viernes, 29 de junio de 2007

Tiempo de vacar

Han vuelto los ángeles de artríticas alas, incapaces de cruzar decentemente las tardes que nos unen. Esto no va: mi “servidor” tampoco sirve hoy para nada. Como en abril, he tenido que regresar al “módem” exasperante. Me han dicho que se trata de una “avería”. Creo que mienten. La “red de redes” parece que también se me va de vacaciones. ¡Qué hartura de vacar! ¡Qué pesadez el tiempo de hacer nada!

Obligado me voy, que no queriendo. Si esto se arregla un día de éstos, a lo mejor hasta “descargo” una tormenta inesperada: a fin de cuentas, estamos en verano. Y si no, hasta septiembre Deo volente; hasta mediados de septiembre, supongo, porque, de un tiempo a esta parte, la primera quincena me secuestra ante el resto del mundo de modo inmisericorde.

Y, una vez más, gracias por permitirme envejecer arropado por la generosidad de vuestra compañía.

jueves, 28 de junio de 2007

Ley de gravitación del alma

No existe, al menos que yo sepa, nadie que haya indagado nunca la existencia de una posible ley de gravitación del alma. Por definición entiendo que parezca contradictorio; pero por introspección es un hecho incuestionable que las almas pesan, o gravitan. No intervendrá, sin duda, la masa o el espacio; ni puede que, en tal caso, se cumpla la ley del cuadrado inverso. O tal vez sí, aunque de modo diferente. A lo mejor, los elementos que hay que manejar, para el éxito de una empresa como ésta, son de otra índole, requieren de otras unidades; o, quién sabe, de una rectificación profunda del concepto, de un poner patas arriba esa constancia que sujeta las estrellas y los mundos, que mantiene los días y las noches en sus órbitas, que permite caer a las manzanas y circular a la Luna sobre nuestro sueño. Tal vez, aquí no hay ley con producto y cociente, sino una ecuación más simple que multiplica sentimiento y lejanía, sin inversos que valgan.

Si yo fuese este Newton delirante escribiría los Philosopia Animae Principia Mathematica. E incluiría el siguiente enunciado: la fuerza de atracción entre dos almas es directamente proporcional a la intensidad del sentimiento y al cuadrado de la distancia que las separa.

Es decir, que cuanto más se aleja, en contra de lo que ocurre con las masas, mayor es la tirantez de su tristeza, más alto el valor de su ingrávida gravidez, más doloroso para el cuerpo arrastrarla, más amargo su peso innumerable.

miércoles, 27 de junio de 2007

Fin de curso

Se marcan claramente los tiempos: un principio, un final. Entre uno y otro, el párrafo –mejor, la estrofa– con igual arquitectura, con un cuerpo litúrgico, en el orden y la forma, que invariablemente se sucede semejante.

Pocos oficios del hombre tienen parámetros tan delimitados como los académicos. Puede que en eso resida su encanto; puede que en eso, su melancolía. Todas las ocupaciones tienen un inevitable sello anular, pero en la mayoría es ininterrumpido, o menos claramente interrumpido. En ellas, los años se suceden, se solapan, se superponen; no acaban de acabar y empiezan de nuevo (eso que llaman “vacaciones” no termina ni comienza nada, suspende un hábito simplemente); su retorno es monótono y constante; giran y giran en demencial progresión espiral, como los cumpleaños esos que nos dicen la vida al tiempo que nos la van quitando.

La vida académica, sin embargo, se aparta de la sucesión meramente cronológica. Tiene algo de creación y parusía, tiene un fin y un principio, un punto y aparte y otro párrafo, una puerta cerrada y otra que se abre. Y un amable dolor que da tiempo a pensarlo; y a mirar la vida agrupada en álbumes que un día cualquiera se descubren como un muestrario etiquetado en pares de años, como una colección de añoradas fotografías en paquetes de un alma multiplicada.

Un amable dolor que alegra y entristece porque nace y luego muere. Un amable dolor que no deja de doler nunca.

lunes, 25 de junio de 2007

Al mando de la vida

No hay nada extraordinario en el apunte de hoy; quiero decir que no lo hay nunca, pero hoy menos. Lo escribo porque, cuando se lo conté, le gustó a ella tanto como a mí y le prometí traerlo a estos atardeceres. Aunque no fuera nada más que un sueño, un pequeño sueño del corazón.

Estaba yo en Madrid en una reunión –cómo no– de profesores. Todo discurría con absoluta normalidad hasta que, de pronto, caía en la cuenta de que el curso de que estábamos hablando no se impartía en la actualidad, en realidad no se impartía desde hacía mucho tiempo. Es más, un calendario, colgado junto a una ventana desde la que se veía aparcado mi actual coche, indicaba claramente 1987. No sé por qué 1987 precisamente, pero ese era el año que allí discurría. Intenté convencer a los demás de que aquello era un dislate, y los demás me respondieron con decidida incredulidad. Visto lo visto, y reparando en la improbable fecha, me dije que era una excelente oportunidad para acercarme a visitar a mi madre. Y allá que me fui con un norte de alegría que sólo entendemos cuando queremos lo que soñamos y soñamos lo que queremos. Lo último que recuerdo son los ladrillos de rojo envejecido de su casa, la vista del balcón, poblado de geranios, desde la calle, el portal de rejas negras y aburridas que no son las que hoy existen… Creo que no llegué a verla: la memoria nos traiciona siempre en lo más importante.

