miércoles, 30 de mayo de 2007

El otro gato de Schrödinger

Todo platónico es pitagórico y todo pitagórico es un enamorado de armonías y simetrías. Nada más simétrico y consecuente que bajar el telón aquí del mismo modo que comenzó esta función.

Desde el tejado de una tarde lejana viene dando saltos un gato extraño que, de una u otra forma, ha sido algo así como la trama oculta de estos apuntes. Y es que la paradoja de Schrödinger, a través de la extravagante interpretación de Everett, se convierte en una metafísica de pluralidades por una parte, y en una solución radiante de nuestras contradicciones por otra. Si Unamuno hablaba de los yos ex­-futuros como los cabos sueltos del yo que nunca podremos ser porque lo abandonamos al elegirnos “uno” determinado entre “dos posibilidades”, Everett nos dirá que los dos siguen siendo simultáneamente, pero en irreconciliables universos divididos. ¿Qué soluciona esto en nuestras contradicciones? Simplemente, que tales contradicciones no existen: pertenecen a dos yos que, aun teniendo un pasado común, ya no serán capaces de reconocerse. Esos son los "recuerdos irreales" con que tan pesado me he puesto tantas veces.

Cada uno de nosotros es una multitud, o una insignificante divinidad –pero “divinidad” al cabo– que lo es todo. Es el Sísifo penando, que descubre al "Sísifo victorioso", es “literaturizar la vida", es “la pasión del cómico”, es “contar sombras”, es “raptar una sonrisa”… Pero es también recordarse, indagar cuevas del alma, reflotar memorias, hablar con Juan de Tassis y, de vez en cuando, viajar a Siracusa de la mano –cómo no– de Platón para darse cuenta de que no hay error en la felicidad, sino en nosotros.

Puesto a dar recetas de andar por casa, he aquí una para no dejarse vencer por las adversidades (por eso hablé también de luchar con uno mismo y salir siempre victorioso): cuando algo no funcione, cuando la vida se ponga cuesta arriba, cuando los sueños se enreden con los hechos y dejen de ser sueños para ser melancolías, bastará con acordarse de otro yo al que nada de eso le sucede porque antes dio unos pasos que nosotros no dimos. Pertenece a otro tiempo y a otro espacio, pero en algún momento, antes del cisma, anduvo por los nuestros. Carne y alma comunes, por tanto, nos sostienen. Somos parte de su dicha: ¿de qué nos lamentamos?

Esto es lo que le ocurre al enamorado del poema, un poema anterior (9 de febrero) al primer apunte y con cuyo título lo colgué en esta micro-ciudad donde nos hemos cruzado… unas cien veces. Con él queda cancelada la deuda de tanto atardecer.


El gato de Schrödinger

Tiene la culpa el gato aquel de Schrödinger.
Yo no estaría ahora muerto y vivo
por ti si ese bendito gato hubiera
no existido jamás. Recorrería
las calles decadentes de mis años
con la sabia paciencia de quien nada
más que el olvido y el silencio espera.
Vería amanecer algunas veces;
las más, atardecer –cuestión de lógica–,
sentado en algún parque bajo acacias
que no me arrancarían de estas crónicas.

Yo no estaría ahora dilüido
en un estado cuántico, difuso,
entre Hamlet y Hyde, siendo y des-siendo,
pensándome no ser el que se observa
envejecer si mira los espejos.

Viviría entre cosas convincentes
y sucesos comunes, desearía
recordarme en un único intervalo.

Pero ese gato lo ha enredado todo.

Me dividí por ti hace algún tiempo.
No sé cómo ni dónde ni ante quiénes,
pero ocurrió. Tal vez en un jardín
de acacias en otoño, o paseando
las calles de París bajo la lluvia.
¡Qué más da! Sólo sé que tú también
entonces eras otra, sólo sé
que entonces nos amamos y que existe
un lugar en que sigue sucediendo;
sólo sé que ocurrió y yo lo quería.

¡Tiene la culpa ese bendito sueño!

(febrero de 2007)

martes, 29 de mayo de 2007

Casi centenario

Ya casi está cumplido. Trataba de tentar debilidades, de titularme en voluntad más que en inteligencia, de cerciorarme, un poco infantilmente, de que siempre querer será poder, aunque, tontos de nosotros, nos dejemos vencer por la primera espada que se nos cruza. “Digamos que esto es una prueba…” fueron las primeras palabras que escribí aquel 20 de febrero al empezar este “acto inútil”, como unos días después ya lo llamaba. Un trabajo estúpido con resonancias míticas, tan prescindible y gratuito como la piedra de Sísifo, pero sin la causa fatal de un poder extraño, sino emergente de mí, hijo de la determinación y del señorío de uno sobre uno mismo. Por tener, he tenido hasta momentos de cobardía –¡aquellas cuatro noches de silencio!–… Y sin embargo, mañana, Deo volente, colgaré mi centésimo apunte.

Si alguien me preguntara para qué se hace algo tan tonto como escribir estos delirios cada día, podría responder muy pocas cosas. Por ejemplo, que el ejercicio ocasional de la real gana es una actividad de lo más saludable. Esto, sin embargo, además de una impertinencia, no sería verdad; porque, si fuera enteramente sincero, tendría que contestar que en el fondo de todas las almas hay demasiados silencios con vocación de palabra; o que existe la extraña pasión de dirigirse a alguien que ni se ve ni está (quizá, jamás estuvo), pero se intuye o inventa si es preciso. Digamos que esto se hace para hablar sin interferir, sin atravesarse de repente en la vida del otro, sin importunar como tantas veces sucede con el teléfono. Aquí uno deja su voz al atardecer sobre el banco de un parque y un paseante azaroso, un paseante conocido, un paseante deseado, se detiene o no, te escucha o no, te habla o no. Nadie le obliga o perturba; nadie le asedia o molesta. Poder dirigirme a un , mezcla de la conjetura y el deseo, que se perfila vagamente un poco más allá de los signos recién tecleados, ha sido para mí un aliciente, cuando no, una recompensa.

No me estoy despidiendo, creo; aunque, cuando cuelgue el apunte de mañana –que como veréis, docenita de leales amigos, no es más que la cancelación de una deuda–, me daré un respiro. Supongo que breve.

¡Supongo!

lunes, 28 de mayo de 2007

La caverna de Platón y la Tizona de Mio Cid

(Para Mª Espíritu, incondicional admiradora de ‘Mio Cid’)

En la caverna de Platón hablan las sombras. Eso al menos creen sus prisioneros, aunque, en realidad, no son ellas sino sus extraños e inaccesibles porteadores quienes lo hacen. No voy a repetir este pasaje que sirvió al filósofo ateniense para explicar su extravagante concepción de la realidad; pero lo cierto es que su potencial didáctico sigue gozando de una salud extraordinaria. Evito referir a quienes, directa o indirectamente, se han servido de él como pretexto para volcar sus particulares perspectivas del mundo. Lo que es indiscutible es la fecundidad de su semilla, que hace innecesario cualquier tipo de abono.

Sombras hubo que contaron que la espada del Cid era la espada del Cid. Sombras hay que ahora me cuentan que la espada del Cid no es la espada del Cid. Desde Hamlet sabemos que el problema es flirtear con el ser y con el no ser –o quizá desde antes–. Pero lo que me hace gracia de esta idiotez colectiva de que formo parte es ver al juego de intereses revestirse de ideologías y verdades. La verdad tiene su territorio, como el símbolo cultural, el suyo; y no deben producirse interferencias entre uno y otro. Las culturas, las identidades culturales, curiosamente, no se levantan desde una ecuación o desde una ley de partículas subatómicas, sino desde sucesos, objetos o personajes de precaria, dudosa o nula autenticidad. Supongo que nadie cree que la loba capitolina testimonia realmente el origen de Roma o que la tradición romancera de los pecados contra el sexto de Don Rodrigo y La Cava tiene algo que ver con la expansión del Islam en la Península. La verdad de los símbolos y de los héroes se adquiere en las tradiciones, no en los laboratorios; y, además, es una verdad de otra índole: no trata de acomodar –escolásticamente, por cierto– hechos con ideas, sino cosas con emociones, que es algo muy distinto, pero igualmente válido. Sobre todo para quienes, como yo, estamos convencidos de que vivimos en la caverna platónica y de que la verdad es un juego de sombras provisionales que se sustituyen unas a otras, según tiempos y hallazgos unas veces, según modas e intereses otras.

Dejemos en paz al Cid, dejemos en paz su espada, dejemos en paz el sueño de su mano sujetando su empuñadura de museo… Si pudiera demostrarse con absoluta certidumbre que la Tizona es mentira, la Historia no ganaría nada; el vínculo, la conjunción material con un personaje grandioso, la comunión casi carnal con el valor del héroe, lo perdería todo.

