miércoles, 28 de noviembre de 2007

Ese raro silencio

Ya no es Jekyll lo que era. Hoy, por ejemplo, me ha dejado esta nota en el escritorio:

Noto el silencio, ese raro silencio que no niega el sonido, pero duele en la palabra; que se hace sentir en el olor de las cosas o en la yema de los dedos; o en la fibra terminal de una mirada que cruza fortuita por nosotros. Ocurre como ocurre una advertencia de signos inefables: más allá de lo que nunca llegará a decirse, más allá de lo que nunca se podrá pensar.

Un día, de pronto, sucede el silencio, como el olvido sucede, sólo advertido por alertas experimentadas, sólo sabido por entrenadas memorias.

Y es un día como todos los días… Aunque, dolorosamente vacío.

martes, 27 de noviembre de 2007

Oración contra el egoísmo

Santa Plenitud que me corrige con mano de ternura, no permitas que dañe a quienes amo. No consientas que salga de mi boca palabra que les turbe; ni gesto de mi rostro ni pulso de mi vida que rompa un solo sueño que en mí depositaran. No permitas que cargue con lágrimas inocentes las alforjas de mis actos. No me dejes caer en la traición de ese pacto de amor ante sus almas.

Ni permitas, Santa Plenitud, que dañe a quien no supe querer o dejé la voluntad en abandono de querer como debiera.

Líbrame de esa maldad tan pura que sólo de sí cuida y sólo a sí se busca, que sólo a sí pretende.

Aunque sean de mi alma las demás pobrezas, Santa Plenitud; aunque así sea.

lunes, 26 de noviembre de 2007

El vencido

Hoy tampoco escribo; ensayo otras posibilidades, porque me aburro de mí mismo. Reconozco que Mahler ayuda bastante. Es de 2001, del último poemario (casi el único) que publiqué. Encontré la carpeta por casualidad, buscando por este baúl de 40 Gb. unas rancheras de Jorge Negrete, que es un cantante que, actualmente, debemos de conocer mi padre, yo y media docena de personas más. “Pinchad” sobre el siguiente título y si no funciona, perdón por mi torpeza:

El vencido (1998, La asamblea de las sombras)

sábado, 24 de noviembre de 2007

Sin ganas...

Sin ganas de ciudad. Sin ganas de gente. Ni de salir ni de entrar. Sin ganas de palabras… Ni de mirar por la ventana a ver si llueve de nuevo; o llueve por fin o ya no lloverá nunca… Sin ganas de contar las hojas que han caído los últimos días… Ni de hablar de nada ni con nadie; ni conmigo siquiera… Sin ganas de inventarme memorias no posibles o de disimular la estupidez propia… Sin ganas de remover los fondos de agua turbia en el alma…

Sólo con ganas de echar el cierre. Sólo con eso.

viernes, 23 de noviembre de 2007

La inadvertencia


Lleva mi nada allí una eternidad,
ajena al mundo –¿qué es el mundo?–,
extraña al día –¿qué habrá sido
de esa última luz que la guiaba?–…

Tiempo que ya no es tiempo, sino ruina
medida en soledades. Tiempo y nada
que no quiere ser nada y no ser tiempo.

Lleva una eternidad sin ir al templo
de tus ojos, sabiendo singladuras
de naves extranjeras que allá arriba
dejan la estela blanca de su paso.

Y tú, que no respondes, que no enciendes
al polvo de ser nada inadvertida
el signo de ser alma enamorada,
que le has negado el último refugio
de, una vez más, mirarla, de tenerla
a salvo en una imagen, protegida
de la noche en el fondo de tus ojos,
en ese altar de luz que no la mira
hace una eternidad de niebla y frío.

(noviembre, 2007)

jueves, 22 de noviembre de 2007

El corazón perezoso

Esta mañana se me ha dormido el corazón. Mea culpa, reconozco que suena a cursilería se mire por donde se mire, que tiene un tufillo a epistolario romanticoide que no hay por dónde cogerlo. Sin embargo está dicho desde la funcionalidad más rigurosamente enunciativa del lenguaje. Quiero decir que he tenido una sensación similar a cuando se te duerme una mano, o un pie, o un carrillo después de una sesión en el dentista. Incluso lo he comentado en mi humana circunstancia, que, por cierto, no me ha hecho mucho caso. Uno que, aprovechando la extravagante enunciación de su molestia, pensaba explotar el capital del mimo y atención ajenos, lo más que ha recibido han sido algunas orientaciones técnicas sobre la conveniencia o no de hacerse un electro, amén de un par de sonrisas de moderada incredulidad. ¡Tenga usted amigos para esto!