Puede que haya sido culpa de tanto hablar de fantasías de la ciencia, de tanto agujero negro y de gusano, de tanto gato antojadizo en la existencia, de tanto y tan inviable universo paralelo... Fue un sueño, sí, con esos lastres, que le conté por teléfono hace tres días (todas las noches estoy un ratito pegado al auricular, hablando con ella como siempre lo he hecho), un sueño que le gustó y le prometí que lo dejaría por aquí cualquier tarde.

Aunque yo sepa que ella murió hace más de un año, aunque yo tenga esa edad excesiva que ya tengo. O quizá por eso precisamente. Para los dos fue un hermoso sueño que quiso romper el tiempo, que quiso poner el corazón al mando de la vida.

domingo, 24 de junio de 2007

Eróstrato y la Noche de San Juan

No ocurrió un 24 de junio como “daño colateral” de rituales celebraciones en que se quema lo viejo de uno, lo no querido; en que se sueña la ilusa vanidad de los ciclos, el fantasma del retorno vivificador. El incendio de una maravilla del mundo, la inmolación del templo de Artemisa sucedió “…el año 365, en la noche del 21 de julio, cuando no subió al cielo la luna…”, como nos dice Marcel Schwob en el maravilloso relato de sus Vidas Imaginarias. Desencadenó el desastre Eróstrato de Efeso, un delirante admirador del "arjé" de Heráclito (cuyo manuscrito, depositado entre otras joyas en el propio templo, corrió la misma ardiente suerte de éste), un incendiario enloquecido por las palabras del maestro y enardecido de un narcisismo mesiánico. Eróstrato fue un pirómano con delirios de grandeza, su lamentable hazaña le permitió, como era su deseo, pasar a la Historia, no obstante la consigna oficial de borrar su nombre de todas las crónicas. Al parecer, fue Estrabón el primer lenguaraz que violó aquella condena de silencios. Siglos después, nuestro viejo hidalgo conocía a las mil maravillas el remoto suceso; y así, en el capítulo VIII de la Segunda Parte de la epopeya cervantina, le dice a Sancho “…aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato”. “Todavía se supo que se llamaba…” ¿y qué hay que no se sepa, al cabo, de la destrucción? Llega antes al conocimiento el nombre del maldito que el del bendecido, la posesión del vicio que la liberación de la virtud; tal vez como consecuencia de que el primer acto notable del hombre fue el hurto de una fruta portentosa y el siguiente, un crimen execrable, un fratricidio. Con tales precedentes, lo de Eróstrato sólo fue una travesura de Noche de San Juan muy trasnochada.

viernes, 22 de junio de 2007

El olvido y ...


Hay una edad en que morir es cuento,
leyenda, narración, ficción casi entusiasta
mientras uno se muere de mentira y de sueños
y piensa que el amor le salva del olvido.

Hay una edad hermosa en que lo más terrible
embellece palabras y parques melancólicos
con largas avenidas de acacias inviables
y párpados vencidos de querer sus insomnios.

Y hay una edad en la que no se duerme
mientras uno se va muriendo a trozos
entre versos que ya no dicen nada
y largas avenidas de acacias otoñales,
y párpados vencidos de un insomne cansancio.

Hay una edad en que el amor es algo
que te habrá de olvidar sin que morir te salve.

(noviembre 2006)

jueves, 21 de junio de 2007

La locura y los universos paralelos


Supongo que los locos son los reyes
de ese mar de partículas que todo
parece confundir en el submundo.
Supongo que quedaron enredados
en la doble rendija de Young. Creo
que su vida es terrible, pero hermosa;
que son capaces de mirarse el alma
desde un punto de vista extravagante
trastocando el ahora con el nunca,
el aquí y el allá inconmensurables,
el ayer con el hoy, la eternidad
y el intervalo... Ser y poseer
dos vidas paralelas es un lujo
de la ciencia al alcance de unos pocos.

Los demás somos sólo una metáfora,
un resultado definido y triste
de lo infinitamente indefinido.


(febrero 2007)

miércoles, 20 de junio de 2007

Los gorriones

Los hemos visto siempre, en primavera, en verano, bajo la tormenta y la lluvia, con días plomizos o días radiantes, dando saltitos ante las rosas de abril o bañándose y sacudiendo las plumas en una fuente paradójica de julio. Puede que su nombre fuera el primero que oímos de un pájaro cuando éramos niños; puede que fuera el primer pájaro que vimos con detalle y el primero que señalamos, años después, ante los ojos curiosos de nuestros hijos; puede que sea el último que logremos recordar algún día. Son pinceladas de ternura inquieta, empecinadas en acompañar el lienzo impresionista de la sinrazón urbana. Hasta podrían apropiarse un título de Nietzsche, porque son humanos, demasiado humanos, porque no acarician las ideas de Platón como los vencejos, pero besan la tierra constante de que estamos hechos.

Se merecen que hoy los recuerde porque los hemos visto siempre, en otoño, en invierno, picoteando entre las hojas caídas de octubre y sobre los estanques helados de enero. Se lo merecen porque siempre están ahí, con las maletas de su menuda independencia, instalándose en tejados y cornisas, sentando cátedra acerca de cómo sobrevivir en las ciudades del hombre sin dañar a nadie, hermoseando incluso su paisaje de bellezas pequeñas, de bellezas casi de andar por casa.