Deseo, fervientemente, que no sea esto lo que en el fondo se pretende.

domingo, 27 de mayo de 2007

Zeuxis, Parrasio y la política

Es una historia bastante conocida. La refiere Plinio el Viejo en el libro XXXV de su Historia Natural, la recoge también en su Estética Hegel. Nos habla de una especie de competición entre dos afamados pintores de la antigüedad: Zeuxis y Parrasio (o Praxeas). Ambos vivieron en la Grecia espléndida de los siglos V y IV, ambos gozaban de una mano maravillosa que jugaba con la luz y los volúmenes hasta lograr efectos de un realismo extraordinario; un realismo que, como todo realismo, siempre es una falsificación, pues su objetivo es presentarnos como real lo que no lo es. Se cuenta que, en aquel enfrentamiento de sus virtudes, Zeuxis pintó unas uvas de tan exquisita perfección que unos pájaros se acercaron a picotearlas. Nada pudo satisfacer más a Zeuxis que, convencido de su victoria, se aproximó a la tablilla de Parrasio para levantar la tela que la cubría. No pudo hacerlo: la tela que supuso ocultaba la pintura era la pintura de su rival. Zeuxis había engañado a los pájaros, pero Parrasio había burlado a Zeuxis.

No es ocioso hoy recordar esta historia. Precisamente hoy que millones de ciudadanos hemos cumplido con los oficios religiosos de las urnas; precisamente hoy que nos hemos acercado a picotear el riquísimo muestrario de uvas que pinceles de palabras han dibujado sobre nuestras preocupaciones; precisamente hoy que los Zeuxis de proyectos, esperanzas y promesas han dejado su obra espléndida de reales irrealidades ante nuestros ojos de gorriones ingenuos. A partir de mañana empezará la segunda parte del cuento, la de Parrasio y lo que en verdad desearíamos que sucediera al cabo: que pudiéramos alzar una tela que es de “tela” para descubrir unas uvas que son “uvas reales”. Sin embargo, debo reconocer que, en este respecto, hace tiempo tengo el alma nublada de escepticismo: mucho me temo que, cuando intentemos levantar el velo, no descubramos nada más que una pintura más perfecta. Pero ya no seremos pájaros ingenuos, sino algo peor: seremos hombres burlados.

Termino este apunte como un idiota que se ha convencido a sí mismo de que hoy ha hecho lo que no tenía que haber hecho... ¡Pero lo ha hecho!

sábado, 26 de mayo de 2007

El cumpleaños del "Duque"

Nos hicimos de una escasez llevadera que consideraba todo un acontecimiento cenar pollo en Nochebuena. Nos hicimos de pasar los inviernos sin más calefacción para toda la casa que una mesa camilla y un brasero de cisco a cuya vecindad nos apuntábamos para escuchar la radio por las noches. Nos hicimos, al parecer, de oscuridades y silencios, de engaños sobre el sexo, de París como nido de cigüeñas comadronas; de grandes ignorancias y pecados por todo. Pero también nos hicimos de sueños bidimensionales y grandiosos en aquellos cines que tenía todo barrio, nos hicimos de héroes que mezclaban la harina de la imaginación y la levadura del entusiasmo en el horno del juego, en el pan de la vida.

Amigo John, hoy habrías cumplido cien años. “Feo, fuerte y formal”, escrito así, en castellano, es tu epitafio. Los héroes que se alzaron en tus hombros, lo héroes que nos enseñaron el valor, la lealtad, la abnegación, la generosidad, el sentido del deber, la hombría de bien… descansan bajo lápidas de humilde, de sincera humanidad. Hasta en esos tres epítetos quiero ver lección dictada para quienes la época nos hizo feos, con una estética corporal de escaso aplauso; para quienes la circunstancia nos volvió fuertes, en buena parte estoicos, acostumbrados a considerar la adversidad como cuota pagadera por la vida; para quienes los sueños bidimensionales nos modelaron formales, serios, amigos de la verdad y el bien, sin eufemismos ni concesión alguna al estándar procaz a que hoy parecen conducir los “nuevos dogmas”, sus cínicos arquetipos.

Llevo días oyendo galopar a tu caballo sobre los cielos tormentosos de este mayo agonizante. A veces he llegado a sentarme en la terraza y me he quedado mirando los relámpagos, como un niño convencido de que no eran sino el cono de luz titubeante de un viejo proyector de cine. Y he esperado, inútilmente, que apareciera un inmenso rectángulo blanco, sobre las nubes de gris-noche, con el reparto de tu última película. No ha llegado a aparecer, pero no importa. A pesar de todas las tonterías que uno ha oído decir a lo largo de su vida contra los escasos sueños que, realmente, merecen la pena, hay pupilas en mi memoria que siguen contemplando extasiadas una puerta que se entorna mientras Ethan Edwards se aleja caminando hacia un desierto de centauros legendarios. Es la puerta, tal vez, que muchos quisieran cerrar definitivamente para dejarnos sólo con la vulgaridad de este patio de butacas, de este rincón de verdades mentirosas y sucias.

Hoy habrías cumplido cien años, feo, fuerte y formal. Felicidades, Duque. Y gracias.

viernes, 25 de mayo de 2007

Los periódicos inactuales

“En la Comisaría del distrito de Palacio presentó anoche una denuncia Manuel Martínez Medina, a quien le robaron la cartera con 550 pesetas en un tranvía de la calle Hortaleza. Naturalmente, el perjudicado ignora quién sea el autor de la sustracción.”

Estamos en Madrid a 6 de noviembre de 1910. Domingo, algo frío ya, con oros radiantes en los árboles del Retiro y deambular matinal bajo el sol tibio del Paseo de Recoletos. Acabo de leer la noticia en el “Diario Universal”. Sólo faltan cuarenta años para que nazca este otoñal lector que se hace cargo del enorme disgusto de Manuel Martínez Medina, que se pregunta qué haría este señor en un tranvía con 550 pesetas (que debía de ser un fortunón) y se sonríe por el exótico comentario final.

Los periódicos viven de la actualidad porque nacieron para la actualidad. A mí, sin embargo, cuando de verdad me dicen algo, es al extraviarse de aquélla, es al hacerse inactuales; al desmontar el escenario de un tiempo que se creyó presente y se volvió polvo de archivo, mostrador de feria de antigüedades. En una de éstas, hace un par de años, adquirí, por el módico precio de tres euros (casi el “capital” del hurto reseñado), la inmensa y amarillenta hoja de ese “Diario Universal” que se abre con un editorial “Por la enseñanza” (¡ya entonces!) y se cierra con noticias de “Última hora” hablando del Conde de Romanones y una cacería en Santa Cruz de Mudela .

Los periódicos y las noticias que mueren de inactualidad, están para mí llenos de una piedad extraña, de una rara empatía, de un sentimiento de amor hacia lo pequeño y anecdótico de la vida que mata y entierra el tiempo. Son como el rastro de una alegría –o la sombra de una tristeza– que gozó de un instante de sentido, que padece un olvido de eternidad.

Los periódicos inactuales somos nosotros: memento, homo…

jueves, 24 de mayo de 2007

Atardecer prescindible

Le tengo cariño porque lo escribí al hilo de aquel “vendedor de recuerdos irreales” que apareció en el tercer apunte de este blog, allá por el 22 de febrero. Luego lo situé al frente de ese poemario que tengo por ahí y que, mucho me temo, por aquí irá apareciendo igual que un sarampión de tontas vanidades y otoñales melancolías. Como abunda en asuntos ya tratados, si queréis, podéis pasar de largo el atardecer de hoy.


En aquella ciudad compré recuerdos.
No eran recuerdos habituales, cosas
que amontonar encima de mi mesa.
Eran recuerdos de hechos que jamás
me habían sucedido, que ocurrieron
en otro tiempo del que fui arrancado
por causa de un azar inevitable.

Eran voces robadas a mis labios,
sonidos secuestrados de mi oído,
suaves besos que yo desconocía,
pero debieron ser y nunca fueron.

Era una vida mía no vivida,
otra estela de un alma en la memoria
que no era la memoria de mi alma.

Ahora puedo evocar caras extrañas,
traidores con que nunca me he cruzado,
amantes que conozco y desconozco,
sueños que tuve y sueños que he perdido.