Debo ser más cuidadoso en la selección de padecimientos que acompañan a esta bomba impulsora de tan metafóricas posibilidades. La verdad es que, prescindiendo de la cursilada, lo último que querría es que se me durmiera el corazón. Pase que se harte de ese quehacer no remunerado de llevar cincuenta y siete años enviando suministros al cuerpo que me aguanta. Pase que un día me diga: “muchacho (a veces se me pone sarcástico), hasta aquí hemos llegado: o revisamos el convenio y dejas el tabaco y el bourbon, o este servidor se pone en huelga indefinida”. Pase que un día me cante, con cínica perversidad, aquello de “Adíós con el corazón / que con el alma no puedo…” Pero que se duerma, no; que se guarde mis sueños, no; que me ponga de pie cada día sin los cuatro entusiasmos que me quedan, no… ¡Hasta ahí podríamos llegar!

Así que, amigo mío, de dormirse nada.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Ensayos sobre la temporalidad

Del eterno retorno han hablado mucho los filósofos. Sobre todo los griegos. No es de extrañar, por ejemplo, que el estoicismo lo defendiera: quita bastantes quebraderos de cabeza eso de que lo que es sea lo que tiene que ser por la sencilla razón de que siempre ha sido así, innumerables veces, incalculables veces, infinitas veces. A partir de ahí, la consecuencia es fácil: para qué vamos a amargarnos la existencia con tal adversidad o endulzárnosla con cual ventura; aceptemos lo que viene tal y como viene porque no puede ser de otra forma. El eterno retorno garantiza el apacible discurrir del determinismo.

Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo. Hasta tal punto fue el giro que el eterno retorno se hizo correlato de la voluntad de poder, del sí viril a la vida. “¿Es esto la vida? –nos dice el filósofo del superhombre– ¡Muy bien! ¡Pues que vuelva a empezar!”

Yo creo otra cosa. Yo imagino una fábula en la que el eterno retorno era el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad, una combinación de la harina del determinismo con la levadura de la libertad humana para ver qué pastel salía. Digamos que fue un simple ejercicio de su infinita paciencia: poner al mismo hombre en circunstancia idéntica un incontable número de veces y esperar que no eligiese siempre la misma alternativa errónea, igual horror inevitable (los peor intencionados pensarán que eso no es paciencia desmedida, sino divina ingenuidad).

Pero un día se cansó de que el resultado del modelo fuera invariable y el producto de la libertad un alcázar de despropósitos. Así que dijo: “criaturas, ésta es la última”; y nos puso el tiempo en línea recta con una marca al principio y otra al final para que nos tomáramos en serio esto de la vida, para que invirtiéramos adecuadamente los talentos de la responsabilidad conscientes de que ya no habría vez siguiente.

Ni por ésas: la fábula de este segundo ensayo reproduce todas y cada una de las tonterías de que somos capaces.

Tal vez seamos incorregibles. Tal vez no sepamos qué hacer con la libertad. Tal vez lo que merezcamos no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.

martes, 20 de noviembre de 2007

La mayor idiotez o Un mundo menos imperfecto II

Iba a publicar otra cosa. Juro que la tengo escrita. Un momento de poderío mío sobre mí me lo ha permitido. Es algo aséptico, irónico, pseudo-filosófico, pseudo-teológico… Miento, no es aséptico; pero es genérico, y eso suaviza siempre la mala… Dicho más suavemente: le acomoda a uno en las nubes, con el arpa en las manos y unas cuantas chorradas alrededor de su “angélica estupidez”. Mañana –espero– lo “colgaré” aquí (¿se dice así, no?). Por si no se me cree, lleva palabras como éstas: “…A partir de ahí, la consecuencia es fácil: para qué vamos a amargarnos la existencia…”, “…Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo…”, “fue el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad…”, “…no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.”

Iba a publicar otra cosa, pero me ha dado un ataque de espanto en la memoria. En realidad, llevo todo el día bajo los efectos de ese ataque contabilizando sus “daños colaterales”, que quedan del mismo lado que las heridas de ayer… Pero ampliadas, incrementadas, hiperbolizadas… No diré por qué. No haré preguntas finales de intención perversa… No presupondré soluciones viables. Hoy sólo hay dolor… y un punto enorme, gordísimo, extenso –por consecuencia, un punto que pierde la condición de tal y se hace cartesiana sustancia– de mala l… hacia el mundo, por el mundo y desde el mundo nuestro de cada día.

Únicamente quienes lo viven, podrán entenderme. Brindo por ellos con un bote de cerveza “Amsterdan Mariner Premiun Lager”, con un 4,8 % de alcohol, claramente insuficiente para olvidar que uno es un profesional de la educación.