Se merecen que hoy los recuerde porque hace años, allá por Asturias, allá por agosto, recogí de una acequia a un gurriato –qué mal nombre para tanta ternura– que piaba escandaloso y asustadizo. Lo acaricié suavemente y se quedó al parecer con el calor de mis manos. Intenté que volara, pero fue inútil: lo lanzaba al aire, aleteaba dos o tres veces y volvía a mí. Decidí adoptarlo, o tal vez fue una decisión suya. Más tarde, en aquella casa de verano alquilado, me acompañó durante la sobremesa de la cena como si de un animal amaestrado se tratara. Mientras hablaba yo, él saltaba de mi mano a mi brazo, después de mi brazo a mi hombro. Luego se quedaba allí, un rato, como el Capitán Flint sobre John Silver, escuchando qué sé yo qué piar de su pobre dios salvador. Por la noche lo guardamos en una caja de cartón que habíamos forrado de algodones para negar el frío de la madrugada. No sé si le faltó calor o le sobró soledad, pero a la mañana siguiente amaneció muerto.

Se merecen que hoy los recuerde porque nunca la inocencia quiso quererme tanto, porque nunca un dios fue tan poco dios; nunca, tan pobremente humano.

martes, 19 de junio de 2007

Palabras para nadie

Todas las mañanas debo atravesar una galería de esas que tienen comercios de todo tipo: tiendas de zapatos, de modas, de teléfonos móviles…Hay en los pasillos, amplios y encerados, algunas atracciones infantiles que más tarde, durante el resto del día, hacen las delicias de los más mocosos: primero, un caballo suspendido en el aire de un galope imposible; luego, un coche con campanillas, ojos en lugar de faros y una sonrisa por radiador; más allá, un carrusel pequeñito de sólo cuatro corceles entre luces parpadeantes… Disponen estas máquinas de un reclamo sonoro para llamar la atención de los niños que pasen cerca de ellas. Así, del cochecito con campanillas sale una voz metálica que repite “¿quieres viajar conmigo?”; y del caballo de galope imposible, un relincho absolutamente inviable

Por la mañana temprano, muy temprano, cuando sólo te cruzas con algunas limpiadoras y algún vigilante del turno de noche, que tiene cara de cansancio, esas máquinas, solas y vacías, siguen repitiendo su mensaje de robot abandonado en un planeta inhóspito que entonces suena triste y estéril, sin sentido, sin respuesta, hasta un poco terrorífico. Y es que se trata de palabras para nadie. Produce una sensación rara ese decir sin auditor, esa invitación a un invitado inexistente a tales horas; produce una sensación de absurdo.

Toda literatura, toda obra humana, probablemente todo lo que existe, es intencional. Una naturaleza que evoluciona en orden, que establece armonías y regularidades, lleva en sí el germen, diría la esperanza, de un inevitable espectador, de un ser que la admire y la complete. Lo mismo ocurre al músico, o al pintor, o al poeta: en cada nota, pincelada o palabra está configurando, está deseando, a alguien que se acerque y desentrañe su tarea. No es que haga lo que hace para agradar a ningún público, pero sueña un cómplice más allá de eso que él hace. Un los-otros como causa sería su alienación, un como finalidad es su complemento.

Siempre que un ser humano deja una palabra en alguna parte, espera un espectador, a veces, incluso, decididamente configurado. Nadie lo hace para sí, ni siquiera esas máquinas de la galería de comercios que atravieso todas las mañanas.

lunes, 18 de junio de 2007

Pavese

Verrà la morte e avrà i tuoi ochi (Cesare Pavese)


Hay un viejo revólver en mi mesa,
circunspecto, eficaz, aletargado;
seis ojos vigilando mi cuidado
entre el tiempo y la nada que los besa.

Hay un viejo revólver que regresa
con su corvo equipaje pavonado
cada noche de noche disfrazado
y voluntad de oscuridad confesa.

Un revólver–reloj que me acaricia
el corazón, que guarda en su entreacto
un proyecto de olvido, una promesa,
una cobarde, una brutal caricia.

Para ese no-seguir que elija un tacto,
hay un viejo revólver en mi mesa.

(2002-2007)

domingo, 17 de junio de 2007

En cuerpo y alma

Hoy le ha dado al cuerpo por ser mordaz y crítico. Me dice que está aburrido de mí, que lo de ayer, desde luego, era innecesario; peor aún, que era contradictorio; que no se puede ironizar sobre la realidad mendicante de laboratorios y silogismos, al tiempo que se hacen entimemas sobre la coherencia de unos supuestos imperativos salidos de mi ociosa manga. Me dice que ya está bien de juegos proféticos y decagonales iluminaciones. Me dice, con una piedad más que dudosa, que me deje de viajes al empíreo y excursiones en alados carros cuyos aurigas se imaginan “okupas” de otro reino.

Lo he visto francamente contrariado, a punto de dejar de hablarme, de no conmoverme con el olor de esta lluvia que tan pródigamente hoy ha regresado; a punto de negarme la belleza gris y triste de un día de junio con vocación de marzo. Yo no he dicho nada: sé que se siente mayor, que esta mañana le dolía en el codo la coz de los revólveres, que de lejos ve borroso y de cerca apenas; sé que cuenta en los calendarios los precarios decimales de su futuro… Sé que llora por cosas que sólo yo conozco. He estado largo rato guardándome en silencio, esperando a que una luz, un olor, una caricia distrajeran su enfado. Debe de haber cerca de aquí un matorral de madreselvas porque, a eso de las ocho, ha entrado por la ventana una fragancia de ternuras. Entonces ha sonreído. Y yo he empezado a hablarle de recuerdos irreales, y del gato de Schrödinger, y de todas esas cosas que sé que le entusiasman porque le hacen pensarse cuerpo innumerable.