En aquella ciudad compré recuerdos.
En aquella ciudad… Donde tu olvido.

miércoles, 23 de mayo de 2007

La elección de Endimión

Endimión es un pastor, nada más que un pastor. Sus ojos deben de tener una amplitud espacial y temporal de la que quizá carece el resto de los hombres, el total de hombres que no tiene que pasar horas larguísimas observando la inmensidad terrena en que pace su ganado. Endimión además es gobernante de soledades, su patrimonio más hermoso se atesora en su silencio y su mirada. Sólo el viento le llega como palabra del día, como discurso de una realidad que a veces, sólo a veces, se acentúa con la tilde de los pájaros. Si es verdad que los sueños se esculpen en el mármol de las horas en que andamos despiertos, los sueños de Endimión tienen que ser inmensos, tienen que proceder de una dilatación inexpresable del alma. Dormidos, siempre amamos cosas más grandes que esa parcela de vulgaridad que contemplamos durante la vigilia. ¿Cómo serán entonces las noches de Endimión que tiene ojos de lejanía inefable?

Ya sé, ya sé, demasiado bucólico: Endimión y Selene, un pastor y la Luna. Pero ¿de quién, si no, podría enamorarse un hombre de tan largas vigilancia y soledades? Sin embargo, lo más extraordinario de Endimión no es la inaccesible divinidad que ama, sino el arrojo con que elige cómo ser inmortal para que sea posible, la grandeza quevedesca de su amor: dormir eternamente y despertar cada noche tan sólo el tiempo que dure el beso de ella (Selene, Artemisa, Diana… la Luna). ¡El sueño eterno por un simple gesto al día!

Uno no puede evitar sentir cierta tristeza ante la oscura evolución del hombre: una elección así lo más piadoso que hoy provocaría sería una carcajada.

martes, 22 de mayo de 2007

Cansancio en el "limes"

A remolque de mí y una vez más cansado, aunque este cansancio de hoy es más convencional, más comprensible para la gente: se trata de un cansancio físico, con esa vulgaridad que consiste en sentir los pies “hechos polvo” o la tirantez en la espalda y la pesadez en los ojos. Creo que tiene la culpa Góngora. Mañana, 23 de mayo, se cumple un nuevo aniversario de su muerte y nosotros lo celebramos últimamente con modestos homenajes a su obra. Alumnos y profesores leemos en un acto público algunos poemas suyos. Este año el Polifemo será la figura estelar. Dada mi constitución, más cercana al cromagnon de Altamira que al cromagnon posmoderno, me han asignado la octava LXII, que es donde el cabreado cíclope aplasta al dulce Acis con “la enorme punta de la excelsa roca”.

La verdad es que estoy deseando que pase mañana. Y no es, ciertamente, por culpa de Don Luis ni de Polifemo, ni de Acis ni de Galatea. Lo que me preocupa es el limes, la vulnerabilidad del limes mientras el claustro celebra al epónimo del centro. Las puertas abiertas en las fronteras son toda una tentación para penetraciones y escaramuzas. Sajones, vándalos, anglos, jutos y burgundios, la tipología de amenazas es plural, variopinta y preocupante. Sobre todo si la función de uno en su actualidad está más cerca de la guardia pretoriana que de las exquisitas elevaciones del alma hacia la sabiduría. De todas formas, con este desear que pase lo que no ha pasado y nos disgusta, o ese anhelar que llegue lo que aún no ha llegado y nos agrada, he caído en una consideración aburridamente común (no podía ser de otro modo si consideramos la vulgar condición de mi cansancio): ¿cuándo vivimos? ¿cuál es el intervalo real de nuestra vida que no se descompone en ese estar queriendo lo que todavía no es y que, cuando es finalmente, ni casi nos damos cuenta de que ya se ha diluido en la memoria?

Pero es mejor leer a Don Luis que leerme a mí. Yo volveré con él algo más tarde. De momento, tengo una deuda de “exámenes maravillosos” como penalización de mi cansancio. ¡Uf!

lunes, 21 de mayo de 2007

La buena poesía

(Carta abierta a Julio Martínez Mesanza tras leer su último libro "Entre el muro y el foso")

"Omnia quae scripsi videntur mihi paleae respectu eorum quae vidi et revelata sunt mihi". Parece ser que así respondió el Aquinate después del arrobamiento místico que le embargó el día de San Nicolás de 1273. No volvió a escribir aquél infatigable trabajador, que moriría tres meses más tarde, porque, después de lo que había visto, toda su obra le parecía paja.

Yo no soy Tomás de Aquino, pero anoche, cuando cerraba Entre el muro y el foso (“Tu alma es la última patria de la mía. / Mi alma le es a la tuya indiferente…”), me vinieron esas palabras a la memoria y sentí su misma determinación. Menos humilde que él, sin duda, me cegará la soberbia de nuevo y seguiré escribiendo, más que nada porque da exactamente igual que lo haga o no lo haga.

Tu libro es un lujo. Tampoco es que me extrañe, pero sí he visto crecer la contundencia y brillantez emocional del verso. Abre mundos que yo ya conocía, otros que creo nuevos; pero ahora golpea en el alma con una vecindad aplastante. Te acercas mucho, muchísimo más que antes. Pero es que además están “tus endecasílabos”. Entre los que he leído –que en mi vida algunos son– siempre he encontrado parentescos, semejanzas, cercanías de distinta índole. Los tuyos son tuyos. Nada más. Recurriendo a prosopopeyas, diría que son viriles; tan flexibles y firmes como las tizonas españolas, ésas cuyo acero se forjaba con las aguas del Tajo. Ni por Cartago ni por Mediolanum pasa el Tajo, claro está; pero sí que, allá por nuestros siglos de oro, espadas como ésas pasearon por sus calles. Más o menos como tú ahora.

Podría pensarse que quizá son excesivas apreciaciones de esta índole, o que, si no excesivas, se ven claramente sesgadas por la amistad que de muy largos años nos une; incluso, dejando vía libre al mal pensar, que existen razones de algún tipo que fomentan una adulación interesada. Tú sabes, sin embargo, que por grandes que sean los lazos de la amistad, nunca ciegan el juicio sobre las virtudes del otro. Esto puede ocurrirle a un padre –que no es el caso– con respecto a su hijo; y tampoco. En cuanto a supuestos intereses, después de tanto tiempo y tanta brega, con mi edad y mi vida ya resuelta y cuesta abajo, sin que a ti te haya la fortuna coronado nada más –y nada menos– que con la inteligencia y la virtud de la palabra, no sé qué rara canonjía podría suponerse que pretendo. Así que, en lo que digo, amistad y adulación están de sobra.

Finalmente y en lo que a “excesivo” en la apreciación se refiere, sólo sería posible si yo fuese un analfabeto en poesía. Lo que, como también sabes, no es cierto. No soy, desde luego, ninguna autoridad ni ningún erudito al uso, pero tampoco un analfabeto. Además tengo olfato y me pasa lo que a Nietzsche –creo que lo he dicho en algún otro blog–: “mi genio está en mi nariz”. Sé, perfectamente, a qué huele la poesía grande, a qué la pequeña y a qué la basura habitual.

La tuya, no descubro nada, está en el primer grupo.

domingo, 20 de mayo de 2007

El sueño de Juan de Tassis

Se ha puesto negra la tarde, negrísima y tormentosa, con luz de anochecer a punto, como si los relojes se hubiesen adelantado un par de horas y el día tuviese más prisa de la habitual. Aunque los relojes me parece que últimamente tienen siempre demasiada prisa, tanta que me fatiga su precipitación, me agota su vértigo. Me siento cansado, debe de ser por la tormenta. Otra vez sin muchas ganas de escribir. Me preocupa: toda pereza es terminal; nada de madre de vicios, sólo punto y final. Dejo, pues, para disfrazar el cansancio, un poema (bastante reciente, por cierto) que me gusta especialmente, no porque sea mío, sino porque luce en él un endecasílabo de Villamediana y me apropio además, aunque en sueños, de su rocambolesca muerte.

El sueño de Juan de Tassis

Es el más bello siglo de los siglos,
el más bello: valor, honor, palabra;
la espada o el amor… Es el más bello,

te dije al detenerme en un semáforo.

Y de pronto, cruzó Villamediana.
–…a ser morir, morir por esos ojos,
murmuró mientras dos hojas caían
sobre el capó del coche. No lo viste,
ni siquiera llegaste a darte cuenta
y eran tuyos los ojos de que hablaba.
Ni siquiera le oíste, ni siquiera.

Juan de Tassis besó esos dos milagros,
pensé cuando la luz se puso verde.

Por la noche soñé que recorría
callejones oscuros y desiertos
de un Madrid inviable entre latidos
metálicos de espadas y de espuelas;
soñé con soportales inquietantes
y citas misteriosas y traiciones;
soñé que en San Ginés un mercenario
me arrancaba la vida a cuchilladas;
soñé que vi tus ojos… Vi tus ojos.