¡No hay mayor idiotez, hoy en día!

lunes, 19 de noviembre de 2007

Un mundo menos imperfecto

Se me ha ido la mañana en investigaciones indeseadas, en preguntas a dolores sociales de nuestros días, en indagaciones sobre responsables en peleas de parque entre adolescentes (chicas, por cierto: todo un logro para la igualdad de “género”) con foro multitudinario y convocatoria por Messenger incluidos, con asistencia masiva de ávidos espectadores y móviles-cámara en ristre para que YouTube prolongue el espectáculo…

No era así. Puedo jurar que no era así. Yo he conocido un mundo distinto cuyos autores compartían con éste todo su mapa genético y, sin embargo, no era así. Se vivía menos, se comía peor. Las vacaciones eran un raro y breve privilegio. Se escribía con bolígrafos Bic de punta fina y se llamaba a los amigos por medio de teléfonos en los que el dedo tenía que introducirse en los agujeros de una rueda giratoria. Se iba de vez en cuando al cine, en el barrio, para ver las películas que se habían estrenado en la Gran Vía unos meses antes. Las fotografías se hacían con unas máquinas enormes y tardaban una semana en revelarse. No había calefacción en la mayoría de las casas, ni aire acondicionado en ninguna… No sé si la gente era menos culta, pero era mejor; creía en cosas que le hacía ser mejor, incluso querer ser mejor. No se había acomodado aún el alma del hombre a la caricatura de los chimpancés, ni relativizado el valor en el sarcasmo de las convenciones. Los adolescentes hacían insensateces de adolescentes, no atrocidades de mafiosos. En las clases había un “cabezón” (yo, por ejemplo), y un “orejas”, y un “gordo”… Pero su dignidad estaba a salvo, protegida por una especie de sabiduría innata de todos hacia todos. Si uno tenía sus diferencias con cualquiera, pronunciaba la frase terrible: “te espero en la calle”. Y se esperaban, solos, sin espectáculo ni espectadores. Se daban tres o cuatro tortas, y si pasaba un colega, intentaba separarlos, no grabarlos con ninguna cámara de nada. Cuando se descubría, había, por supuesto, castigo escolar. Y les dejaban sin comer encerrados en un aula. Y se hacían amigos íntimos (un abrazo, Galiana, por si puedes leer esto y recordar esa amistad, así nacida, que se fue con la vuelta de campana de un maldito 600 el 19 de julio del 69).

¿Qué ha pasado? ¿Por qué no se detiene el mundo un cuarto de hora y se pone a pensar? ¿Por qué no se pregunta si tiene claro lo que entiende por progreso, si los dos tercios de su remordimiento han dejado de ser población de real remordimiento, si el “tercio privilegiado” es mejor, no si vive más confortablemente, sino "si es mejor"?

¿No hay responsables de esto? ¿Tiene acaso menos importancia que un fraude inmobiliario, o bancario, o el preocupante cambio climático?...

Estas preguntas indican, una vez más, que no me entero de nada y que, además, estoy de sobra. Porque, sin duda, este mundo es menos imperfecto.

domingo, 18 de noviembre de 2007

El tacto y la vida

Hace frío. Ya decía yo el jueves que este otoño nos había salido tardo-melancólico, que andaba con prisas quitando las hojas de aquí y de allá, como un escolar perezoso que se ha dejado para el último mes casi todas las materias pendientes. Y así está, no dando abasto, amontonando alfombras a puntadas de oro impacientes por todas partes, advirtiéndonos de que piensa llover (¿será verdad?) mañana por la tarde, sacudiéndonos la piel con tiritonas inesperadas. Y es que es ahí, en la piel, donde sentimos la verdad del tiempo y de todo lo demás. La vista y el oído nos sirven para configurar la realidad primero, para sentirla después; el tacto, sin embargo, es sensibilidad en bruto.

“No he podido evitar avanzar de esas manos a esos brazos, de esos brazos a ese cuerpo, de ese cuerpo a esa alma…” Días atrás (Un lujo de la evolución) me refería en estos términos al recorrido por que se lanza la imaginación en busca de la realidad humana que hubo alguna vez tras los objetos de los museos. Pero a veces, como también ya he dicho, ese trayecto es inverso. A veces es el alma quien se arroja al cuerpo, quien viaja a los brazos y salta a las manos y se aloja en las yemas de los dedos. Y quiere ser caricia, sólo caricia, tacto vertebrador de la sensibilidad en el sentimiento, del sentimiento en la sensibilidad. Entonces no queremos saber, sino sentir; no buscamos un conocimiento, sino una emoción, o mejor, una conmoción. Acariciamos el mundo para hacerlo; pero también para amar, para consolar, para fortalecer, incluso, para soñar. Sucede a veces que los ojos no pretenden ver ni los oídos oír; sucede que únicamente pretendemos sentir a flor de piel, a flor de alma, el suave confirmarse de la vida en el extremo de una caricia sutil, de un inesperado roce...

Como la mano inviable de María de Magdala en todos los noli me tangere, como el dedo Adán en la Capilla Sixtina arrojado al anhelo de una divina tangencia…

sábado, 17 de noviembre de 2007

Vieja Europa

(Demasiado largo. Perdonad, no lo merece la punta del iceberg, pero sí la ignorada parte sumergida. Mañana será más corto; o no será, para compensar).