Al final ha abierto esta pantalla para dejarme salir un día más y decir que él también tiene razón, que hay demasiada vanidad en este púlpito, que quién soy yo para dictar decálogos de nada, que quién me creo, después, para entender que son oscuros y que yo, encendidamente divino, debo aclararlos.

Y hemos hecho las paces. Esta noche volveremos los dos a llorar juntos.

sábado, 16 de junio de 2007

Aclarando oscuridades

Puede que sea innecesario, pero me gustaría explicar algunos puntos de ese decálogo de oscuridades del otro día; sobre todo porque pienso que no dejé claro por qué empezaba como empezaba y terminaba como lo hacía.

Los diez imperativos se abren soñando sobre todas las cosas y se cierran con una sorprendente exaltación de la mentira. No es ocioso. Soy demasiado cuadriculado (y demasiado soberbio, mea culpa) como para aceptar contradicciones o sorpresas en el discurso. El primer precepto exige situarse más allá del confuso mundo de las cosas, lo mismo que si estuviéramos perdidos en el fondo de una cueva y advirtiéramos a lo lejos un breve punto de luz, ¿quién que pretendiera escapar de las odiosas sombras apartaría de ese punto la mirada? Se trata, pues, de situarse a la altura de lo más grande de que somos capaces: los sueños o, lo que es igual, la esperanza.

¿Y si después de todo no se consigue salir de la oscuridad o no hay escapatoria de la cueva ni punto de luz que valga? Si las cosas son inferiores a los sueños, si la verdad consiste en un rastro de angustia, desazón e infelicidad, si el hombre es capaz de soñar a más tamaño de lo que da de sí el ser, precario e inevitable, que se encuentra; entonces la mentira es más grande que la verdad, entonces la mentira es un imperativo. Lo-que-es queda en ridículo porque, desde su misma entraña, engendra un sujeto capaz de pensar una realidad mejor que esa mendicante vulgaridad que pide permiso a los silogismos y a los laboratorios para tener consistencia.

No tiene crédito la verdad si condena al hombre; es entonces una verdad tonta y miserable, cegata y patituerta. Tonta, porque es impotente para explicar cómo una de sus infinitas criaturas (un simple mono, al parecer, algo más listo que su restante parentela) es capaz de ponerla contra las cuerdas cuando empieza a soñar. Miserable, porque cultiva la usura y cobra mucho más de lo debido luego de prestarnos la vida y la razón. Cegata, porque ve menos que los ojos cansados y tristes de un insignificante soñador. Patituerta, porque cojea si pisa el terreno de la esperanza o la felicidad. Una verdad así es una verdad que no merece serlo, y desmentirla es una obligación moral, equivalente a la de soñar por encima de la zafia realidad a que se refiere

¡No me digáis que no está justificado mentir si, llegado el caso, de lo que se trata es de salvar al hombre! Yo, desde luego, continuaría poniendo linternas en las compactas paredes de esa caverna para que los demás siguieran creyendo que, al cabo, hay una vía de luz, un pórtico de bien y de sentido.

viernes, 15 de junio de 2007

Ars amandi

Era primavera, mayo probablemente; lo sé porque al empezar a escribir ahora me ha venido un lejano olor de rosas. Se llamaba Lidia y tenía el pelo corto, aunque de esto último no estoy muy seguro. Es cuanto recuerdo de ella. Terrible traición de la memoria: ni el color de sus ojos, ni el perfil de su cara, ni su voz, ni su sonrisa..., con vivaz certidumbre, nada más que su nombre. Y, sin embargo, fue mi primer amor encendido, del que, por supuesto, ella jamás tuvo la más remota idea. Es curioso que de aquél sólo me haya quedado la señal y el sentimiento, el signo y la conmoción, la palabra y el alma. Debo aclarar, antes de confundir en exceso, que por entonces yo no había empezado el Bachillerato (el de hace muchísimo tiempo, no el de ahora); tenía, por tanto, menos de 10 años.

Íbamos al mismo colegio; yo al pabellón de chicos, ella al de chicas. Las posibilidades de verla eran, naturalmente, remotas: tan sólo en los recreos y por imprevisible azar. Yo me apostaba en un estrecho pasadizo que comunicaba los patios de ambos edificios y esperaba que cruzara, alguna vez al menos, por aquel metro y medio de paisaje, que era cuanto daba de sí tanta angostura. Los días que ocurría me sentía feliz y me volvía dicharachero; los que no, se me iban de pesadumbre en pesadumbre escribiendo su nombre en las esquinas de los cuadernos de lengua, de matemáticas, de historia...