Te juro que los vi mientras moría.

(febrero 2007)

sábado, 19 de mayo de 2007

Mayo y los cúmulos

Han empezado con decidida vocación de catalizar fantasías, próximos al horizonte, de un blanco intenso adornado de volutas grises con que jugaba el sol del orto, como el catálogo de un bestiario para imaginaciones ociosas que pudieran detener el tráfago del día en la mirada –a fin de cuentas, hoy era sábado– y descubrir seres extraordinarios e imposibles en su holganza. Desde un diablo terrible de inquietantes pupilas de color cobalto a un leviatán monstruoso emergente de la mar rizada de otros cúmulos, la cúpula del cielo parecía esculpida de motivos románicos. Y medio yo, camino del estanco, en las nubes –nunca mejor dicho–, leía ensoñaciones como un niño; y, camino del estanco, el otro medio especulaba sobre si habría o no tormenta por la tarde.

Porque mayo es así, vital y dionisíaco: explosivo, sensual, artístico, brillante, colorista, voluptuoso, compulsivo… Suena el despertador en mayo, y hace calor, y el cielo viste de un turquesa radiante; y huele la mañana a una antología de flores anónimas; y se siente el cuerpo –nuestro cuerpo cuando ya no es joven– con la pasión de otros años que no son ya los de uno. Luego, ese mismo día, en el prefacio de su decadencia, ya no es azul el cielo, ya es cárdeno plomizo; ya no hace calor, sino un viento fresco. Y el bestiario del orto comienza a rugir. Y llueve, o graniza; o no pasa nada, pero se oyen truenos a lo lejos. Y caen hojas y pétalos al suelo arrancados de su feliz residencia en un tallo que resiste la violencia repentina de la lluvia. El cuerpo entonces se llena de melancolía, como si un relámpago de otoño nos cruzase la frente. Sin embargo, el olor de las flores anónimas sigue engalanando el aire, como diciéndonos que no, que aún no es otoño, que sigue siendo mayo, contradictorio y desconcertante.

Porque mayo es así, una mezcla de luz, nubes y fantasía; de pasión y tormentas; de amor y tristezas esporádicas; de nariz, pupila y tímpano; donde el mirlo compite con el trueno y el relámpago con la rosa; donde, a partir de cierta edad, amanecemos jóvenes y no lo anochecemos aunque sigamos creyéndonos los mismos.

Donde la vida es más vida que en ningún otro mes del año.

viernes, 18 de mayo de 2007

El contador de estrellas

Evito recoger los más recientes (aunque algunos por aquí hayan caído) porque la cercanía emocional distorsiona casi siempre su posible valor. Y hoy, que no tenía muchas ganas de escribir, me he ido a rebuscar viejas carpetas. En el 2003 me he encontrado "Anotaciones para un cuadro", un tríptico ordenado a la pluma desde “El astrónomo” de Vermeer. Transcribo a continuación el tercero de estos poemas, dedicado especialmente a aquéllos que gusten de este cuadro (a mí me encanta tanto como Lorena) o sean drogodependientes de mirar la noche (que haberlos entre vosotros sé que haylos): los adictos a buscar el exponente a que hay que elevar el alma para obtener la luz; es decir, su logaritmo. ¡Matemática pura!

III

El contador de estrellas no conoce
otro oficio que conjugar palabras
y círculos de hidrógeno en la noche.

Descubre el corazón de Dios al alba
y recoge sus viejos instrumentos
cada vez que amanece. Calla y pasa
de soledad en soledad los días,
como si el tiempo de vivir sobrara,
regalando catálogos con nombres
que no importan a nadie. No le enfada
que los más le confundan con un loco
o le tachen de inútil: ¡tiene tantas
estrellas con sus nombres inventados,
tan perdidas de sí, tan ignoradas!

De cuando en cuando, de mirar la noche,
la noche le devuelve la mirada
y una sonrisa láctea, y un consuelo:
sabe el mundo de sí porque él lo llama
Proción, Aldebarán, Alfa Centauri…
Y vuelve el ser al ser y en ser estalla,
y el tiempo recompone su equilibrio
si la razón su dulce vigilancia.

Entretanto los hombres, a otras cosas;
la vida, a otro negocio; a otra esperanza
menos bella, los mismos que mordieron
del Árbol de la Ciencia… Mientras, calla
el contador de estrellas y calcula
logaritmos de luz en base de alma.

Y el contador de estrellas cada noche
vuelve a su oficio de acercar distancias,
con religioso cuido, con esmero
de artífice hacendoso. La voz traza
el sublime horizonte de los hombres
en su pluma prodigiosa y alta.

Y el contador de estrellas se enamora
de tanta inmensidad de la palabra.

(abril 2003)

jueves, 17 de mayo de 2007

Crueldades y "campañas"

(Todo esto por un asqueroso día que medió su circadiano ser en la punta de una cosa innoble que se llama “navaja”)

Hombro con hombro, sobre tierra recién arada, muy cerca de la mano añosa y algo triste que esparce la semilla en colas de cometas arqueados. Sosteniendo en la espalda un sol de injusta justicia. Mirando por costumbre al cielo y apelando al tribunal de sus antojos. Con la santa paciencia de quien sabe que no hay como esperar, para que en nada crezca lo esperado. Hombro con hombro; no, como lo estoy haciendo yo ahora, con palabras que quieren acariciar lejanos sufrimientos. Hay que dejar de hablar de ciertas cosas con tópicos manidos y distantes. Hay que ir a los campos, quiero decir, los campo-centros de educación (?), por ejemplo. Convivir con quienes tienen 14 ó 15 años, rascar su pensamiento, indagar sus silencios, acercarse a los dos o tres valores que les hemos dejado para forjar extrañas jerarquías –pirámides de horror, vacío y miedo–. Hay que verlos a ellos y hay que verlas a ellas; hay que mirar el espectro bipolar de sus miradas entre el pánico y la huida, la agresión y el desprecio. Hombro con hombro, de verdad, queriendo resolver esta locura, no recogiendo el arbitrario voto de la demagogia.

Nada brillante este atardecer, nada bendito. De esta mañana recuerdo jóvenes ojos asustados, estupor de gacelas que no alcanzan a saber lo que temen ni por qué han de temerlo. Y recuerdo dolor; y amenazas estúpidas; y mafias repugnantes levantadas desde nuestra más absoluta indiferencia. Y recuerdo otros ojos, terribles, pero igualmente ignorantes, depredadores absurdos que asaltan a su presa y oscurecen sus sueños de juventud violentados sin sentido. Entre tanto, por alguna calle próxima, alguna furgoneta coloreada manchaba el aire del mediodía con alegres melodías y mesiánicos mensajes electorales. Demasiada basura cuya razón nadie indaga, de cuya causa nadie tiene el gesto valiente de decirse responsable. Demasiada mierda –perdonadme, docenita de amigos que me aguantáis las tardes–, demasiada costumbre la que ya se ha adquirido de pudrir la juventud y destrozar la esperanza.

En cuanto a vosotros, sonrientes carteles de fantasmas en campaña de raptar decisiones, bajaos del papel por una vez y venid a la tierra de los niños –de los púberes, de los adolescentes, de los jóvenes…– que no lo pueden ser porque les habéis robado saberes que hay que saber, sueños que hay que soñar, ilusiones que hay que inventar, esperanzas en las que hay que creer…

¡Lamentable salario el vuestro!

miércoles, 16 de mayo de 2007

Nieve oscura

Lo he descubierto en un rincón de esta ventana a que me asomo cada día para contemplar los irreales atardeceres de todas las almas, incluida la mía. Parece el cristal hexagonal, precioso, de un inconmensurable copo de nieve; una nieve oscura, rodeada de claridad, centrada en claridad, salpicada de brillantes y lejanos diamantes estelares. Leo que está a una distancia de años luz intratable para toda la historia del hombre, para la vida incluso del planeta que pisamos, y que tiene un diámetro veinte veces mayor que nuestra Vía Láctea. Leo que lo ha visto el ojo frío e insomne de una máquina que viaja más allá de las nubes que nos llueven para mi gozo y el enfado ajeno. Es el "Hubble". Lo otro, un copo de nieve negra, perdón, quiero decir un anillo de materia oscura.

