencia; aquélla porque cada vez es más infrecuente (aunque este año se está portando), ésta porque empieza a tener un tufillo a “famoseo”, pestilente sin duda, lo que la convierte en un mercado de firmas con que posteriormente se presume de modo incomprensible.

En fin, que tampoco en esto hay quien me aguante.

domingo, 15 de abril de 2007

De la razón a la sensibilidad

En la pared que queda por frente a donde siempre escribo hay un cuadro de Claudio de Lorena. Se trata de una réplica del “Embarque en el puerto de Ostia de Santa Paula Romana”. Me lo regalaron hace casi treinta años y desde entonces ha sido testigo y compañero mudo de mis desalientos y mis entusiasmos. De Lorena, en general, de este lienzo, en particular, siempre me ha conmovido la luz, esa luz crepuscular que sale desde el fondo, desde el centro geométrico del fondo, a partir de un disco solar tenue sólo presumible en visión indirecta, y luego me arrastra la mirada hasta el muelle donde llego a oler el mar en el color del mar. Mi conmoción es, pues, una conmoción sensorial, un confusionismo entre la vista y el olfato, entre un sentido evolucionado y un sentido arcaico.

Creo que esa es la función de cualquier manifestación artística, conmover, arrastrar a la razón al juego de la sensibilidad, o de la "sensorialidad", o de la sensualidad; sacudir a la conciencia intelectual un varapalo de vida en que la inteligencia se encuentra con el alma en el cruce de una cenestesia maravillosa. Tanto da que sean palabras que nos enternezcan, notas musicales que nos entusiasmen, formas que nos emocionen, volúmenes que nos impresionen o colores que nos seduzcan. El arte estará siempre más allá del conocimiento, más allá del contacto inteligente con el mundo porque arrancará al mundo de su simple comprensión y lo devolverá en perfecta armonía a la doble dimensión, animal y angélica, que nos define. Es la honda y machadiana palpitación del espíritu.

Por eso me deja frío el intelectualismo en el arte, por eso no soporto la palabra "investigación" como compañera de viaje de ninguna de sus manifestaciones.

sábado, 14 de abril de 2007

In memoriam

Me ha venido por uno de esos destellos imprevisibles de la memoria. Era un buen amigo. Fue un gran profesor. Tenía esa madera, adormecida por los años, de los que, siendo poetas de verdad, no hallaron quizá la dársena propicia para construir su barca. Hablaba con él de Literatura y del tiempo, no del que llueve o solea los campos, sino del que hace y deshace los paisajes del alma. Si yo empezaba:

Y pues vemos lo presente
como en un punto es ido
y acabado...

Redondeaba él:

si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.

Y, del brazo de Jorge Manrique, continuábamos después desentrañando lo divino y lo humano de este quehacer irreversible de los días y no-días en que fraguan nuestros sueños su destino. Era hombre de hermosas palabras y definida elegancia en su uso. La vida acabó haciendo con él lo que con todos, más hoy o más mañana, hace. Se llamaba Jesús María Rodríguez y, allá por 2002, dediqué a su recuerdo este soneto que pongo hoy aquí, por si acaso las almas que nos han dejado, leen también en estas industrias de hogaño:

Quiero soñar que ahora estoy contigo,
que me oyes y me ves, que me consientes
las horas y la luz supervivientes,
las aulas que nos dan dolor y abrigo.

Quiero creer que estoy y estás conmigo
repasando los días y las gentes,
y que siembran de nuevo adolescentes
tus hermosas palabras, viejo amigo.

Quiero anular tu ausencia, que no pueda
diluir en silencio tus asuntos,
distraer tu memoria en el olvido.

