Todos tenemos ideas; aunque algunas de tales ideas no las tenemos, nos tienen, o nos detienen más bien. Son esas ideas recurrentes que no hay forma de quitarse de la cabeza. Nadie las llama para que estén ahí, son una crueldad del pensamiento que las saca a traición de los fondos más íntimos, más secretos del alma; allí, donde está el núcleo del yo incomunicable, ese rincón para nadie, a veces, incluso, ni para él mismo; allí donde hasta uno se prohíbe la entrada en ocasiones y, cuando se deja pasar, lo hace bajo severas medidas de seguridad; allí donde se cuecen nuestros pasos en falso, nuestras medias verdades, nuestros deseos inconfesables, nuestros sueños sin trasunto...
El Psicoanálisis creyó encontrar una mina de enfermedad y neurastenia en esas bodegas del pensamiento. Es mentira: decir que son enfermedad es debilitar aún más al alma. En realidad, son el Campo de Marte más fecundo para el ejercicio de la existencia humana. Entre la bestia y el ángel, entre el deseo y la voluntad, entre la debilidad y el coraje, entre el abandono y la decisión, somos el escenario de una guerra interminable. No hay tregua ni armisticio; únicamente, a veces, estrategia. Luchar contra uno mismo exige en ocasiones aliarse con uno mismo, pactar con esas incontrolables ideas las condiciones de la batalla, distraerlas, dejarles la palabra el tiempo imprescindible para recuperar fuerzas. Y no claudicar después. Y no entregarse.
Las ciudades del bienestar están llenas de ángeles caídos, de cobardes que huyen ante la dureza del combate.
El Psicoanálisis creyó encontrar una mina de enfermedad y neurastenia en esas bodegas del pensamiento. Es mentira: decir que son enfermedad es debilitar aún más al alma. En realidad, son el Campo de Marte más fecundo para el ejercicio de la existencia humana. Entre la bestia y el ángel, entre el deseo y la voluntad, entre la debilidad y el coraje, entre el abandono y la decisión, somos el escenario de una guerra interminable. No hay tregua ni armisticio; únicamente, a veces, estrategia. Luchar contra uno mismo exige en ocasiones aliarse con uno mismo, pactar con esas incontrolables ideas las condiciones de la batalla, distraerlas, dejarles la palabra el tiempo imprescindible para recuperar fuerzas. Y no claudicar después. Y no entregarse.
Las ciudades del bienestar están llenas de ángeles caídos, de cobardes que huyen ante la dureza del combate.