La vieja Europa no es ya una vieja cultura, una ancestral civilización. Europa es un mundo viejo, o mejor dicho, un mundo chocho. Porque chochea, qué duda cabe. No hay día que no compita consigo misma en baremos de idiotez. Es como lo de la “medalla del amor”, pero cambiando el predicado: “hoy soy más tonta que ayer, pero menos que mañana”. Ayer, por ejemplo, al azar de las melancolías vespertinas, leí por estas redes la propuesta cartelera de Eurostar, que quiere promocionar el turismo londinense a la sombra de los beneficios de ese velocísimo tren, que, por debajo del Canal de la Mancha, une París con Londres dejando zanjada, definitivamente, la Guerra de los Cien años y el asuntillo aquel de Juana de Arco. La campaña, “inteligente” sin duda, muestra entre sus ofertas a un fornido skin head, con todos los atributos de la animalidad (y la cruz de San Jorge, por cierto, pintada en su espalda desnuda) frente al arco poderoso de una grandiosa meada que certeramente atina en una delicada taza de té. Me importa un comino la cursilada del té de las cinco, lo mío es el bourbon y/o la cerveza a cualquier hora, pero leo en el gesto señales idiotas, pedradas al propio tejado, calambres de debilidad cultural (o mental) a cambio de la venta de un lamentable billete.

Al parecer, los “intelectuales del marketing” confían, para el éxito de su iniciativa, en dos cosas: el buen humor de los ingleses y lo atractivo de aquélla para los turistas franceses y belgas. Si yo fuera inglés, francés o belga me sentiría insultado por esa declaración de intenciones. Si lo primero, porque maldita la gracia que tiene que lo más seductor de mi capital sea un animal trazando hipérbolas de orines sobre una taza, por muy de té que sea. Si lo segundo y tercero, porque los intereses que me presuponen son de admiración a la gorrina barbarie de un bípedo implume por casualidad. Afortunadamente no soy inglés, francés, etc., aunque no tengo muy claro mi patrio consistir: hay cierto lío con esto últimamente. Lo malo es que la campaña tendrá éxito, es decir, que quien “piensa mal”, acierta, como dice un refrán popular.

Tiene Occidente enemigos externos que cometen crímenes terribles, pero dentro tiene una corte de “ocurrentes”, negociantes e ideólogos, infinitamente más peligrosa. Aquéllos matan, amputan y duelen al hombre de bien hasta la raíz del alma. Los otros no se manchan de sangre, sólo minan, desmoronan, corrompen silenciosamente, gangrenan la sociedad y los valores. Engordan sus arcas con la siembra de una podredumbre que va dejando regueros de gente vacía. Son malabaristas del totalitarismo más despreciable que hace cuanto le viene en gana, luego de haber “convencido” a todos y cada uno de que son cada uno y todos quienes así lo quieren. Realmente la publicidad del meón no es más que una anécdota, un grano entre granos, un chiste grotesco. Hay infinidad de indicadores, aún peores, que saltan a diario, pequeños manuales de cómo convertir un millón de cabezas en una idea rentable… ¡y única!

Las culturas se mueren después de chochear un tiempo, el cual suelen dedicar al sexo de los ángeles o de cualquier cosa. No sé qué tendrá el sexo, sea de ángeles, sea de menos ángeles, que huele a muerte, históricamente hablando. Las narices entrenadas debieran preocuparse cuando aquél ocupa las inquietudes intelectuales de los súbditos de su tiempo. Y no lo digo por la meada del cartel, que corresponde a otra función del “órgano indudable” para todos los descerebrados, sino por la enorme tristeza de ver el poquito contenido del escaso continente… que nos queda.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La busca


Me dijeron que estaba… no sé dónde,
no puedo recordar dónde dijeron,
qué nombre de qué calle la ocultaba,
qué rincón de ciudad la confundía.

Pero alguien me lo dijo. Desde entonces
no puedo sino andar las avenidas
de portal en portal, de plaza en plaza.

Cuando las noches en invierno hieren,
duermo en los bancos de los bulevares,
me visto de suburbios, bebo sombras
si la sed de un mal sueño me acobarda…

El alba huele a escombros y a derrota,
a cartones quemados, a tristeza.

Y pregunto otra vez, y alguien me dice
que sí, que sigue allí, que está seguro
porque un día cruzó frente a sus lágrimas.

Me dan su dirección y su teléfono.

Y se niega de pronto la memoria.

Y me pongo en camino, no sabiendo
que no sé dónde está... Pero me aguarda.



(noviembre, 2007)

jueves, 15 de noviembre de 2007

Psicopedagogías de otoño

A la hora de resolver cualquier problema en un período determinado de tiempo, los escolares se dividen en tres categorías: los ansiosos, los cerebrales y los tardo-melancólicos. Los primeros, comúnmente llamados “agonías”, quieren solucionarlo todo en el primer cuarto de hora del intervalo disponible. Sus resultados suelen ser un desastre. Los cerebrales, también conocidos como “cuadriculados”, dosifican esfuerzos, ponderan los plazos, acomodan las respuestas al curso sosegado de las preguntas y alcanzan soluciones de solucionario. Finalmente están los tardo-melancólicos, a los que solemos referirnos como “dejados”; son la antítesis del ansioso: se ocupan del problema media hora antes de que expire el plazo, aunque sus conclusiones son tan desastrosas como las de aquél.