Quiero creer, saber que aún nos queda
tiempo para empezar un verbo juntos
en el claustro de un verso atardecido.

viernes, 13 de abril de 2007

Malos viernes ya

Mal viernes; mal estilo el de este viernes que me vino rebotado de averías; este viernes de ángeles con artritis en los omóplatos que no pueden levantar el vuelo a más de 56 Kb por segundo. Mal viernes y demasiada metáfora para evitar que me salga la bilis por el teclado mientras esa casi amante, de acrónimo ADSL y que me está bebiendo el alma, cae en coma de nuevo después de 22 días. Y yo, que al parecer no puedo prescindir de su erotismo, me lío con la primera que pasa: una tal Data Módem, que es más lenta en su hacer, que es casi exasperante; que si trata de hablar, tartamudea; que si escribe, lo hace en renglones pareados, quiero decir que pone dos y, al cabo de un ratito, otros dos, y después, después, después… dos y dos de repente. Y otra pausa, larga, excesiva. Vamos, para morirse de un ataque de paciencia.

Puedo mirar, eso sí, la tarde lentamente atardecida o ver crecer la hierba, que es un lujo visual que raras veces me permito. O caer en la cuenta de que no fue un mal viernes porque se haya averiado mi línea adsl, que ha sido un mal viernes porque yo estoy perdiendo las ganas de los fines de semana; o las ganas, sin más, de las semanas con todos sus días, y de los meses con todas sus semanas, y de los años con todos su meses. Ya no hay tierras prometidas. Y soy yo el que lo sabe, y yo su causa, aunque quiera encontrar un empedrado al que echar la culpa; aunque en realidad sepa que esa cuna se mece en esta alma, medio metro más abajo de los ojos, que es donde la edad descubre su derrota.

Pues ahí, a medio metro de mí, a muchos de casi todo, este viernes no tuvo buena cara.

jueves, 12 de abril de 2007

¡Poetas, poetas, poetas...!

Hoy iba a escribir, otra vez, de lluvia y de sonrisas. De aquello, porque ha llovido; de esto, por casi lo mismo. Tenía ya hasta las Sonatas de Valle Inclán entre las manos; la de Otoño en concreto, donde creía recordar una hermosa referencia a un día lluvioso. Es parte de ese lícito saqueo a “los grandes”, que se nos permite cuando escribimos, para engalanar lo que vamos a decir. Pero me han interrumpido: me han traído un libro de poemas (?) para que “le echase un ojo”. Y el resultado ha sido una moderada conjuntivitis y la imposibilidad de recuperar el estro que me venía. No puedo comentar nada de ese libro, sencillamente porque ese libro no dice nada. Callo el autor y callo el título: yo no soy ni crítico literario ni poeta. Lo que no puedo callar es lo que me ha parecido más indecente de todo y es que “el tal” es profesor –de 2º de Bachillerato–, vende su “obra” a sus alumnos y, lo que es peor, se la hace leer y comentar (?) para que aprendan su asignatura. Supongo que “el tal” no encuentra en la Historia de la Literatura firmas de mayor autoridad y relumbre.

Uno no deja de preguntarse qué demonios habrá hecho la pobre poesía para merecer ese maltrato a que se la somete y la impunidad con que se hace. Si indagáramos por ahí, sabríamos de mucha gente que juega al tenis o al fútbol y ninguno se define como tenista o futbolista. Sin embargo, cualquier patán que pergeña cualquier majadería en renglones más cortos que los habituales se llama poeta. ¿Por qué? ¿Por qué santa determinación de los hados la gente es tan humilde ante el músculo y tan soberbia frente al verbo? ¿Por qué se demanda tanto esfuerzo para situar el balón en una escuadra –que, por otra parte, me parece muy meritorio– y tan ninguno para que las palabras discurran con la belleza que les corresponde? ¿Por qué habrá tantos “poetas” que “van de poetas”, como dicen los buenos poetas que conozco?

Sólo Dios sabe cuánto lamento no haber hablado hoy de lluvia y de sonrisas.

miércoles, 11 de abril de 2007

Las amapolas y nosotros

El otro día vi las primeras amapolas, que son flores modestas pero radiantes. Exigen poco para ser, probablemente nada. Da lo mismo el terreno en que se encuentren, destacan sin querer; desvían obligatoriamente la mirada del paseante hacia el rincón imprevisto en que se descubren por mero azar del camino. Solitarias, pero sin empacho para florecer junto a cualquier cosa. Ajenas a su virtud de hermosear todo a lo que se acercan, las he visto convertir en espectáculo la rutina monótona de las autopistas, transformar solares y escombreras en paisajes de impensable voluptuosidad, arrebatar a la luz blanca el lujo de sus ondas más apasionadas. Son el catalizador de una belleza capaz de acomplejar incluso a las mismas rosas; no digamos ya a las magnolias, tan exuberantes, tan excesivas, tan inmensas.