Era primavera, olía a rosas y se llamaba Lidia. No insistiré en su menor recuerdo. Lo cierto es que después, cuando la vida empieza a ser excesiva, uno descubre la verdadera estatura de sus muchas insignificancias; sobre todo cuando advierte que la guía del amor adulto, se escribe en renglones de egoísmo, en párrafos de desazón, en capítulos de traiciones. Entonces nos damos cuenta de que únicamente en pocas, en poquísimas ocasiones hemos amado con entera generosidad y sin mayor exigencia, con total desprendimiento y absoluta contemplación. Y descubrimos entre un punto de dolor y otro de nostalgia que de niños éramos así, que amábamos así; qué después, sin embargo, sólo fuimos y amamos así de vez en cuando… o quizá, de vez en nunca.

jueves, 14 de junio de 2007

El sexo de los símbolos

He leído en estos días una noticia de altísimo interés socio-cultural: el oso del escudo de Madrid no lo es, el oso del escudo de Madrid es una osa. Dado que no soy un experto en el desvelamiento de la sexualidad de los osos, no tengo más remedio que confesar mi ingenua credulidad en el hasta ahora popular decir. Reconozco, incluso, que mi masculinidad padece insomnio desde que tuvo conocimiento del hecho. Yo era un varón feliz, un “gato” que se creía amparado por un oso que no lo era, que era mentira. Lo que me ha hecho temer por el otro animal. ¿Y si ahora resulta que no soy “gato”, sino “gata”? ¿Y si después de tanta edad me encuentro con un “yo” que ya no es “yo”, sino que es un “ya”, forma pronominal de primera persona que debiera reivindicarse para no incurrir en pecado de género?

Desde el punto de vista histórico, la grandeza de las ideas y culturas depende, única y exclusivamente, de sí mismas; añadiría, incluso, que desde cualquier punto de vista, sea éste filosófico, artístico, literario, moral, jurídico o, simplemente, humano. Considerar la justicia del todo como armonía de las partes será o no será grande por lo que significa, no, desde luego, porque se elija “un” violín o “una” guitarra como logotipo, más o menos relevante, del decir a que se refiere. La lechuza (de ignoto sexo y claro género gramatical) no dignifica la virtud de la sabiduría o el vigor histórico de Atenas, sino al contrario. Concluir de la popular sexualidad de nuestro plantígrado (o plantígrada) que “como en tantas ocasiones en la Historia se invisibiliza lo femenino” me parece, lo siento mucho, una sandez. Pero, además, me sorprende que haya gente que dispone de tiempo para “investigar” asuntos tan irrelevantes, sobre todo por lo que supone de agravio comparativo a los muchos que debieran dolernos de verdad, tanto cultural como socialmente. Claro, que todos sabemos las “preocupaciones” de los sabios de Constantinopla...

Al parecer, hoy jueves, se inicia una campaña en la que se repartirán chapas con el lema “soy una osa” .Como me considero tolerante, respetaré el libre arbitrio de cada quien para hacer el oso como más satisfactoriamente se le antoje.

miércoles, 13 de junio de 2007

Decálogo en la oscuridad


Soñarás sobre todas las cosas.

No pensarás la tierra sólo con la tierra.

Romperás los poemas de la nada.

Cultivarás la luz.

No te negarás.

No comerciarás con los sueños.

No tasarás la palabra ni la idea.

No llorarás en vano.

No confundirás al justo ni al que ama la esperanza.

Mentirás si es preciso, para salvar al hombre.

martes, 12 de junio de 2007

La voluntad de las cosas

Éste es “el mejor de los mundos posibles”, piensa Leibniz. De igual modo, para Jorge Guillén “…el mundo / está bien hecho”. Esa décima tan conocida del poeta, ese “Beato sillón”, hace orbitar el “optimismo metafísico” sobre un mueble, una cosa apacible, serena, solemne, presidencial. Pero las cosas no son siempre mudos e inocentes escenarios, ni símbolos de armonías o perfecciones; me atrevería a decir que no lo son nunca. Cargadas de nosotros, hinchan sus precarias existencias con nuestros gozos, con nuestras tristezas… Y, en cuanto nos descuidamos, remueven su daga criminal en las heridas no cicatrizadas.

Las cosas de que hoy hablo no tienen nada que ver con el “optimismo metafísico” de Leibniz. Ni con el de Guillén, por supuesto.


No está el mundo bien hecho, amigo mío:
las cosas, apacibles, son letargos
de traiciones al alma, de venganzas.

Si las pienso lejanas, se confunden
unas con otras, casi distraídas,
ocupándose en ser lo establecido,
tan mudo, tan ausente, tan precario.

Pero yo sé que están agazapadas
aguardando encontrarse cualquier día
conmigo y el dolor para lanzarse
sobre esta frágil alma y devorarla.

No está el mundo bien hecho y son culpables
las cosas que robaron cuanto hice,
cuanto perdí y amé ante su silencio,
cuanto sólo el olvido dulcifica.

Se empaparon de vida y de memoria;
y están aquí y allá, por todas partes
escondidas, dispuestas, equipadas
de sucesos hermosos que he perdido,
de recuerdos que van a derrotarme.

(febrero 2007)

lunes, 11 de junio de 2007

Los puentes de Einstein-Rosen

Parece el título de una película romántica de amores otoñales y, sin embargo, es la hipótesis que da una oportunidad de redenciones a la negritud inmensa de ciertas regiones del espacio. Entrar en sombras y salir en luz, colarse en curvaturas infinitas y aparecer, como en un truco de magia, a distancias inalcanzables, vueltas del revés gravitación y oscuridades. Viajar a ni “donde” ni “cuando” se puede viajar, aproximar la remota imposibilidad de otros mundos y otros tiempos al parpadeo insignificante de unos minutos, unas horas, unos días. La imaginación lo inventó antes de que las matemáticas lo establecieran. La literatura, sin armaduras de ese calibre deductivo, organizó sus andas para llegar antes (Twain y su turista en la corte legendaria de Camelot, Wells y su máquina viajera por los milenios… e incluso un español, Gaspar y Rimbau, con pareja y, al parecer, anterior fantasía). Más tarde llegó el cine, a remolque siempre. El cine no suele aventurar, es más negocio, y construye ficciones sobre posibilidades; la literatura, sin embargo, levanta imposibilidades sobre ensoñaciones: Cyrano estuvo en la Luna, con ingenios rarísimos, mucho antes que Armstrong.