Como en todas las tipologías, podríamos decir que no existen tipos puros, o mejor, que afortunadamente no existen tipos puros. Se me antoja poco deseable la convivencia con ninguno de ellos. El primero y el último agotan el sistema nervioso de cualquiera; el segundo es un pedante en la especie que le hace a uno añorar la maza y la carrera en pos del mamut de cada día. No resulta fácil ponerse aristotélico y buscar la virtud medianera entre tres imperfectas perfecciones. Así que lo más justo es concluir que esta tipología no sirve para nada, que es lo mismo para lo que sirven las psicopedagogías cientificoides que lo único que hacen es acumular estadísticas para elaborar tipos y poder aplicar después las correspondientes etiquetas; y una vez aplicadas, reconvertir los productos mediante el cambio de aquéllas hasta la asignación, siempre inviable, de la etiqueta estelar, de la “buena” de verdad, de la que hace del niño coñazo un niño normal (?).

Afortunadamente, mi tipología es polivalente y puedo aplicarla a lo que me dé la gana. Por ejemplo, a este otoño que nos ha salido tardo-melancólico, que se ha tirado mes y medio coqueteando con el veranillo de San Miguel y se ha dado cuenta, de pronto, de que tenía un montón de deberes pendientes. Así, lleva dos días de agobio, arrancando de prisa y corriendo las hojas de los árboles desconcertados, bajando las temperaturas con angustiosa precipitación, despertando estornudos y “moqueras” incontinentes. Pero, claro, se le olvida algo, se le olvida la lluvia, fundamental para todos y, en especial, para mí.

Como sigamos así, se me va a secar el blog.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

"Palabras, palabras, palabras..."

Al principio pensaba que era un problema mío, porque hablaba “raro”, como dicen quejosamente algunos de mis alumnos. O le echaba la culpa a la asignatura que Dios me dio, la Filosofía, que –reconozco– es un poco perversa en formas y fondos: eso de que no le entiendan a uno cuando explica a Kant resulta bastante corriente. Pero empecé a sospechar que la responsabilidad de mi incomprensión no era del todo mía cuando ésta se extendió a hechos más académicamente cotidianos y, desde luego, nada técnicos. Por ejemplo, yo digo: “el martes haremos un examen de Platón”. Inmediatamente, la voz de un alumno se abre paso en el murmullo de general contrariedad: “¿entra Aristóteles?”. Primera incertidumbre sobre la claridad de mi discurso: “no, he dicho Platón, sólo Platón”. A renglón seguido, una segunda angustia se proclama: “entonces, ¿qué día hacemos el examen de Platón?”. Noto que la incertidumbre empieza a sospechar de sí misma: “el martes, he dicho el martes, el MAR-TES” (el alumno que me ha preguntado si entraba Aristóteles me mira con una sonrisa de complicidad que parece decir: “éste no se ha enterado de nada”). Pero cuando la incertidumbre se vuelve absoluta certidumbre de mi inocencia, es cuando un tercer discípulo inquiere con genial desparpajo: “oiga, ¿por qué no hacemos un examen de Platón?”...

No pretendo justificarme a costa de la juventud que me padece. Esta mañana, sin ir más lejos, he mantenido una conversación telefónica de veinte minutos de mi vida con el padre de un alumno. Lo malo es que la quaestio y la solutio se habían consumado en los tres primeros. Los diecisiete restantes han consistido en mera alteración del orden de las palabras y polifónico vigor de las entonaciones. Para colmo, en la despedida he podido constatar que mi interlocutor seguía pensando lo mismo que antes de descolgar el teléfono.

En varias ocasiones me he referido al vacuo hablar que hoy se habla, como si nada de lo que se dice importase a quien lo dice, ni nada de lo que se escucha a quien lo escucha. Tengo –cada vez más– la impresión de que nadie se entera de nada, todo lo más de los titulares, y no estoy muy seguro. Lo nuestro es un parloteo canoro, un diálogo de besugos, un cacareo en alborada de corral. Y da lo mismo dónde coloque uno la alerta, puede ser un aula, o un café, o un debate televisivo, o una cumbre de mandatarios, o la cola del pescado o de la charcutería… Parece que la gente habla para que los demás piensen que piensa, o para pensar cada uno que, de verdad, él sí lo hace.