Conozco a gente así, que es un regalo para una especie tan creída y vanidosa como la nuestra. Personas que parecen ir de puntillas sobre la vida para que no se les note. Aunque sea empeño inútil, aunque las pisadas más escandalosas de los otros no puedan impedir que oigamos el extraordinario silencio de las suyas. Cuando están, es inevitable que reparemos en ellas; cuando no, es imposible no echarlas de menos. Uno se pregunta a veces qué parte del conocimiento de la Historia se nos escatima, cuánta grandeza anónima, forjada por gente así, ha convertido los solares de las naciones en el rostro más bello de sus imperios sin que nosotros sepamos nada.

Decididamente debiéramos dedicarnos al cuidado de las amapolas.

martes, 10 de abril de 2007

Contar sombras

Hoy he estado a punto de cerrar estos apuntes. Siento un cansancio que no tiene nada que ver con lo que la gente entiende por cansancio. Nada de agotamientos o fatigas o depresiones (cómo odio este término) al uso. Simplemente, me cansa contar sombras. Y es que, como en la “Retirada” de Martínez Mesanza:

El corazón del viejo se ensombrece
mientras las muchas sombras enumera,
y otra guerra recuerda y otros hombres.

Hay sombras por todas partes. Sombras desamparadas de los cuerpos que las permitieron, que las hicieron caricia de los muros y de las cosas, que las dejaron caer distraídamente sobre los volúmenes de este mundo que pensamos –o creemos– real. Las hay de todos los tamaños, colores y densidades. Hay sombras insignificantes de momentos brevísimos que circularon entre los objetos con una sonrisa humilde. Hay sombras grandiosas que recortó la luz de algún día maravilloso y cubren avenidas y parques y jardines por completo. Hay sombras oscuras adheridas a la tierra que se troquelaron en las horas tristes. Y sombras suaves y sutiles que perfiló el amor; o densas y grávidas que disecó cualquier error nuestro.

Y están por todas partes, con su precaria existencia hibernada, en su condición de casi no ser, agarrándose con desesperación a los volúmenes por que anduvieron. Están esperando el milagro prometido de su resurrección en una mirada nuestra, en una mirada sin lágrimas para que no se diluyan. Me conmueve recordar estos versos de Amalia Bautista a su padre (perdóname, Amalia, si con ellos duelo):

Ya estoy aquí. No llores que tu llanto
podría disolverme en las tinieblas
de nuevo y para siempre.

Creo que era egoísta mi cansancio. Seguiré contando sombras, seguiré siendo el pretexto de su resurrección.

lunes, 9 de abril de 2007

El parentesco con la holoturia

Existen mecanismos extraordinarios de defensa en la naturaleza. La idea siempre es que la vida siga adelante, que pueda continuar desafiando esa contumacia del silencio definitivo al que se le van las horas excavando galerías bajo nuestras pisadas. En este sentido, la holoturia (un ser poco agraciado, por cierto) se me antoja particularmente sorprendente. Un animal que practica una especie de pseudosuicidio para sobrevivir, que arroja su alma al exterior para eludir una situación de peligro inminente es, reconozcámoslo, un personaje peculiar. Habría que matizar, tal vez, que lo de “arrojar el alma” es una metáfora, en realidad lo que hace es expulsar sus vísceras; y además, el tanático gesto tiene trampa pues, en algunas semanas, las reconstruye con elegante displicencia. En cualquier caso me parece una catarsis espléndida por amor a su vida.

Yo no sé si Freud era experto conocedor de este extravagante equinodermo, de lo que estoy seguro es que el psicoanálisis practica una estrategia bastante similar. Y quien dice el psicoanálisis dice otras muchas industrias culturales y religiosas con que los seres humanos hacemos por salir adelante y eludir la amenaza constante en que el vivir se acerca al no vivir, o al desvivirse al menos. En mi caso, no me cabe la menor duda: escribo –poesía sobre todo, que es tanto como arrojar al exterior los malheridos tejidos del alma– cuando me siento en peligro, cuando la realidad me acorrala y no me deja ningún desfiladero para la retirada honrosa, cuando los hechos sitian ese vulnerable fortín que es la soledad de uno.