Y nosotros, que estamos siempre en la misma empresa, robando manzanas del árbol prohibido porque queremos ser Dios. A Newton, sin embargo, le vino una del cielo, por algo sería. Los puentes de Einstein-Rosen nos acercan otra vez a la divinidad. Podemos alcanzar todos los rincones de la noche en un suspiro, más aún, podemos encontrarnos con nosotros en alguno de esos universos de Everett que rompen la supuesta coherencia de cada alma en incontables almas esparcidas desde el yo único que se creyeron ser. Y si esto es así, si cada unidad es, al cabo, una totalidad y cada totalidad una fracción de mayores totalidades, y los puentes de Einstein-Rosen el entramado de los infinitos hilos de una red infinita que enlaza unas y otras, entonces estamos leyendo la mente de Dios, que es lo que quiere ese otro Adán con su manzana que es Hawking.

¿Y Dios? ¿Qué piensa Dios de todo esto? ¿No será tan alta su piedad que estará interpretando como una oración en otro lenguaje estos puentes de Einstein-Rosen, esta vieja vanidad nuestra de ser Él, que no es sino traducción excesiva de su propósito al hacernos imagen y semejanza suyas?

domingo, 10 de junio de 2007

Progreso y parálisis de la Historia

Yo no sé de dónde nos viene esta vanidad de siglo luminoso, al cabo ya de todo, conocedor de las inextricables honduras del universo, promulgador de derechos y conciliador de hombres y culturas, ideologías y religiones. Pero sobre todo no entiendo de dónde procede esta soberbia de altura de los tiempos en virtud de la cual nos permitimos calificar a otros siglos de oscuros, injustos, despiadados y crueles, mientras adornamos el nuestro de los más hermosos epítetos y tolerancias. Apurando al límite mi comprensible estupor, añadiría que la idea de progreso es, humanamente hablando, una falacia como otra cualquiera y que, si comparamos el porcentaje de sus beneficiarios con el de aquellos que sobreviven extramuros, el panorama no es muy diferente al que podríamos contemplar en pleno medievo.

Leía ayer una de esas noticias exóticas que apenas ocupan (si los ocupan) 30 segundos de nuestros comentarios cotidianos. Hablaba de la liberación de 31 obreros chinos en la provincia de Shanxi que vivían en régimen de anacrónica esclavitud bajo la explotación, por cierto, del hijo del secretario local del Partido Comunista. Prescindo del relato de sus condiciones de vida que, además, no constituyen ninguna "novedad", pero, al hilo de la información, me hago algunas preguntas, tontas probablemente. ¿Qué quiere decir eso del progreso y desarrollo de la humanidad? ¿Hemos avanzado algo hacia alguna parte realmente? ¿Gozamos de mayor salud moral? ¿Hay menos crueldad o iniquidad o miseria? Hablo en términos absolutos, referidos al total de pobladores de este trozo de universo. Una comparación justa sólo puede hacerse entre dos totalidades equivalentes en sus adecuadas circunstancias. Un siervo de la gleba vivía mucho peor que el señor del feudo desde luego, pero, comparativamente, uno de esos obreros de Shanxi, y de otros muchos rincones del planeta, lo hace muchísimo peor que cualquiera de nosotros, que no somos señores de nada. Nuestro progreso no es más que un aumento de la distancia entre “el más” y “el menos” porque no vale comparar a los de antes con los de ahora, sino a los de antes entre sí y a los de ahora otro tanto y contrastar después las proporciones respectivas.

De un tiempo a esta parte la Historia parece dedicarse a juzgar lo que se hizo y narrar lo que se hace. Yo pienso que debería ser al revés. Ya está bien de pedir perdón por nuestras irreversibles barbaridades pretéritas, que más parece un juego de vanidades o una gimnasia de fariseísmo moral. Miremos nuestras alforjas y arrepintámonos de lo que en ellas nos encontramos. Y, de paso, corrijámoslo, porque, con tanta tontería y tanto mirarnos el puritano y respetuoso ombligo, estamos abonando el terreno del caciquismo y la demagogia entre quienes, estando mal, no conseguirán con ello sino estar cada vez peor.

sábado, 9 de junio de 2007

La soledad menospreciada

Iba a escribir sobre otra cosa. En realidad, ya lo había escrito. Pero he tenido que salir a la calle. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiados olores, agobiantes, espesos, de perfume de sábado hortera. Nuestro tiempo es de demasías; incluso lo carente es excesivo: hay un tercio del mundo hiperbólico en gozos; dos tercios, en muerte y desdicha. Hay demasiado de todo y demasiado de nada. Se puede añorar el silencio, pero también hay silencios desmesurados dentro de cada uno. Se intentan disimular con gritos, con saltos, con amontonamientos de gente; pero nadie habla a nadie ni con nadie; nadie quiere nada en nadie, salvo la pegajosa proximidad de su supuesta presencia. Y junto a esto, a unos pasos de tanta algarabía, hay soledades inmensas, viejos que aguantan la vida confundiendo sus fotos con su gente, e instituciones que creen que si los visten de colores resuelven el problema; hay soledades enormes, personas que se sientan al lado de un vacío para cenar cada día, y esta estúpida convicción de que el escándalo acaba con su tristeza; y hay soledades que nunca dejarán de serlo porque la vida se les rompió entre las manos un día maldito, una maldita hora. Ninguna quiere que invada su abandono esa alegría extranjera, ninguna pide nada, o sólo unas palabras, o alguien que se siente junto a ellas, o un milagro imposible, una fe portentosa.