Y se lo creen; por eso cuando acaban de hablar, siguen pensando lo mismo.

martes, 13 de noviembre de 2007

Un objeto molesto

Lo he puesto en un rincón de la mesa, detrás de los altavoces del ordenador que, por cierto, no funcionan. Luego me he sentido inquieto, me distraía tenerlo tan cerca y no podía evitar mirarlo de cuando en cuando. Así que lo he guardado en el primer cajón de la otra mesa, la que queda a mi izquierda, la que parece, la que sigue pareciendo por mucho que me empeñe en lo contrario, una papelería anarquista. Y nada; otra vez igual. Ahora no lo veía, es cierto, pero no podía ignorar que estaba ahí. Un poco enfadado –últimamente me enfado con una facilidad pasmosa–, lo he sacado de su embarullada residencia (hay que ver el cajón para comprender el epíteto) y me lo he llevado a la estantería que queda a mi espalda cuando escribo. He sacado los tres tomos de las “Obras escogidas” de Lope y lo he embutido detrás con impaciencia evidente. Cuando he vuelto a sentarme, ha empezado a dolerme la nuca, y la espalda, y el respaldo de la espalda, y las patas traseras de la silla…

No sé qué hacer con él. Me molesta, me abruma, me distrae, me confunde. He estado indagando por cuánto podría venderlo. Una miseria: la oferta más alta no ha llegado a cincuenta euros; además, el supuesto comprador tenía un gesto despectivo y una intención improbable. Así que, nada: vuelta casa para dejarlo en su sitio. Y volver a trabajar con sus vacíos y sus zarandajas, con la aburrida puntualidad de sus averías y las advertencias inquietantes de su silencio, con su mal engrasada tristeza, con su narcisista obsesión de no dejarme en paz…

No sé qué hacer con él. No sé dónde poner el corazón que no moleste.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Entre “Caminito” y Delfos revertido

Hoy he vuelto a poner tangos en el coche, como haciendo un ejercicio de heroica arrogancia o una práctica de psicología experimental para ver hasta dónde era cierto eso que dije el otro día de que ahora me duelen. Y no he notado diferencia; no con otros dolores de otras cosas que últimamente han esmerado el arte de dañar por esto o por lo otro, por cualquier motivo que salte entre las horas con el pulso entrenado de un tirador perverso. Y no hablo tanto de los tangos por adjetivación gentilicia de mi vida o mi memoria, sino por una rara costumbre de la melancolía.

Con ella he vuelto hoy canturreando “Caminito”, en desigual dúo con Gardel, con las cuatro ventanillas subidas, no me fueran a oír en los semáforos. Y con ellos, pensando que la vida es un ir que no quiere llegar a Delfos. Porque en Delfos no se lee el futuro sino el pasado. Porque tarde o temprano somos nosotros quienes nos sentamos sobre el trípode y bebemos de la fuente de Castalia y descubrimos la verdad, entrañada y al mismo tiempo extraña. Todo está con nosotros, todo estaba en nosotros. Ése es el misterio a que damos la espalda, ése el conocerse reflexivo que proclamaba el templo de Apolo y luego se apropiara Sócrates. No se trata de ninguna recaída en fatales determinismos. No nos dice Delfos que lo que fue es lo que tenía que ser en cualquier caso, nos dice lo que somos mientras vemos lo que hemos dejado de hacer. Nos arroja la voluntad eludida frente a los hechos a que nos abandonamos. Tampoco es juicio ni castigo, porque Delfos ni juzga ni condena: es lectura del "talento" prestado y de su cobarde enterramiento.

Por eso nunca es la propia una carga ligera. Hay que entrenar mucho al corazón para que siga tirando del cuerpo: la gallardía siempre se ha ejercitado en coordenadas inhóspitas.

Se ha acabado el tango con su inevitable acopio de renuncias:

…yo a tu lado quisiera caer
y que el tiempo nos mate a los dos.

Porque no es plato de buen gusto descubrir que el augurio no es sino la biografía que no supimos escribir.

Seguiré sus pasos...
Caminito, adiós.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Dichoso en la mentira

Esta noche he soñado con Rama, ese interlocutor ausente que ha salido ya por estas oscuridades en algunas ocasiones. Alguien, otra sombra querida que ya tampoco podré ver por las calles, me preguntaba si había vuelto conmigo. Yo respondía que no, que él estaba en otra parte, en un lugar que, por el juego de la memoria con los sueños, no puedo ahora precisar cuál era. Me disponía yo a sacarle para dar un paseo, un paseo de esos de soledad humana que no duele y que sólo comprenden quienes caminan junto a un perro por un parque sin gente.