Claro que esto me pasa a mí, que no gozo de la poesía como ejército de empresas grandes sino como herrumbrosa espada de supervivencia en mis desiertos. La literatura –qué extravagancia– es mi parentesco con la holoturia.

domingo, 8 de abril de 2007

Ojos y belleza

Nada descubro si afirmo que la mirada puede ser todo un diccionario de impronunciables palabras, que los ojos han invadido la literatura, no sólo como objeto de admiración, sino también como sujeto de comunicación. En ella –en ellos– podemos cifrar casi todo: la comprensión, la duda, el escepticismo, el dolor, la veracidad, la mentira, la esperanza, la pasión, el desencanto, la ira, la tristeza… Mirar a los ojos es señal de franqueza, pero también de arrogancia. Cuanto digo está escrito en los códigos milenarios de la vida, registrado en las pautas del comportamiento animal y reelaborado de modo maravilloso por el hombre en el arte.

Por eso los ojos son asiento de especial emoción estética. En pintura recuerdo algunos particularmente impactantes. De Velázquez, por ejemplo, “Sor Jerónima de la Fuente”; del Greco, “El caballero de la mano en el pecho”; de Crespi, los de la Virgen en su “Piedad” (anegados por unas lágrimas que parecen estar a punto de resbalar por el lienzo): ojos que amenazan, ojos que parecen verte, ojos que sufren. También la literatura es maestra en su admiración y homenaje, y es tan amplio el catálogo que cualquier referencia va teñida de inevitable subjetividad. Para mí, sin duda, el Conde de Villamediana y aquellos dos milagros en que se acomodan alta deidad y ser esclarecido.

No pretendo hacer ninguna selección de obras significativas centradas en la mirada o en los ojos. Esto es sólo un lamento, un indicativo de lo que echo de menos en el tratamiento de la belleza en nuestros días.

Me quedo con los tópicos clásicos y renacentistas; discrepo de los cánones que galopan entre la ordinariez y la vulgaridad, por un lado, y el diseño de perchas enfermizas, por otro; los cánones que olvidan cualquier dimensión expresiva del cuerpo y se quedan con la sensualidad o el mercado de convencionales modas como únicos criterios.

sábado, 7 de abril de 2007

Ausencias en el alma

Sucede de repente. Un día –un día triste– caemos en la cuenta de que la cifra de nuestros muertos ha crecido de modo alarmante. Por lo común, solemos haber pasado en ese punto la frontera de los cincuenta. De pronto, nos percatamos de que el tiempo, nuestro tiempo, ese precario ser que hemos podido atesorar con indecible esfuerzo, está escoltado por una multitud amada y silenciosa de ausencias que descubrimos con dolor en la memoria. En esa multitud se guardan los relojes, ya inmóviles, que alguna vez marcaron los días del cariño, las horas de la risa, los momentos de la esperanza. Con esa multitud yace lo único que verdaderamente somos, la única esencia consistente de eso que llamamos biografía.

En cierto sentido es contradictorio, pero la "materia" de que está hecha nuestra vida es la incontestable evidencia de nuestros muertos. Tal vez por eso con los años descubrimos que cada vez tenemos más cosas de que hablar y menos interlocutores con quienes hablarlas. Justo al revés que en la juventud, en que la aparición de personajes supera a la de asuntos; o si no, a la intensidad de los asuntos. Nuestro vivir con aquéllos, desarrolla el sentido de éstos. Por eso la vida es palabra con los otros, pero con unos “otros” a los que nos acercamos como a un “tú”; no, según ya dije días atrás, como a un “muchos” amorfo e impersonal.

La vida para el hombre es lenguaje entusiasmado con quienes nos hacen; y la muerte, el silencio con uno mismo.

jueves, 5 de abril de 2007

A propósito de hoy

La realidad de la "cruz" tiene una notable presencia en nuestra lengua: uno "se hace cruces" ante determinado sorprendente suceso, otro jura y amenaza “por esta cruz”, un tercero está “entre la cruz y el agua bendita” advertido de inminente peligro e incluso alguno "carga con su cruz" con espíritu de piadosa resignación.