¿Qué es esta noche de la materia? ¿Es acaso un amanecer de almas? ¿Es la antítesis de lo que tocamos la tesis de lo que no vemos aunque exista? Mide la ciencia efectos, detecta alteraciones, especula travesuras en perspectivas esperadas; mide lo que descubre, aventura causas. Y les pone nombre (materia) y apellido incluso (oscura). Y observa, observa, observa… Cuando se topa al fin con el suceso –el travieso suceso especulado–, confirma, certifica, extiende la partida de nacimiento de su hipótesis, que crecerá feliz en calidad de ley y envejecerá, tal vez, en piel de teoría.

Pero ¿qué hace la ciencia bendiciendo oscuridades? Dicen que esta materia, que casi no es materia, es como un “pegamento gravitacional” que impide que las galaxias se diluyan en un polvo sombrío. Entiendo, pues, que la luz es luz gracias a la no-luz; o lo tangible, tangible gracias a lo no-tangible; o lo corpóreo, corpóreo gracias a lo no-corpóreo. Pero, cuidado, si este precario ser inexplicado alcanza ciertos índices, los días del orden están contados: todo será engullido nuevamente por esa nieve negra que invade el universo. Volveremos a un “punto singular” donde todo es indefinición, y caos, y olvido.

Curiosa conclusión después de tanto polvo echar sobre la vieja filosofía. A mí me parece que estoy oyendo a Anaximandro; incluso, si apuro el proceder, a Tomás de Aquino.

Ya sabía yo que no era el único que andaba por aquí contando sombras.

martes, 15 de mayo de 2007

"...vacíos imposibles de llenar"

Podría desempolvar algunos agujeros negros, esas orfandades de luz que nos dejan en la vida tristezas de difícil desmemoria. O quizá fuera más claro imaginar a un hacendoso artesano en la labor de completar un mosaico sin disponer del número adecuado de teselas. Pero prefiero el insomnio del poeta, su tardo deambular por una alcoba, el combate del verbo y el deseo, la soledad cronometrada de los versos, el casi no ser de los demás… Prefiero al poeta por la evidencia de su tarea.

Imaginad que debéis escribir un soneto. Ahí tenéis las reglas –la moral de la estrofa–, el papel, la pluma y las palabras, todas las palabras. Con esta salvedad, en lo demás sois libres, enteramente libres. Podéis hablar de lo divino y no divino, de lo humano y no humano, de lo vulgar y lo hermoso. Podéis variar acentos, acelerar o detener el ritmo, encabalgar, jugar con los epítetos, coquetear con las metáforas… Pero, a veces, llega el punto del silencio: la palabra debida no aparece. Puede que ni siquiera exista. Y sólo se siente su vacío inmenso, su oquedad desmedida; como los agujeros negros; como el inadecuado número de teselas del hacendoso artesano... Ése es el insomnio del poeta.

Reconoced que debéis vivir la vida. Ahí tenéis la geografía que os acoge, la historia que os precede, los hechos cotidianos de los otros... Nada de ello podéis modificar. Pero el resto es cosa vuestra, asunto de vuestra entera libertad. Aunque a veces se eligen trayectorias que sólo llegan a abismos, lugares que son inhabitables para el alma, nortes que son sur –como palomas de Alberti–, valles que no lo son o que son cumbres inalcanzables… Como los agujeros negros. Como el inadecuado número de teselas del hacendoso artesano. Como el insomnio del poeta...

Hoy, mientras volvía a casa, escuchaba en el coche un tango de finales paralelos:

…Hay caminos del destino intransitables.
Y hay recuerdos de amor inolvidables.
¡Y hay vacíos imposibles de llenar!

lunes, 14 de mayo de 2007

La vida de las cosas

Rodeando mi casa hay un jardín de esos que dicen comunitarios. Es un jardín frondoso y amplio que se ha ido serenando en costumbres y alborotos. Al principio, hace unos cuantos años, al llegar estas horas de crepúsculos y primaveras, se llenaba de criaturas escandalosas que corrían, gritaban, saltaban sobre los bancos, se escondían entre las adelfas, lloraban, prescindían de las advertencias de una madre que las vigilaba atenta, y se reían desalojando el silencio de todos los rincones de la tarde. Mi buen Rama, joven también entonces, contribuía al general alborozo encaramándose al pretil de la terraza y lanzando unos aullidos graves con que parecía jalear a aquella radiante y bulliciosa turba. Era un tiempo de edad nueva; de juego y de promesa, de futuro aplazado.

Hace unos momentos me he asomado a ese jardín donde hay chopos y pinos; y dos eucaliptos y una palmera; y unas cuantas adelfas y algunas rosas; y una placita redonda con un columpio en el centro y cuatro bancos de madera ajada a su alrededor. Y nada más. Y nadie más: ni los niños, ni sus carreras, ni su madre en centinela, ni mi buen Rama sobre la balaustrada de la terraza, ni las risas, ni el silencio desalojado. La piel de ese jardín se ha serenado en costumbres y alborotos, como la piel del alma con los años; como nosotros que habitamos este rincón de mundo, esta fracción insignificante de totalidades que siguen los mismos pasos, que pasan la misma historia. Porque, al cabo, la vida, nuestra vida, es la vida de las cosas: nos conocen, nos imitan, nos acompañan, nos testimonian.

Si será verdad, que, hace unos momentos, en la placita redonda escoltada por los cuatro bancos ajados, cerca de su centro geométrico, he descubierto una amapola. Sólo una pequeña, osada y silvestre amapola.

¿Vuelve a este jardín porque hemos abandonado su sitio? ¿O viene –ya sabéis– a dar las gracias?

domingo, 13 de mayo de 2007

La cara de la alegría

Tenía previsto ir a la "Feria del Libro Antiguo", esta mañana, como tradición personal con que celebro un San Isidro que, hace muchos años, no puedo celebrar de otra manera. No soy sujeto de espectaculares distracciones ni exijo grandes cosas para ocupar el tiempo que me permito para el ocio. Pero, cuando un plan se me altera, me sube el índice de la mala uva a límites claramente evaluables por mi distorsión facial. El hecho es que hoy se me ha alterado: lindezas de la batería, no la mía –que el día menos pensado, también–, sino la del coche, ese pequeño continente de preocupaciones que lleva a uno de un lado para otro. El resto es pura anécdota: llamadas telefónicas, servicios de asistencia, vigilias de cigarro en mano y mala uva creciente, euros por aquí y por allá (más por allá que por aquí); y más entrecejo apretado; y más vinagre en la sangre.

Reconozco que volvía a casa, luego de aparcar en su cuna a la circunstancia responsable, bastante contrariado –sálveme el eufemismo–. Y ha sido entonces cuando la he visto. Unos metros por delante de mí, con paso apresurado. Una cría de siete u ocho años. Iba cerca de quienes supongo serían sus padres y un muchacho algo más mayor, tal vez su hermano. Hablaban –ella, no: ella caminaba ajena– de las películas que echaban en distintas salas del cine a que se dirigían. Aunque la decisión estaba tomada; y era esa decisión la que soleaba la cara de la niña.

No he visto una expresión más angélica en mucho tiempo. Uno o dos metros apartada de los otros, la mirada fija en sabe Dios qué sueños bien tejidos en el alma, y una ilusión luminosa, luminosísima, en su sonrisa. Ya sabéis mi debilidad por las sonrisas. Conozco algunas que, de haber sido yo Leonardo, las hubiera trazado en la Gioconda. Claro está que entonces la Gioconda se habría convertido en un tratamiento para la tristeza, en una terapia para la melancolía, en un analgésico para el mal carácter... Esa cría tenía en la cara una inversión de felicidad que con el depósito de su ilusión generaba un capital de alegría contagiosa.

Recordaré a Leibniz de nuevo: éste es el mejor de los mundos posibles. Lo que, dicho a lo grande, significa que la dosis de mal habida es moneda que cambia por un mayor bien hallado (ya lo sabe nuestro refranero). Tal vez, si no hubiera humillado mi coche hoy, yo no habría vuelto a casa a la hora que lo hice. Y nunca habría visto esa sonrisa, nunca el perfil humilde de esa felicidad. Habría ido a mi Feria, claro está, habría ocupado el ocio con arreglo al plan previsto, habría cumplido mi personal tradición…

Pero sería más triste.

sábado, 12 de mayo de 2007

Leer entre líneas

(A todas las maravillosas mujeres que conozco)

Las mujeres leen entre líneas mucho mejor que los hombres. A decir verdad, pienso que no es lo único que hacen mejor; yo diría que, salvo tender trampas a un mamut y acabar con él a pedradas, en lo demás somos claramente superados. El lujo ese de la razón filosófica al que tantas veces nos acogemos como último recurso, no deja de ser eso, un lujo, al que, por cierto, nosotros mismos –varones en ejercicio de su soberbia idiotez– hemos puesto cerco desde hace unos doscientos años.

