miércoles, 21 de noviembre de 2007

Ensayos sobre la temporalidad

Del eterno retorno han hablado mucho los filósofos. Sobre todo los griegos. No es de extrañar, por ejemplo, que el estoicismo lo defendiera: quita bastantes quebraderos de cabeza eso de que lo que es sea lo que tiene que ser por la sencilla razón de que siempre ha sido así, innumerables veces, incalculables veces, infinitas veces. A partir de ahí, la consecuencia es fácil: para qué vamos a amargarnos la existencia con tal adversidad o endulzárnosla con cual ventura; aceptemos lo que viene tal y como viene porque no puede ser de otra forma. El eterno retorno garantiza el apacible discurrir del determinismo.

Nietzsche lo resucitó y dio un giro nuevo. Hasta tal punto fue el giro que el eterno retorno se hizo correlato de la voluntad de poder, del sí viril a la vida. “¿Es esto la vida? –nos dice el filósofo del superhombre– ¡Muy bien! ¡Pues que vuelva a empezar!”

Yo creo otra cosa. Yo imagino una fábula en la que el eterno retorno era el primer ensayo de Dios acerca de la temporalidad, una combinación de la harina del determinismo con la levadura de la libertad humana para ver qué pastel salía. Digamos que fue un simple ejercicio de su infinita paciencia: poner al mismo hombre en circunstancia idéntica un incontable número de veces y esperar que no eligiese siempre la misma alternativa errónea, igual horror inevitable (los peor intencionados pensarán que eso no es paciencia desmedida, sino divina ingenuidad).

Pero un día se cansó de que el resultado del modelo fuera invariable y el producto de la libertad un alcázar de despropósitos. Así que dijo: “criaturas, ésta es la última”; y nos puso el tiempo en línea recta con una marca al principio y otra al final para que nos tomáramos en serio esto de la vida, para que invirtiéramos adecuadamente los talentos de la responsabilidad conscientes de que ya no habría vez siguiente.

Ni por ésas: la fábula de este segundo ensayo reproduce todas y cada una de las tonterías de que somos capaces.

Tal vez seamos incorregibles. Tal vez no sepamos qué hacer con la libertad. Tal vez lo que merezcamos no sea la divina paciencia, sino la indiferencia divina.

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