Infortunadamente la precariedad de nuestras ideas acaba por empobrecerlo todo, como si fuéramos incapaces de ir un poco, solamente un poco, más allá de lo que el primer sentido de los símbolos nos sugiere. La "cruz" es dolor –¡cómo negarlo!– y eso es lo que nos embota la razón, porque el dolor lo interpretamos sólo desde el padecimiento del daño. Pero el dolor excede la animal interpretación del sufrimiento: el dolor también es racional efecto de nuestra intervención en la realidad. En este sentido, la "cruz" es mucho más que la resignada aceptación del infortunio con que la adversidad nos pone a prueba: la "cruz" es la reafirmación histórica de la libertad, el encadenamiento trágico del hombre a las consecuencias de su particular naturaleza. Y para decírnoslo, asumiendo la muerte como precio de su libertad, el propio Cristo –tanto da para este caso que se le piense como Dios o como personaje de especial significado en la Historia– arrostra la circunstancia injusta, afronta su determinación y "carga con la cruz" de la realidad que ha elegido. Aunque nos pese, la "cruz" es la responsabilidad, no la pasiva aceptación de un destino adverso.

Nuestro agnóstico siglo debiera aplaudir esta pedagogía si realmente fuera tan amante de la libertad como proclama. Que tal no ocurra es consecuencia, de nuevo, del fariseísmo ideológico que vivimos: no nos engañemos, el concepto de libertad está tan prostituido como el resto de nuestra mendaz axiología. Ser libre es ejercer el antojo y olvidar inmediatamente. La responsabilidad ha sido arrancada de la ética y colgada en el ropero de los armarios institucionales. Por eso no hay "responsabilidad", sino "responsabilidades" (ya hablé de la “divisibilidad” como la gran enfermedad nuestra), plural éste que la aparta de cualquier tentación de universalidad humana y la cosifica, la metamorfosea en simple secuela que deriva del ejercicio de una actividad socialmente evaluable. Fuera de ello los hombres y mujeres de hoy no son responsables de nada que concierna, ciertamente, a su moral esencia. Pero entonces ¿de qué libertad hablamos?, ¿de ese engendro bucólico de fábula infantil que se empeña en proclamar que los "pajarillos" del campo son libres? Hemos perdido por completo la seriedad de los argumentos: queremos hacer lo que se nos antoje sin tener que pedirnos a nosotros mismos cuentas de nada, queremos que la "cruz" sea liviana, mejor aún, que "no sea cruz", queremos construir el ser, pero como si el ser nos fuera dado y nada tuviéramos que responder por ello, queremos una libertad que se autoaniquile.

El hombre ya no es una "pasión inútil", que decía Sartre, sino una pasión cobarde.

miércoles, 4 de abril de 2007

De la autocrítica a la tristeza

Reconozco que ayer me puse algo espeso. Tanta matemática, tanto que si "dentro" que si "fuera", tanto delirio de mundo racional o irracional; tanta arrogancia enunciativa (“no me sorprende…”, “no me interesan…”, “elegante sandez…). La verdad es que a media tarde tuve una subida en la sangre del índice de melancolía y, cuando empecé a escribir, quise por todos los medios evitarla y evitarme. De ahí, la frialdad de los cristales. De hecho, llevo unos cuantos días bregando con estas alteraciones “anímico-hematológicas”. Y mucho me temo que, en cuanto baje la guardia, se van a poner por montera mi tenaz voluntad.