Tras este preámbulo, lo primero que debo aclarar es que no soy feminista; es más, soy anti-feminista, como también soy anti-machista. En general, podría decirse que soy “anti…ista”. Casi todas las palabras con este sufijo son feísimas; y el concepto que suelen arropar –prescindiendo de las que definen un oficio o una ocupación–, un cenotafio para su insufrible demagogia. Por supuesto hay excepciones, pero una gran mayoría de “-istas” suelen ser mamarrachistas, espantosa voz que la R.A.E. define como persona que hace mamarrachos. Pero no es éste asunto que aquí importe: yo escribía sobre la subliminal inteligencia de las mujeres.

Si, al hablar con una mujer, se te queda mirando y te responde algo que no encaja con lo que uno entiende más acorde con su discurso, hay que echarse a temblar. Normalmente los varones hacemos lo contrario: esbozamos una sonrisa paternal y repetimos lo que acabamos de decir, ingenuamente convencidos de que no han entendido nada. ¡Pobres!, de nosotros digo. Lo cierto es que han entendido la punta y la base del iceberg y están contestando a la segunda, que, como sabemos, tiene mucha más enjundia y peligrosidad. Nosotros, sin embargo, andamos sobre el piquito blanco y esplendente que relumbra en la superficie del océano.

En fin, que hay que tener mucho cuidado con ellas: son maravillosamente terribles.

viernes, 11 de mayo de 2007

Segunda inocencia

Poniéndome por montera toda la kantiana crítica de la razón, confieso caer, en momentos de tedio, en la tonta tentación de imaginar cómo es en sí este mundo de volúmenes, colores y sonidos por el que me desenvuelvo con cotidiana soltura. La tentación no sólo es tonta, además es falaz y tramposa, naturalmente. Desde luego, para pensar el mundo en sí, habría que hacerlo sin poner en el mundo el pensamiento; es decir, habría que pensarlo sin pensar. Lo que es una excelente sandez. Llegado este punto, me quito la montera, saludo desde los medios a Kant y me pongo a leer un libro cualquiera (nunca de psicología, que estamos en primavera y ya sabemos lo que pasa con las alergias).

Debe de ser por la edad que estas cosas me pasen. La vejez y la infancia se aproximan; con ello, al parecer, las preguntas incansablemente preguntadas por más que se disponga de innumerables respuestas a las mismas. Quizá no satisfagan. Al niño por lo menos, al viejo por lo tanto. Lo cierto es que sigo sin saber lo que es el mundo; mirándome al espejo sin entender qué pinto en esta historia; escribiendo como un adolescente encanecido; convencido de que hay bien y de que hay mal, sin perspectivas lenitivas; ignorando qué es la vida realmente –este mirar, pensar, soñar, sufrir, querer…–; no entendiendo a los otros, los demás; confuso ante la muerte; preocupado por el amor e incluso en él creyendo; alegre o melancólico por cosas muy pequeñas, casi nada importantes; jugando a ser –¡qué impostor!– un “tipo duro”; llorando cuando puedo y no me ven los amigos…

La segunda inocencia machadiana daba, al cabo, en no creer en nada. Eso no es inocencia, sino escepticismo, que tiene muy poco de inocente. La mía –disculpe usted, Don Antonio– es mucho más auténtica: yo creo en muchas cosas, muchas; aunque saber, lo que se dice “saber”, realmente... nada.

jueves, 10 de mayo de 2007

Naturaleza agradecida

Tal parece que lo hubieran leído. Y se lo hubieran contado unas a otras. Y hubieran decidido corroborar la estética de esta primavera con su púrpura colectividad incalculable. Se me han alegrado las aburridas distancias cotidianas con su proliferación, que este año se me antoja extraordinaria. Automovilistas más ajenos, menos ocupados que yo en contemplar la metamorfosis roja que de pronto ha caído sobre los solares de todos los días, asfixian el claxon y se encienden y rebasan mi automóvil haciendo gestos de dudosa cordialidad. Y es que a veces, casi sin darme cuenta, aminoro la marcha, entontecido, como queriéndome hacer sólo ojo, sólo pupila, sólo mirada. Espectáculo al amanecer, al mediodía, al atardecer; en atascos al cruzar la M-45 (que no es una galaxia), que ya casi no me importan porque me dan un además al tiempo de contemplarlas mientras Gardel me habla de las madreselvas que le vieron nacer.

Tal parece que hubieran leído aquellas pocas palabras que dediqué –mañana hace un mes– a las primeras, sólo unas poquitas. Y se lo hubieran contado unas a otras. Y hubieran decidido agradecerme el tímido homenaje explotando por todos los caminos por que paso.

Ya sé que no es así, que la naturaleza no es así, que no existe constancia, documentada al menos, de que ninguna rosa agradeciera sus silvas a Francisco de Rioja. Pero, puestos a pensar el mundo a lo romántico, el mundo es voluntad; a lo divino, el mundo es fe; a lo heroico, el mundo es convicción… Así que me lo creo porque quiero y estoy convencido; sea o no un romántico héroe creyente.

Modestas y hermosísimas amapolas, gracias por vuestro espectáculo agradecido.

miércoles, 9 de mayo de 2007

La muerte olvidadiza

Paseaba por la calle
con la muerte olvidadiza...

Nunca sabré en qué hubiera terminado este aborto (de romance, probablemente) que se remonta al 64 del siglo pasado. Sé la fecha por el trazado disforme de la letra, por el amarillo ahumado de la cuartilla en que está escrito, por el libro –Los pueblos de Azorín– que lo ha conservado 43 años (¡bendito sea Dios!) entre las páginas 126 y 127 de su larguísimo silencio. Este libro me lo regaló un familiar, Francisco Hernández Castanedo, periodista y escritor en su naufragio (como yo, más o menos), cuyo nombre acerco a las playas de este anónimo islote para dar una bocanada de memoria a quienes como él (como yo) apuntan en sus sueños a dianas de más grande ambición que posibilidad real. Me lo regaló tras leer una colegial redacción mía en la que creyó descubrir un “estilo azoriniano”. Estudiaba entonces yo el Cuarto curso de un Bachillerato paleolítico (lo digo por el tiempo, no por su didáctica equivalencia: aquel Cuarto se corresponde con el Segundo de E.S.O. actual; sobran comentarios). Por eso sé la fecha.

La verdad es que hoy iba a hablar de Azorín, de ese viejecito enjuto –entonces aún vivía–, de esa serenidad de su discurso, de esa fotográfica emoción de su palabra –casi siempre en presente–, de esa visibilidad seca y llanera de sus pueblos, de esa poética olvidada –tan suya– de pincelar por medio de adjetivos. Iba a hablar de él y su vejez, arquetipo envidiable de vejez a que entonces pensaba yo que se llegaba, que llegábamos todos; no al otro, al desolador de que habla Celestina. Iba a hablar de mi adolescente pasión por Azorín (busqué su obra de modo compulsivo, como la jovencita a quien le arrancan cierto parecido con una actriz y, desde ese momento, no hace sino hacer por parecerse aún más), y de su vejez, y… del agotador contraste de la vida. Y me he encontrado conmigo, en el primer libro suyo que leí, entre las páginas 126 y 127, paseando por la calle con una muerte olvidadiza.

Cosas del romanticismo adolescente que con más largos años se sienten de otra manera, de otra dolorosa manera.

martes, 8 de mayo de 2007

Nacidos de otro tiempo

Uno puede vivir entre los otros con una normalidad “de libro”: hablar y sonreír, entusiasmarse, entristecerse a veces, vestir como se viste sin llegar a la extravagancia y tener “sus rarezas” como todo el mundo. Uno puede parecer estar entre los otros con impecable ortodoxia y, sin embargo, saber de sí que es una bestia extraña, un animal distinto; no por nada genial que lo engrandezca ni por nada espantoso que lo anule, sino por ser ramaje de otro árbol.

La mayoría de la gente nace cuando debe, hay otros que se encuentran en un lugar o en un tiempo indebidos. Les falla lo que Ortega diría que es la circunstancia, el parámetro histórico o geográfico en que ocurren, en que se encuentran de pronto. No se sienten mejores ni peores, ni injustamente tratados ni indebidamente reconocidos (quienes creen tales cosas suelen estar donde debieran); ellos sólo descubren que su brújula indica un norte diferente, que no tienen que ver con lo que ven a diario, que se han pasado de historia o se han quedado cortos. Por eso no hay alarde ni lamentación constantes en su vida, pero sí un silencioso desconcierto. No se dan cuenta de estas cosas al principio, cuando son jóvenes, sino más tarde, cuando tienen ya tejido gran parte del mantel de su vida, cuando comprueban que el bordado de su existencia se acomoda poco o nada a lo usual del banquete al que asisten. Y, desde luego, no se imaginan por encima de nadie ni de nada porque, si no son excesivamente tontos, saben que la punta del iceberg se avista en todos los mares y las piedras se hunden por igual en cualesquiera aguas.