Era un sueño habitado por otras ausencias cuyos nombres me callo porque son dolorosos patrones del tiempo, porque son gotas de agua que amamos y nos alzaron sobre su flujo, y están ya en el vaso inferior de la clepsidra de nuestra memoria. Llueve a veces el alma desde abajo, loca precipitación nocturna que nos devuelve horas sin relojes, días sin calendario, gestos sin cara. Y un instante creemos que todo es reversible, que todo sigue siendo lo que fue, que aún podemos hablar con quienes no nos hablan…

Es una mentira piadosa de la vida que todavía tenemos; una ficción amable que se niega al olvido, una revolución en el valle de estas lágrimas que bañan nuestros trabajos y nuestros días:

…y es justo en la mentira ser dichoso… (Boscán. Soneto LXI)

Por desgracia, me desperté antes de dar el paseo.

sábado, 10 de noviembre de 2007

La mirada de la edad

De joven no me ocurría. Había flores en primavera y hojas caídas en otoño; en invierno hacía frío y calor en verano. Desde luego era así: todo con ortodoxa pulcritud secuencial. El tiempo era un escenario al que apenas se prestaba atención, y si se le prestaba, era fingida, era un adorno común para decir lo que se suponía que había que decir en tal o cual mes del año. Puede que entonces fuera tan vida la vida que uno no podía resistirse a su secuestro, que uno no era capaz de ganar lejanías que le permitieran ver su espectáculo.

Con la edad, sin embargo, se va viviendo más afuera. El placer de la vejez no es sin más el recuerdo, sino el detalle. Su distancia, paradójicamente, agranda la minuciosa contemplación; su límite inevitable apura el deseo de la mirada. Vemos más con los ojos cansados de los años que con la radiante pupila de la juventud: si ésta mira, aquéllos reparan; si aquélla ve, éstos observan.

De joven no me ocurría. Primavera, verano, otoño… eran algo que periódicamente estaba ahí. Tenía uno demasiado tiempo para que el tiempo le impresionara. Ahora, sin embargo, una hoja caída puede ser un ensayo de tristezas; una gota de lluvia, un diccionario de melancolías.

viernes, 9 de noviembre de 2007

El ciego y la mujer callada

…veo con ojos que sienten…
Goethe. Elegías romanas. Elegía V


A veces cruzas este jardín triste
y descubres de lejos mi mirada.

Te detienes entonces, y te acercas.
Te sientas junto a mí. No dices nada.

No soy capaz de verte; y, sin embargo,
oigo brillar el sol sobre tus lágrimas.

Atardecido, junto a mí te sientas
dejando al mundo ser de sus palabras.

Pasan a veces otros paseantes
y la tarde su soledad alarga.

Pero tú estás allí, frente a mis sombras;
la luz de tu silencio me acompaña.

(marzo, 2007)

jueves, 8 de noviembre de 2007

La tangencia impresionista

De lejos parece que la mano de Turner ha pasado por allí; o que se ha deshecho Dios en pinceladas de oro sobre las copas taciturnas de los árboles. Uno regresa del trabajo por una carretera de grávida vulgaridad. Cruza una enorme llanura, seca hasta el dolor de la mirada, emborronada por un laberinto serpenteante de asfalto. Y de pronto le roza los ojos una remota arboleda, un regalo de luces de otoño prendido en las ramas y a punto casi de los olvidos del invierno. Uno tiene entonces la impresión de que la materia de que está hecho el mundo, incluso en su decadencia, incluso en el pórtico de su nada, le está dictando una lección sensual de rebeldía, le está queriendo atar a su inevitable belleza

Es como acercarse al cuerpo que se ama. Basta un roce, un contacto de debilidad sutil, y parece que el alma ya no quiere ser alma, o no simplemente alma, que necesita, más que nunca, su terrenal hospedaje. Que se desea piel, fibra, terminación nerviosa… Que se daría encadenada al mundo sin liberación posible. Y a Platón se le nublan las ideas, y a Aristóteles se le olvida la metafísica, y a Descartes se le bloquean las desavenencias entre las dos sustancias...

Supongo que es Hyde (¡otra vez!) quien por aquí está saliendo. Supongo que es él, brutalmente carnal, que acaba de escapárseme de casa.

Y todo por un roce sutil, por una tangencia casi impresionista.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Mister Hyde

Es como enemistarse con uno; o, todo lo contrario, reconciliarse con uno mismo. Entre las siete y las ocho de la tarde, desde hace nueve meses, desde un veinte de febrero de apariencia inocua… Parece una subida de fiebre de las que acompañan los estados mórbidos prolongados. Me siento incómodo, inquieto, molesto con las cosas, un poco irritable. Y no puedo hacer nada; nada que no sea sentarme ante el teclado y escribir un racimo de tontadas. En varias ocasiones he intentado evitarme. Pero a Jekyll le puede la curiosidad científica.

Creo que no es maldad exactamente, pero sí tenebrosidad. Hyde tiene un territorio oscuro en todos. Y hace lo que le da la gana en cuanto halla el más mínimo resquicio en el sótano de nuestros laboratorios. Dejarle salir, de vez en cuando, es un alivio para cualquiera. Sus paseos por la vida resultan sorprendentes: desde el ridículo a la ira, pasando por el rechazo de los otros o la confusa seducción de algunos. No está mal, insisto, que se nos vaya de vez en cuando. El problema es que lo quiera hacer siempre, que se haga con un horario fijo, que quiera invadir la casa entera de Jekyll. Pero a éste le puede la curiosidad científica y le da alas. Peligrosas alas sin duda, porque en varias ocasiones ha intentado suspender el experimento y no ha sido capaz.