Por ejemplo, hoy; un día de contraluces débiles, de lluvia y verde recién nacido en esta casi contrita primavera (si estará dolida por su presumible sensualidad que hasta se ha puesto a nevar al otro lado del Guadarrama); un día con prisas de ocio, que son como las de negocio, pero, al parecer, más letales; un día en que los ciudadanos se disponen a disfrutar de unos fechas que en su origen no eran para “disfrutar”, sino para “conmemorar”; aunque, en realidad, ya sabemos que actualmente las fiestas carecen de festividad: ni celebran, ni evocan, ni festejan. Son paréntesis de nada que se llenan con esa ordinariez que es el turismo, y digo ordinariez porque, a pesar de tanto movimiento de la gente de un lado para otro, no nos ha hecho más cultos, ni más inteligentes, ni más críticos. Es como todo: se publica mucho, los ciudadanos compramos libros copiosamente, el número de internautas crece como la espuma, las exposiciones registran afluencias masivas de un público ávido y curioso… Y sin embargo, no sé si será otra enfermedad mía, yo veo a la gente cada vez más vulgar, menos cultivada, más incivilizada, nada exquisita.

No está mal, con estas reflexiones he conseguido controlar, de nuevo, mis índices “anímico-hematológicos”. A lo mejor ha influido este sol que acaba de salir como queriendo coronar el atardecer de hoy. Aunque me parece que no, sencillamente porque no me he sacudido de encima la melancolía: la he sustituido por la tristeza.

martes, 3 de abril de 2007

De la cristalización al "principio antrópico"

Siempre me ha llamado la atención la cristalización de los minerales. No me refiero al proceso, al cómo (que también): para eso está la ciencia que sabe mucho de casi todo. Ocurre, a mí por lo menos, que las preguntas que más inquietan no quedan satisfechas por el enunciado de los mecanismos que las explican. Lo que nos admira es por qué son las cosas que son. Pero, no cunda el pánico, a pesar del dichoso verbo “ser”, no tengo la intención de ponerme metafísico; en todo caso, estético o matemático que, en apreciación kantiana, son bastante coincidentes.

No me sorprende, aunque me agrade saberlo, que existan procesos de sublimación, de precipitación, de metamorfismo… que explican cuándo, dónde y en qué circunstancias los minerales cristalizan. No me interesan ahora las fuerzas o energías que la naturaleza pone sobre el tapete para que surja la maravilla de un cristal de cuarzo. La ciencia, a la que amo y admiro, me deja siempre a medias. Lo sorprendente, lo ciertamente sorprendente, es que los átomos se dispongan en una estructura que mantiene proporciones matemáticas, de resultas de lo cual aparece un cuerpo racional y estético. Lo extraordinario es que haya matemáticas y estética (aunque esto segundo se me discutirá bastante) no sólo en la cabeza del hombre, sino en ese exterior, anónimo y mudo sin nosotros, que es la naturaleza. Un realista (es decir, cualquiera hoy en día) me dirá que confundo la secuencia, que hay matemáticas en nosotros porque antes están “ahí fuera”. Bueno, dejemos esto de “dentro” y “fuera” que, no sólo Kant, también la mecánica cuántica lo han trastornado ya bastante. Al realista (¿ingenuo?) habría entonces que preguntarle: ¿y por qué hay proporciones, equilibrios, armonías o constantes matemáticas en "ese exterior”?

Y he aquí lo que se responde invocando el principio antrópico: “porque si el mundo no fuera así, tú no estarías en él con tales inquietudes; esa pregunta carece de sentido”.

Una elegante sandez que deja intacta mi curiosidad: un mundo sin razón, un mundo que “no fuera así” ¿podría ser?; ¿puede la ciencia racional demostrar que “existe” o “puede existir” (no sólo pensarse) un universo irracional? Y si no puede, ¿responde a algo esa respuesta?

lunes, 2 de abril de 2007

Hasta mañana

(Severamente serio hoy. Cerremos el día con un... soneto, por ejemplo)


Dijiste “hasta mañana”; y parecía
que aún habría tiempo, que mañana
vendría un día más a esta ventana
a renovar la luz que te advertía.

Veinticuatro impaciencias de agonía
que me han robado el alma circadiana
a fuerza de esperar. Espera vana:
¡no habrá jamás un nuevo mediodía!

Me quedan unos versos fragmentados
por algunos rincones del olvido.
En su noche recorren tu desierto.

De retirada van y derrotados
por no haberse en tu nombre reunido.
Dijiste “hasta mañana”. Y no fue cierto.