No supondré otros mundos bucólicos y sonrientes. Probablemente todo ha sido siempre así: confuso quehacer de un animal confuso que inventa paraísos y desarrolla infiernos. No hablaré de arboledas silenciosas, ni de jardines de acacias, ni de ese olor a dulzura de las madreselvas al caer la tarde. Nada diré de caminantes que tejen y destejen el alma en sus palabras. No insistiré en los vencejos, que apenas puedo oír en las sabáticas ciudades de los hombres. Quizá nada de esto haya existido nunca. Quizá nuestra verdad es otra, menos bella, menos humana que la ficción de que somos capaces.

He aquí un tiempo estúpido que trasforma a la tristeza en literatura narcisista; al bullicio y la abundancia, en prefacio de la felicidad; a la soledad, en un cáncer que extirpa el alboroto.

viernes, 8 de junio de 2007

Gemelos de teatro

Me recuerdo en junio, a avanzadísimas horas de la tarde o tempranas de la noche, en un balcón sobre una calle pequeña que quedaba entre López de Hoyos y Gabriel Lobo, una calle que, por no tener, ya no tiene ni nombre sobre los mapas porque fue devorada por el crecimiento de la ciudad. Enfrente una tapia y un solar inmenso luego. Y más allá, el resto de Madrid. Me recuerdo, con nueve o diez años, en aquel balcón –a Dios gracias la televisión aún no existía entre nosotros– con mucho universo por delante. A esas horas me gustaba asomarme a mirar el cielo de junio; atardeciendo primero y lleno de una escandalera de vencejos; anochecido después y, en ocasiones, con radiante Luna. Entonces, no podía evitar la tentación. Buscaba unos gemelos de teatro, que eran de mi padre, que fueron de mi abuelo, unos binoculares pequeñitos, de los de enterarse qué ocurre en el escenario desde el paraíso, y me dedicaba a inventar cráteres y montañas, imposibles para tan pobre instrumento, en un mundo que –hoy lo sé– estaba a un segundo-luz de distancia.

El carácter se conforma con piezas insignificantes, muchas veces remotas, casi nunca conocidas. Todo cuanto he hecho o me ha pasado en la vida ha sido consecuencia de una relación de impropiedades, de disparos de salva a dianas lejanísimas que jamás alcanzaban, que hubiera sido, incluso, absurdo que lo hicieran. Me he quedado siempre en una miopía binocular de altísimos imposibles que se consuela inventándolos a través de lentes de escaso poderío, a la que basta mirarlos con la suficiente imaginación para redondear el sueño de verlos al alcance de la mano. Aunque no conduce a nada, aunque nada se alcanza, debo agradecer a ello una terca disposición del ánimo, eso que llamamos voluntad, capacidad de querer. Pobre en casi todo lo demás, en esto tengo una notable hacienda.

Por eso creo más que sé, sueño más que veo, tengo más que puedo… soy más que soy. Por eso me dan lo mismo verdad y falsedad convencionales. Por eso me gusta Platón. Por eso, San Agustín.

jueves, 7 de junio de 2007

Derechos de los animales

Todo empezó por un prurito de perfección semántica cuando la filosofía quedó convertida en ave de corral, luego de serlo de Minerva, como diría Machado (“…fue Kant un esquilador / de las aves altaneras…”). Así, después de después, comenzó a perder pie el lenguaje en la busca de su edén particular, que no es sino el sentido de los términos que se gasta. Y se pusieron en cuarentena todas las voces atesoradas desde la antigüedad para referir cuanto va más allá de lo que el ojo ve, oye el oído o la mano palpa; y se les arrancó la posibilidad de la verdad y del significado; y se las encerró en un baúl de memoria olvidadiza al que sólo ocasionalmente se acercarían los paleontólogos del pensamiento. Era el acta de defunción de dos mil años de desazón y quebraderos de cabeza entre el ser y el no ser.

Pero, claro, confinar a la vieja filosofía en un salón de recuerdos inútiles provoca “daños colaterales”. Y allá que fueron los valores y su inconcebible objetividad, no obstante los esfuerzos fenomenológicos de Max Scheler. Y la ética, de metafísica de las costumbres, pasó a moral de los telediarios en hora de máxima audiencia. Todo ello se tradujo en el relativismo de lo coloquial, en el carácter opinable de lo justo, de lo bello, de lo bueno, del derecho, del deber; todo con igual altura, todo con el mismo rango, todo con idéntico y nulo potencial energético. Esto es lo que en termodinámica se llama triunfo de la entropía, que es pórtico del caos, salón de la nada. No es de extrañar, por tanto, que lo incompatible, por la antañona comprensión que representaban los conceptos de referencia, aparezca ahora en descarado y absurdo matrimonio. Y así, por ejemplo, a nadie le chirría el alma si oye juntas las palabras derecho y animal. Lo curioso del caso es que quienes proponen los derechos del cohombro no viendo en ello ningún sinsentido, lo vean, sin embargo, en una expresión como energía cinética del logaritmo neperiano. Las posibilidades de coordinar los respectivos conceptos son en ambos casos idénticas. Aunque, claro está, el último fondea en la ciencia; el primero, nada más que en la ética donde, al parecer, todo vale.

