sábado, 16 de junio de 2007

Aclarando oscuridades

Puede que sea innecesario, pero me gustaría explicar algunos puntos de ese decálogo de oscuridades del otro día; sobre todo porque pienso que no dejé claro por qué empezaba como empezaba y terminaba como lo hacía.

Los diez imperativos se abren soñando sobre todas las cosas y se cierran con una sorprendente exaltación de la mentira. No es ocioso. Soy demasiado cuadriculado (y demasiado soberbio, mea culpa) como para aceptar contradicciones o sorpresas en el discurso. El primer precepto exige situarse más allá del confuso mundo de las cosas, lo mismo que si estuviéramos perdidos en el fondo de una cueva y advirtiéramos a lo lejos un breve punto de luz, ¿quién que pretendiera escapar de las odiosas sombras apartaría de ese punto la mirada? Se trata, pues, de situarse a la altura de lo más grande de que somos capaces: los sueños o, lo que es igual, la esperanza.

¿Y si después de todo no se consigue salir de la oscuridad o no hay escapatoria de la cueva ni punto de luz que valga? Si las cosas son inferiores a los sueños, si la verdad consiste en un rastro de angustia, desazón e infelicidad, si el hombre es capaz de soñar a más tamaño de lo que da de sí el ser, precario e inevitable, que se encuentra; entonces la mentira es más grande que la verdad, entonces la mentira es un imperativo. Lo-que-es queda en ridículo porque, desde su misma entraña, engendra un sujeto capaz de pensar una realidad mejor que esa mendicante vulgaridad que pide permiso a los silogismos y a los laboratorios para tener consistencia.

No tiene crédito la verdad si condena al hombre; es entonces una verdad tonta y miserable, cegata y patituerta. Tonta, porque es impotente para explicar cómo una de sus infinitas criaturas (un simple mono, al parecer, algo más listo que su restante parentela) es capaz de ponerla contra las cuerdas cuando empieza a soñar. Miserable, porque cultiva la usura y cobra mucho más de lo debido luego de prestarnos la vida y la razón. Cegata, porque ve menos que los ojos cansados y tristes de un insignificante soñador. Patituerta, porque cojea si pisa el terreno de la esperanza o la felicidad. Una verdad así es una verdad que no merece serlo, y desmentirla es una obligación moral, equivalente a la de soñar por encima de la zafia realidad a que se refiere

¡No me digáis que no está justificado mentir si, llegado el caso, de lo que se trata es de salvar al hombre! Yo, desde luego, continuaría poniendo linternas en las compactas paredes de esa caverna para que los demás siguieran creyendo que, al cabo, hay una vía de luz, un pórtico de bien y de sentido.

2 comentarios:

Máster en nubes dijo...

Desde luego que hay que mentir por salvar a un hombre, estoy totalmente de acuerdo.

Y me encantó tu decálogo anterior, entero.

Y lo de mirar siempre desde lo alto, a lo alto que dices en este.

Una pregunta un poco rara, perdóname. Tú ¿tienes esperanza, esperanzas?

Perdona esta pregunta que es seguramente tonta o exige demasiadas palabras, no sé. Vamos, que si no te viene bien o no quieres pues que no respondas.

Es que a tenor de lo que te leo, a veces me parece que la tienes y a veces cuando pones eso de que no hay que vivir más allá de los 40... pues como que no. Y otras más.

Un beso y un fuerte abrazo, tengas o no esperanza o esperanzas.

aurora

Antonio Azuaga dijo...

Por supuesto que tengo esperanza. He hablado mucho de ella –recientemente otra vez– como para ser tan cínico. Lo que ocurre es que no hay luz sin sombras, día sin noche, salud sin enfermedad… A veces, uno se retrae sobre su pequeños egoísmos defraudados y empieza a blasfemar, a arremeter contra todo aquello de que está hecho: ¡son, como la “noche oscura” de San Juan de la Cruz, tropiezos inevitables! Pero para eso, está también la voluntad –de la que igualmente hablo con frecuencia–, para decirnos: “¡Venga, hombre!, ya está bien de tonterías. Coge tu vulgar maleta y haz lo que tienes que hacer: ¡seguir andando!”

Y entonces, uno sigue andando.

Un beso.