Por lo general son fieles de una religión, no reconocida en parte alguna de este mundo, fundada por Unamuno hace una centuria y cuyo profeta mayor es Don Quijote, que ha sido el más grande de los nacidos en tiempo y en lugar inadecuados, aunque empeñado en corregir contra curas y barberos, quiero decir, viento y marea, su injusto desarraigo.

Como vivimos días de preocupación por criaturas marginales, reivindico alguna consideración, que no prebenda, para quienes nacieron tan fuera de donde debían.

Sé de “consideraciones institucionales”, en mi opinión, bastante menos justificadas.

lunes, 7 de mayo de 2007

Platón y los vencejos

Los vencejos son pájaros extraordinarios. No gozan de un plumaje estético o de llamativos colores, son simplemente negros, o pardo-negruzcos; no tienen un canto armonioso, únicamente gritan en bandadas que parecen querer ejemplificar sobre nuestras cabezas ese comprimirse y distenderse del sonido que se acerca agudo, que se aleja grave (eso que los entendidos llaman efecto Doppler). No son próximos, ni saltan sobre las calles o parques de nuestras ciudades; más bien los advertimos como una enloquecida multitud de escandalosas pestañas negras danzando sobre los cielos rojos del atardecer.

¿Qué tienen de extraordinario estos pájaros, heraldos ruidosos de los crepúsculos en la primavera? Dicen que duermen volando, que se aman volando, que son aves de sólo cielo, sólo altura, sólo inmensidad del aire; que son como ángeles pequeñitos que no pueden pisar la tierra porque jamás volverían a levantarse. Les ocurre, en definitiva, lo que a todas las cosas bellas que acompañan al hombre que, si se aproximan demasiado a nosotros, se vuelven inválidas, inútiles, incapaces de remontar el vuelo. Se quedan en su curva de oscuridad y, lo que es peor, sin resurrección posible.

Yo creo que son pájaros platónicos. Yo creo que Platón tenía la cabeza llena de estos pájaros y que los contemplaba ensimismado en los atardeceres de aquella lejana Atenas suya. Yo creo que su altura y su distancia se le volvió modelo, arquetipo de estatura incompatible con este aquí y abajo, belleza inaccesible para el hombre, sólo viable para las grandes almas y cuya caída sería como regresar a Siracusa.

Yo creo que, si a Newton le cayó una manzana, Platón se debió de enamorar de los vencejos.

domingo, 6 de mayo de 2007

Carta a Hero

(A mi amigo Félix –dejemos los parentescos que es cosa institucional y, por tanto, repelente–, a quien ayer vi cargar magistralmente con el dolor de Hero, el mismo y otro Hero que se aupó a mis hombros hace ya mucho tiempo, el Hero en el que Anouilh sostuvo el peso de una pieza poco conocida y muy hermosa: "El ensayo o el amor castigado")

Querido Hero:

Me he cruzado ayer conmigo, quiero decir contigo, después de veinticinco años sin hablarnos, o sin hablar yo por ti para que fueras carne real en mundo y en los otros, esos que, al vernos, deshilachan nuestra esencia y nos hacen "de verdad" porque nos llenan de respuestas. Supongo que has estado todo este tiempo encerrado en alguna estantería junto a otras palabras, apretándote el alma con su tinta, girando en torno a ti, diciéndote mil veces, en medio de un paisaje de silencios, que sabías que aquello estaba mal, que no se merecía Lucila la crueldad de saber que el sueño del amor lo envilecemos los hombres, que por eso es justo que un idiota, un idiota para mayor penitencia, deba acabar contigo. Es terrible, lo entiendo, saber que uno tiene que vivir condenado a sí propio. Sin embargo… ¡qué voy a reprocharte si has hablado en mi voz y llorado en mis ojos!

Me he cruzado contigo en un patio de butacas, o me he cruzado conmigo en un juego de irreales realidades. Reconozco que la experiencia ha sido única: verte fuera de mí, o verme fuera de ti, como si se tratase del tanático encuentro de un alma con su vida, toda vez que ésta ya se sabe consumada, sin poder disfrazar o corregir los hechos que la fueron conformando. Ya sé que pasa siempre que uno actúa, aunque entonces nos creemos en el juego de estar vivos y, cuando “pisamos la luz”, soñamos otra vez que el final puede ser diferente. Pero nunca es así: el trompo del personaje sigue su vortiginosa danza de círculos trágicos que indefinidamente regresan y regresan a su igual origen, a su mismo término. ¿Eres una lección?... Quizá.

Me he cruzado conmigo y me he visto –te he visto, debo decir– más amargo; aunque, bien pensado, tu amargura siempre ha sido inmensa. Eras otro que yo ya no era, aunque este yo siga brindando con tu misma tristeza, aunque este yo siga prendido al estupor de existir sin saber por qué lo hace y temiendo dañar –¡qué horror dañar por nada!– por confusión, rencor o desazón de sí a quienes no lo merecen.

Amigo Hero, pareces cruel y trágico, te crees libre, causa tuya, y no eres más que efecto de los otros. Sin embargo, dispones al final de tu momento grandioso cuando exhortas a Villebosse con aquel “Caballero…” que es preámbulo intuido del duelo desigual que deberá acabar contigo. En ese “Caballero…” está tu libertad, tu reparación, tu profunda humanidad; porque, amigo, no te gusta “romper” no obstante tu insistencia en repetirlo; cansado de ti mismo, lo que de verdad deseas es "romperte"; esa es tu liberación, tu escapatoria del trompo, poder cerrar la página final para…

Morir, dormir...
Nada más; y decir así que con un sueño
damos fin a las llagas del corazón
y a todos los males, herencia de la carne,
y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir,
dormir... ¡Soñar acaso!...

Tal vez en alguna estantería te encuentres con el príncipe de Dinamarca y el olor a podrido de su reino. El tuyo ya está a salvo: con ser realmente libre una vez, es suficiente.

Un fuerte abrazo,

Hero Mil Novecientos Ochenta y Dos

sábado, 5 de mayo de 2007

El desamor y la palabra

Como me tengo que ir y no quiero que el día se me quede en blanco, adelanto la hora del atardecer, no vaya a suceder que esta noche llegue tarde y sea ya mañana.

De hoy, recompuesto en las ruinas de otro anterior, es este soneto. Poca cosa, quizá “demasiado clásico”, pero, para un sábado sin tiempo, puede pasar.


El desamor y la palabra


No satisface amar, no satisface
tanto querer por tanto ser vencido,
tanto encontrar, llagado y malherido,
en tanto desamor su desenlace.

Ni si un verso obstinado mal-rehace
el alma que sostuvo su sentido,
no satisface el sueño estremecido
que muere en verbo si en tristezas nace.

Una palabra, al cabo, es un desierto,
el solar de un afán desmesurado
donde la humana voluntad se agota;

la tumba afín de un desamor abierto
que acoge el corazón desarbolado
de la pasión de un dios y su derrota.

viernes, 4 de mayo de 2007

Vivir en una ciudad

Vivir en una ciudad no es habitar en ella. Culturalmente, las ciudades son el carné de identidad de nuestra especie o, si se prefiere, nuestra partida de nacimiento histórico. Sin duda, su aparición en las más remotas cronologías se hermana a razones pragmáticas; aunque su desarrollo y afianzamiento sería impensable sin el abono de la creencia, de esa intratable conmoción de las almas que algunos dirán ilusa, pero sin la cual lo más grandioso de las culturas quedaría reducido a un manual de habilidades para arar el campo, transportar mercancías y comerciar con mayor o menor astucia. Es decir, la Historia sería un aburrido prospecto de eficacias e ineficacias alternativamente reemplazadas.

Por eso vivir en una ciudad no es habitar en ella, eso también lo hacen sus gatos; ni reunirse con otros pobladores, eso lo hacen sus vencejos todos los atardeceres. Vivir en una ciudad es, debiera ser, empaparse de la fe que la hizo, de las creencias de que se alimenta. He omitido adrede el término “cultura”; si lo hubiera empleado en lugar de “fe” o “creencia”, el aplauso sería unánime y, últimamente, lo “unánime” me llena de suspicacias. Además, ya he dicho (Estereotipos y paradigmas) que, frente a las demás especies, somos la única capaz de creer; lo de saber está compartido y las diferencias son de grado, no de cualidad. Mi querido Rama sabía y aprendía muchísimo (más que algunos mozalbetes que conozco), pero era incapaz de creer y, por tanto, de crear (o descubrir, que ya conocéis mis dudas). En eso se traduce para mí lo que ordinariamente llamamos, y llamo, “inteligencia humana” o “racionalidad”.