¿Acaso busca Hyde decir algo? Pues no lo sé con exactitud: un mentiroso compulsivo como él no es de fiar. Sin embargo, a veces me parece que sí quiere hacerlo; es más, quiere decírselo a alguien. Lo que me inquieta, y en el fondo me apena, es que ese “alguien” pueda ser yo.

Una pregunta entonces, oscuro compañero: ¿por qué no “te piensas”, sin más, en el sombrío laboratorio de Jekyll? No querrás acabar con él, ¿verdad?

martes, 6 de noviembre de 2007

El amor y la verdad harapienta

No está al alcance de todos, aunque esté en la posibilidad de cualquiera. Eso nos dice, al menos, lo que vemos cada día; o lo que cada día vemos menos, que no está el paladar de los tiempos para manjares selectos. No tiene el amor ningún futuro, incluso la palabra parece teñida de una especie de ñoñería decimonónica que vuelve un poco vergonzante su articulación. Por eso generalmente se evita recurriendo a eufemismos: querer, gustar, ir, molar mazo (este último absolutamente impresentable)…; o se prescinde con total descaro de ella y se busca el amparo de la ciencia (“sin duda, hay química entre nosotros; ¿lo hacemos?”). No, no tiene futuro ni la palabra ni el concepto: a nadie importa ya saber qué es lo que refiere. Hay notables esfuerzos porque los adolescentes sepan lo que es la sexualidad, no veo ninguno por hacerles entender qué es el amor. Y no estoy pidiendo una asignatura (Dios me libre: ya está bien de curricularizar la vida como si fuéramos absolutamente tontos), sino una exaltación social. Aunque mucho me temo que esta sociedad no está por la labor.

Las pizarras no enseñan valores porque los valores no son consignas o estrategias teóricas ni procedimientos de eficacia resolutiva. Los valores, y el amor lo es, no son contenidos ni tampoco actitudes; son una prolongación del alma que se cultiva desde la ejemplaridad, desde el modelo a que aquélla quiere parecerse. Por eso no sirve hablar de ellos: hay que vivirlos, deben mostrarse. Si la sociedad vive el amor como una caricatura del sexo cuando habla de la pareja, como una ridiculez patológica cuando se refiere al misticismo o, simplemente, es ninguneado cuando se cruza con el amor materno, entonces no podemos extrañarnos de todas las bestialidades de que puede ser capaz el hombre en cualquiera de los tres casos.

Pero, una vez más, hablo para el silencio. Y lo malo no es que yo lo haga. Lo peor es que le ocurre a “la verdad”, que anda por estos mundos desolada y harapienta.

viernes, 2 de noviembre de 2007

La casa cerrada

A las seis y poco más se ha ido a morir la tarde. Últimamente lo hace muy temprano, sin escándalos ni adornos de vencejos como lo hacía en junio. Se limita a recoger la luz, a guardarla doblada en los cajones del horizonte, hacendosa y otoñal como una vieja criada; mira un momento las ventanas de los pisos más altos, curiosea en los tejados, sólo por costumbre, y cierra después los ojos lentamente…

Hoy era un día de memorias amargas; ha hecho bien en morirse pronto. Por lo mucho que sabe de nosotros. Tarde de noviembre, de dos de noviembre, que lo hace más noviembre todavía, y final de trayecto. La Segunda estación también estaba a cien atardeceres de distancia. No sé si merecía la pena: en este último apeadero sólo había una casa cerrada.


En esa habitación de silencios lejanos
donde la nada ahora gobierna los relojes
y una raya de luz atardecida burla
la decidida oscuridad de las persianas;
en esa habitación donde las sombras temen
la soledad hallada, donde todo es quietud,
tarea de no ser y voluntad de olvido;
en esa habitación, aún quedan palabras,
polvo del corazón sobre los muebles, huella
de un alma, que se sabe pretérito vencido
y se engaña posible, que se quiere decir
y se mal dice, y tropieza en la trémula atmósfera
de un sueño abandonado tras las puertas cerradas…

En esta habitación donde empieza la noche,
donde acaba la luz, donde fue la esperanza…

(2 de noviembre de 2007)

jueves, 1 de noviembre de 2007

Fin del tiempo



Hubo un día en que el mundo se detuvo.

No volvió a amanecer, ni aparecieron
titulares que diesen la noticia.

La noche se hizo noche interminable
y el día inacabado nunca pudo
coronar su ansiedad de atardeceres.

Hubo un día sin noche... Y una noche
sin día sucesivo. Un hemisferio
durmió sin solución. El otro anduvo
en una suerte de vigilia infame
bajo una eternidad agotadora
de dolorosa luz indefinida.

Hubo un día en que tú no regresaste.