Estereotipos y paradigmas

Es curioso, pero, de tanto apelar a nuestros saberes y conocimientos como rasgos distintivos frente a las demás especies, se nos ha olvidado que lo que auténticamente nos diferencia de ellas es que somos el único animal capaz de creer. Las abejas saben geometría de prismas hexagonales, los castores ingeniería hidráulica, las cigüeñas arquitectura doméstica… Por supuesto, ninguno sabe que lo sabe, pero no por ello dejan de ser saberes. Lo que no pueden hacer ni la abeja ni el castor ni la cigüeña es “creer”. Eso es cosa nuestra.

Lamentablemente nos hemos vuelto demasiado pragmáticos y las creencias no reportan ninguna utilidad material. Suponen, eso sí, valor moral y paradigma: una suerte de brújula que marca remotos nortes para impedir que naufraguemos en el inevitable caos que es la vida. “Pero esto ¿para qué sirve? – me dirán–: uno puede vivir perfectamente siguiendo estereotipos y consignas incorporadas de los demás que, a fin de cuentas, son sociedad ya civilizada”. Dejando aparte eso de que nuestra sociedad sea ya civilizada, no sé si se podrá “vivir realmente” así; pero sí sé que, como en teatro, la inmoralidad consiste en el gesto acomodaticio, en el ademán que, por esperado y manido, traiciona la credibilidad del actor en escena. La inmoralidad es la encarnación del estereotipo.

Y es que una cosa es el intérprete de estereotipos y otra, muy distinta, el seguidor de paradigmas. Aquél es un sujeto convencional; éste, un tipo moral. Y así, mientras el "intérprete" se limita a reproducir el modelo recibido sin asumir ni analizar nada, el "seguidor" analiza y asume el paradigma; pero no lo interpreta: lo vive moralmente. La Historia ha atravesado etapas de uno y otro sello; no nos será muy difícil identificar en cuál estamos ahora.

Aunque ya sabemos que la entropía acaba imponiendo su dramático fatum; y, a fin de cuentas, un estereotipo no es otra cosa que un paradig­ma en avanzado estado de descomposición.

domingo, 1 de abril de 2007

Convencionalmente incorrecto

Ha terminado hoy la tarde como debía; quiero decir, lloviendo. Es un deber de las fechas que corren y, tal vez, la única esperanza para acabar con la sequía en nuestras latitudes. No sé cómo no se le ha ocurrido a nadie: si se decretase una Semana Santa cada quince días, tendríamos garantizada una quincena mensual de copiosas precipitaciones. Y además, yo sería feliz. Entiendo que esto importe menos, aunque para mí es algo bastante digno de tenerse en cuenta.

La verdad es que me gusta la lluvia y el color del día lluvioso, la convicción de intimidad que deja, los jardines silenciosos y vacíos, el olor del aire… Cuento, por supuesto, con todas las réplicas agoreras: “sí, todo precioso, pero ¿y los atascos?, ¿y la incomodidad de los paraguas?... Eso si se trata de una jornada de trabajo porque si estamos de vacaciones, ¿qué clase de vacaciones son ésas? No se puede tomar el sol, no se puede holgar en la playa, no se puede pasear (?)...”

Lo siento mucho, pero me da lo mismo. Además de cuestionar todas esas apreciaciones, no tengo más remedio que argumentar que no hay nada que guste que no tenga inconvenientes. En mi caso, desde luego. Quizá por eso todo el mundo está empeñado en demostrarme lo malo que es fumar (que, por otra parte, ya lo sé), o beber (que sucede otro tanto), o tomar bicarbonato (que me encanta), o “relacionarme” poco (esto sí que no lo entiendo, ni entiendo que le importe a nadie), o que no soporte la verdura (que me parece perfecta, para los antílopes, por ejemplo), o que sea apasionado (toda pasión es destructiva), o misántropo, o antipático, o nada “divertido” (menos mal, diría yo)… En fin, que como soy un asquito (conste que callo otras muchas incorrecciones porque me cuido de la Laica Inquisición), añado para completar mi desagradable imagen que me gusta la lluvia.

Y es que me pasa lo que a Cyrano:

Yo al ver uno que, ceñudo,
me niega al paso el saludo
pienso “un enemigo más”.
Y gozo…

¡Qué le vamos a hacer!