No tengo nada en contra de los animales. Quienes me conocen –o simplemente recuerdan Mi interlocutor ausente en la Primera estación– saben hasta qué punto los amo y admiro. No sólo eso, mi infancia estuvo rodeada de ellos; incluso un mono me acompañó hasta los cuatro años. Ni soy Tarzán ni nací en un circo desde luego… pero no es el caso contar aquí mi vida. Lo que me ocurre es un lamento, o una pena, o una rabia de asistir a este indecente mercadeo con las cosas que nos harían capaces de mayor grandeza. Los cuatro enlaces del carbono, tan fundamento de la vida, tienen su correlato en esos cuatro enlaces de la moral que son la persona, la libertad, el derecho y el deber. Uno sin otros no es posible; unos y otros son fundamento exclusivo del ser humano.

No hay derechos de animales, que están donde tienen que estar, con sus leyes, bastante crueles por cierto. Pero sí deberes del hombre, hacia ellos y hacia otras muchas cosas. Aunque parece que nos da dentera esto de subrayar nuestras obligaciones, el carácter activo de nuestra responsabilidad moral.

miércoles, 6 de junio de 2007

Razón y fe

(La razón demanda argumentaciones; la fe, no. La inteligencia exige explicaciones; la voluntad, no. La cabeza ha necesitado once versos; el corazón, sólo tres.
“Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”... Lo dijo Ockham.)

“Deducir de un vacío otro vacío;
alcanzar a la nada desde nada;
andar de una hondonada a otra hondonada,
desde un dolor a igual escalofrío.

Nacer, morir… Dos guiones, y un sombrío
renglón escrito en letra entusiasmada:
–estoy vivo lo dice esta mirada,
y este sentir, y este soñar tan mío­–.

Y ni antes ni después, aquí y ahora;
pero antes y después, ni dónde o cuándo:
tan sólo oscuridad, nada y olvido.”

Se me rebela el alma luchadora
contra quienes así la vais minando.
Nunca tendréis mi corazón vencido.

(junio 2007)

martes, 5 de junio de 2007

Cultura y ocio

El mayor problema que podría plantearnos la vida es que un día nos levantáramos y descubriésemos no tener ningún problema. Ver transcurrir las horas en astenia de dificultades y conflictos es mal que no deseo a nadie. Entiendo que debe de ser una especie de muerte en estado de vigilia, algo así como una centinela de vacíos. Y sin embargo, es frecuente que nos sorprendamos asegurando que no queremos tenerlos, que queremos una vida desocupada y ociosa, muelle hasta el aburrimiento de estar vivos. Esto, que tanta gente dice, a mí me produce escalofríos; pienso incluso que, si se dice, es porque no se piensa, lo cual me provoca un escalofrío adicional por aquello de que largar la lengua sin tener fortificada la retaguardia del seso es bastante preocupante y, por desgracia, bastante común. Claro que peor sería que se dijera en serio, porque entonces esta bípeda especie, de tan glorioso pasado, habría tocado fondo, tal vez incluso, tocado abismo.

Tener problemas es tener un contrato de futuro; es disponer y ejercitar capacidades ordenadas para su solución, es luchar, batallar, guerrear; pero también creer, esperar, desear y… descansar, de modo transitorio. Es encender candiles en el tiempo que tenemos por delante (bendito si lo tenemos) para vadear sus trampas, es soñar con alcanzar algo que siempre creemos cerrado y definitivo, que siempre resulta inacabado y provisional. La aproximación al código capaz de cancelar todos los problemas debe ser asintótica: más al alcance cada vez, nunca totalmente alcanzada. No somos, no debemos querer ser una rama evolutiva que aspira a no hacer nada.

No sé si logro explicarme: lo que quiero decir es que me parece una contradicción absurda leer demasiado cerca las palabras cultura y ocio. Eso corrobora lo que indiqué al principio: hay que cultivar algo, es decir, sembrar problemas en el perseguido estado de no tenerlos.

¿Somos tontos o qué…?

lunes, 4 de junio de 2007

Veinte años de más

(Sigamos con las simetrías. La "Primera estación" acabó con un poema en endecasílabos; empiece pues la "Segunda" con otro en alejandrinos)

Puedo pensar veinte años atrás y parecerme
que apenas sucedieron. Puedo recolocarlos,
verlos uno tras otro, como un álbum del alma,
en fracciones pequeñas de la vida. No puedo,
sin embargo, pensar veinte años por delante,
veinte años decadentes, de más, de sobresueldo;
veinte años decididos a ser inadvertencia
y cuesta acrecentada en olvidos y cansancio.

No puedo imaginar veinte años de domingos
sin sueños que aguardar ni plazos de esperanza.
O quiero no poder. Tan no poderlo quiero
que hasta vivir me advierte que no debo vivir
más de la cuenta habida. O quizá un poco más
aún para saldar ciertas penas pendientes
que quedaron trabadas en días luminosos,
ciertas lágrimas de ésas que te siembran el cáncer
de una deuda en los sueños, ciertas ruinas guardadas
en solares del alma. Seguir un poco más…
y bendecir los días que he llegado a vivir
entre aquéllos que amé y aquéllos que me amaron,
pedir perdón si acaso dañé a quien no quisiera
y oír un poco más gritar a los vencejos
en los rojos crepúsculos de un último verano.

Y será suficiente. Y será innecesario
que la tarde se alargue después de atardecida.


(junio 2007)