miércoles, 11 de abril de 2007

Las amapolas y nosotros

El otro día vi las primeras amapolas, que son flores modestas pero radiantes. Exigen poco para ser, probablemente nada. Da lo mismo el terreno en que se encuentren, destacan sin querer; desvían obligatoriamente la mirada del paseante hacia el rincón imprevisto en que se descubren por mero azar del camino. Solitarias, pero sin empacho para florecer junto a cualquier cosa. Ajenas a su virtud de hermosear todo a lo que se acercan, las he visto convertir en espectáculo la rutina monótona de las autopistas, transformar solares y escombreras en paisajes de impensable voluptuosidad, arrebatar a la luz blanca el lujo de sus ondas más apasionadas. Son el catalizador de una belleza capaz de acomplejar incluso a las mismas rosas; no digamos ya a las magnolias, tan exuberantes, tan excesivas, tan inmensas.

Conozco a gente así, que es un regalo para una especie tan creída y vanidosa como la nuestra. Personas que parecen ir de puntillas sobre la vida para que no se les note. Aunque sea empeño inútil, aunque las pisadas más escandalosas de los otros no puedan impedir que oigamos el extraordinario silencio de las suyas. Cuando están, es inevitable que reparemos en ellas; cuando no, es imposible no echarlas de menos. Uno se pregunta a veces qué parte del conocimiento de la Historia se nos escatima, cuánta grandeza anónima, forjada por gente así, ha convertido los solares de las naciones en el rostro más bello de sus imperios sin que nosotros sepamos nada.

Decididamente debiéramos dedicarnos al cuidado de las amapolas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso texto, Antonio.

Antonio Azuaga dijo...

Pues gracias otra vez. Y que sepas que los cuatro o cinco lectores que tenéis la generosidad (debiera decir lealtad) de pasar por aquí sois todo un estímulo. Tengo por ahí el poema de un náufrago que salva las cosas que considera indispensables para un hombre: una caja sellada que contiene cuartillas en blanco y un libro de Quevedo, un bolígrafo (“bic”, por cierto), unas cuantas botellas de Bourbon y el retrato de una hermosa mujer que no conoce. Luego se dedica a copiar los versos de Quevedo para enviárselos a esa mujer en las botellas, que previamente se ha bebido, claro está. Vamos, que siempre escribimos para que alguien nos lea. ¡Imagina la cara del náufrago si un día recibiera respuesta!
Así que, muchas gracias por vuestras lejanas (o próximas) “botellas con mensaje”.

Anónimo dijo...

¡Si se le ha acabado el Bourbon, no habrá respuesta que le alegre la cara!

Antonio Azuaga dijo...

Al final del poema le quedan tres botellas; o sea, que en poquito tiempo lo va a tener crudo.