¿Cuáles son la fe o las creencias de la ciudad en que vivo, de cuyo nombre no quiero acordarme? Ninguna; o, mejor dicho, “el fin de semana”. Eso los más humildes; porque los hay más ambiciosos, los hay que, además, creen en “los puentes” o, incluso, en “las vacaciones”. No pretendo ser irónico ni sarcástico –se me da fatal–; hablo en serio y con entristecida preocupación. Bastaría preguntar a la gente por la calle “¿usted en qué cree?" y veríamos qué decepción. Yo lo he hecho en una clase de esas que se consideran “buenas” y de alumnos mayores, y la respuesta fue un sostenido silencio, entre recíprocas miradas de estupor, hasta que uno aventuró: “yo, en el dinero”.

No tengo más remedio que concluir que yo no vivo en una ciudad, simplemente la habito. Y mucho me temo que no es la única que padece anorexia de fe; ni me parece tampoco que “creer en el fin de semana” suponga una convicción lo suficientemente vigorosa como para legar nada a las generaciones futuras. Pienso más bien que o nos hacemos con sueños más meritorios o la escombrera está garantizada.

jueves, 3 de mayo de 2007

Mi interlocutor ausente

Lo hizo Byron con Boatswain, un Terranova…

…que poseyó la belleza sin la vanidad,
la fuerza sin la insolencia,
el coraje sin la ferocidad
y todas las virtudes del hombre sin sus vicios…

Lo hizo y, además, levantó un monumento sobre su tumba; con herético antojo al parecer, en el lugar que ocupaba el altar de una iglesia arruinada en la abadía de Newstead, que era una propiedad heredada.

Dios me libre a mí de tal empeño; pero hoy me ha venido de algún rincón de la memoria la vieja compañía de mi ausente Rama, “un Malamute que nunca conoció Alaska y nos dejó un siete de junio, probablemente para vivir donde vivir no pudo”, como decía la dedicatoria del poema que hoy he desempolvado. En fin, que lo traigo aquí porque sí, sin meditaciones ni trascendencias, sólo porque lo queríamos mucho. Y, sin embargo, no era nada más que un animal; aunque hablaba conmigo... Y yo con él.

En tus ojos he visto los días boreales,
que no viste jamás, cuando mirabas
–pensativo, tal vez– la gente indiferente,
urbanamente imbécil, que cruzaba
ante aquella ventana atardecida
en tu frente de ausencia, ensimismada.

Y he visto las nevadas del Gran Norte
cuando llovía en la ciudad callada
a través de tus ojos, de esos ojos
lejanos que al mirar dejaban
un rastro de horizontes inviables,
de glaciares eternos, de distancia.

He visto tantas cosas en tus ojos
que no me hago a mirar sin tu mirada,
sin tu alerta animal de bestia noble
que inventaba paisajes y en la casa
dictaba orografías imposibles
de la memoria breve de su alma.

Y de pronto las tierras se han borrado
del atlas de tu vida, y las escalas
de la ciudad sombría me han vencido
conforme a su medida acostumbrada.

Me aburre pasear por esas calles
ya por tu ausencia cartografiadas.
Y me duele tu vida des-vivida.

Y me duele no hablar con tu mirada.

(junio 1999)

miércoles, 2 de mayo de 2007

Debajo de las nubes y la lluvia

Llueve y –qué pesado soy– me entusiasma. Parece que lo digo para fastidiar a los que no les gusta; pero no: simplemente es algo que me pasa, como a otros les pasan otras cosas. Detrás del monitor, ya lo dije, tengo el cuadro de Claudio de Lorena. Y detrás de Lorena, el muro que soporta a Santa Paula en el puerto de Ostia. Y al otro lado, la noche, gris rosada, sobre un patio del que me llega el sutil zapateado de la lluvia.

Llueve. O tal vez ya no. Nada oigo tras la pared por la que Santa Paula se dispone a viajar a Tierra Santa. Quizá no llueva ya. Pero ahí, del otro lado, más allá de los tabiques de que cuelgan los cuadros de mi alma, hay cientos de lucecitas en decenas de muros que protegen incontables sonrisas; unas durmiendo, otras encendidas; éstas de reciente estreno y sin memoria, aquéllas de memoria sobre acostumbrado aplauso; unas novicias, de recién nacido, antañonas otras en el refugio de su nostalgia; aquí próximas, allá remotas… Por todas partes, donde quiera que oriente esta alerta imaginada de cazador remoto que me queda, siento el frágil susurro de millares de sonrisas. No sé dónde se guardan, ni quién las inaugura, ni por qué se producen, ni a quién se dedican. Pertenecen a un niño y a su madre, o a dos amantes imprevistos, sorprendidos de haberse enamorado o haberse vuelto a amar después de mucho tiempo; pertenecen a un anciano que ha tenido una llamada telefónica inesperada o esperada sin suceso largos años… Son sonrisas de la vida que sabemos que están, pero ignoramos dónde. Igual que le ocurría a Juan Ramón (¡ya, quién se acuerda!) con el ilocalizable canto de sus pájaros:

Cantan, cantan.
¿Dónde cantan los pájaros que cantan?
Llueve y llueve. Aún las casas
están sin ramas verdes. Cantan, cantan
los pájaros. ¿En dónde cantan
los pájaros que cantan?...

Pienso la noche estrellada de alegrías innumerables debajo de las nubes y la lluvia. Vamos, que no soy pesimista, o “negativo” como se dice ahora. Que no.

martes, 1 de mayo de 2007

Héroes de nuestros días

En Madrid estamos de conmemoraciones. Aniversarios localmente heroicos por una parte, universalmente laborales por otra. Unos y otros han tenido siempre perfiles de lucha, levantamiento o reivindicación. Grandes valores, grandes palabras, como independencia, justicia, libertad, derecho, encajarían perfectamente en cualquier discurso que se dedicara a cualquiera de ellos. Son días, pues, que traen a la memoria el enfrentamiento con la injusticia, la rebeldía ante la opresión, el dolor y, también, la muerte. Para Madrid, recordar el 2 de mayo es recordar al Goya de los Mamelucos, de los Fusilamientos, de los Desastres de la guerra… Para los madrileños que ya calzamos un número alto en el zapato de nuestra edad, recordar el Primero de Mayo es recordar un indefectible partido de fútbol el 30 de abril –como antídoto de posibles manifestaciones–, carreras y detenciones por la Gran Vía (entonces José Antonio) y aledaños, y unas insoportables sesiones de Coros y Danzas en el estadio Bernabeu.

En el Madrid del 2007 ya no hay “francés” que nos oprima ni dictador que nos reprima. Sin embargo, las reivindicaciones por las “causas justas” siguen ardiendo en sus calles y los jóvenes más vigorosos afrontan, de modo encomiable, todo tipo de riesgos en su salvaguarda. Ayer, sin ir más lejos, en el castizo barrio de Malasaña (muy del momento, por cierto) un centenar de estos aguerridos ejemplares luchó con coraje y nobleza arrojando botellas, quemando contenedores e hiriendo a varios policías en defensa de su “botellón”. Los historiadores debieran ir abriendo párrafos en sus crónicas para que, junto a Daoíz, Velarde, Ruiz o la propia Malasaña, pudieran figurar en breve estos anónimos y heroicos combatientes.

Creo que sobra cualquier esfuerzo por mi parte en lo que a la conclusión de las premisas anteriores se refiere. Citaba al principio grandes palabras como catalizadores de las hazañas que hoy se conmemoran. Tal parece que se me ha olvidado “una” que actualiza a todas ellas y las sitúa a la “altura de los tiempos”: botellón.

No sé si reír como Demócrito, o llorar como Heráclito; lo que sí me gustaría saber es lo que piensan muchos de nuestros políticos; no lo que dicen, siempre marcado por el repugnante mercado de ganar o no perder votos, sino lo que piensan; si consideran o no que es terrible esa degeneración en los ideales o motivos de la gente, si consideran o no que tienen ellos alguna responsabilidad en tanto absurdo, si consideran o no que el demagogo es un traidor a la democracia y que ésta es real si es cualitativa y no un cuantitativo amontonamiento de caprichos animales, si consideran o no que un “cuantitativo amontonamiento de caprichos animales” no es nada más que triste Demagogia.

Al final, creo que lloraré como Heráclito.