viernes, 4 de mayo de 2007

Vivir en una ciudad

Vivir en una ciudad no es habitar en ella. Culturalmente, las ciudades son el carné de identidad de nuestra especie o, si se prefiere, nuestra partida de nacimiento histórico. Sin duda, su aparición en las más remotas cronologías se hermana a razones pragmáticas; aunque su desarrollo y afianzamiento sería impensable sin el abono de la creencia, de esa intratable conmoción de las almas que algunos dirán ilusa, pero sin la cual lo más grandioso de las culturas quedaría reducido a un manual de habilidades para arar el campo, transportar mercancías y comerciar con mayor o menor astucia. Es decir, la Historia sería un aburrido prospecto de eficacias e ineficacias alternativamente reemplazadas.

Por eso vivir en una ciudad no es habitar en ella, eso también lo hacen sus gatos; ni reunirse con otros pobladores, eso lo hacen sus vencejos todos los atardeceres. Vivir en una ciudad es, debiera ser, empaparse de la fe que la hizo, de las creencias de que se alimenta. He omitido adrede el término “cultura”; si lo hubiera empleado en lugar de “fe” o “creencia”, el aplauso sería unánime y, últimamente, lo “unánime” me llena de suspicacias. Además, ya he dicho (Estereotipos y paradigmas) que, frente a las demás especies, somos la única capaz de creer; lo de saber está compartido y las diferencias son de grado, no de cualidad. Mi querido Rama sabía y aprendía muchísimo (más que algunos mozalbetes que conozco), pero era incapaz de creer y, por tanto, de crear (o descubrir, que ya conocéis mis dudas). En eso se traduce para mí lo que ordinariamente llamamos, y llamo, “inteligencia humana” o “racionalidad”.

¿Cuáles son la fe o las creencias de la ciudad en que vivo, de cuyo nombre no quiero acordarme? Ninguna; o, mejor dicho, “el fin de semana”. Eso los más humildes; porque los hay más ambiciosos, los hay que, además, creen en “los puentes” o, incluso, en “las vacaciones”. No pretendo ser irónico ni sarcástico –se me da fatal–; hablo en serio y con entristecida preocupación. Bastaría preguntar a la gente por la calle “¿usted en qué cree?" y veríamos qué decepción. Yo lo he hecho en una clase de esas que se consideran “buenas” y de alumnos mayores, y la respuesta fue un sostenido silencio, entre recíprocas miradas de estupor, hasta que uno aventuró: “yo, en el dinero”.

No tengo más remedio que concluir que yo no vivo en una ciudad, simplemente la habito. Y mucho me temo que no es la única que padece anorexia de fe; ni me parece tampoco que “creer en el fin de semana” suponga una convicción lo suficientemente vigorosa como para legar nada a las generaciones futuras. Pienso más bien que o nos hacemos con sueños más meritorios o la escombrera está garantizada.

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