domingo, 30 de septiembre de 2007

Bodegas del pensamiento

Todos tenemos ideas; aunque algunas de tales ideas no las tenemos, nos tienen, o nos detienen más bien. Son esas ideas recurrentes que no hay forma de quitarse de la cabeza. Nadie las llama para que estén ahí, son una crueldad del pensamiento que las saca a traición de los fondos más íntimos, más secretos del alma; allí, donde está el núcleo del yo incomunicable, ese rincón para nadie, a veces, incluso, ni para él mismo; allí donde hasta uno se prohíbe la entrada en ocasiones y, cuando se deja pasar, lo hace bajo severas medidas de seguridad; allí donde se cuecen nuestros pasos en falso, nuestras medias verdades, nuestros deseos inconfesables, nuestros sueños sin trasunto...

El Psicoanálisis creyó encontrar una mina de enfermedad y neurastenia en esas bodegas del pensamiento. Es mentira: decir que son enfermedad es debilitar aún más al alma. En realidad, son el Campo de Marte más fecundo para el ejercicio de la existencia humana. Entre la bestia y el ángel, entre el deseo y la voluntad, entre la debilidad y el coraje, entre el abandono y la decisión, somos el escenario de una guerra interminable. No hay tregua ni armisticio; únicamente, a veces, estrategia. Luchar contra uno mismo exige en ocasiones aliarse con uno mismo, pactar con esas incontrolables ideas las condiciones de la batalla, distraerlas, dejarles la palabra el tiempo imprescindible para recuperar fuerzas. Y no claudicar después. Y no entregarse.

Las ciudades del bienestar están llenas de ángeles caídos, de cobardes que huyen ante la dureza del combate.

sábado, 29 de septiembre de 2007

La verdadera sabiduría

Todo el mundo conoce a Anaxágoras. Muchos saben que era de Clazomene, una colonia griega del otro lado del Mediterráneo, de donde el Mediterráneo se cierra sobre sí y le aparece su vocación de mar interior, de casi-lago inconmensurable. Otros recuerdan que introdujo una inteligencia, un nous, para corregir el caos; y que aseguró que en la parte estaba el todo –luego de diseccionar el ser de Parménides–, y que la individualidad no era nada más que predominio de ciertas porciones sobre la totalidad de ellas. Aristóteles, tan amigo de exactitudes, llamó homeomerías a esos pedacitos de sustancial eternidad. Leibniz las habría intentado acomodar a sus mónadas. Yo, que para bien del mundo y de la filosofía no soy ni el uno ni el otro, hubiera dicho que en las provincias del ser se vela el ser de todas las provincias.

Diógenes Laercio, que es por quien sabemos casi todas las cosas de estos sabios remotos, refiere que en cierta ocasión preguntaron a Anaxágoras por la pretensión que colmaba su vida. Y Anaxágoras, el filósofo de Clazomene, el introductor del nous y de la división en el compacto mamotreto parmenídeo, respondió con ascética sencillez: "Contemplar el sol, la luna y las estrellas".

Toda sabiduría se reduce a eso, se engrandece en eso: contemplar, dejarse el corazón (¿diríamos pensamiento?) en la mirada del alma agradecida a quien se da el prodigio sin exigencia a cambio. Un prodigio, además, al que ponemos nombre, un milagro gratuito del que decimos “esto es luz, esto es astro, esto noche…”

Ser y hombre en su punto de encuentro: la palabra. El resto es vanidad; confusión casi siempre.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Señales de tristeza

Hace mucho que no la veo. Tiene unos ojos grandes, de enormidad azul rodeada por mil lunas oscuras en creciente. Tiene una sonrisa vaga y pequeña, como si su alegría infantil estuviese sembrada de vacíos. Hace mucho que no veo sus dos o tres años de aventura en la vida correr, balbucear saludos, sostenerse en la mano de su abuelo, un vecino diez plantas por encima de mis noches al que ha nacido una mirada de tristeza indecible.

Cuando llegué a esta casa, su madre era muy joven, dos o tres meridianos tan sólo más allá de la adolescencia. Compartía su edad de ensoñaciones con un banco viejo que hay por frente a mi terraza. A veces, por las tardes, en los días amables de septiembre, se sentaba allí, antes de que bajase la barahúnda de chiquillos que atemorizaba a las adelfas jugando al escondite entre sus ramas. Llevaba un bloc de hojas grandes sobre el que dibujaba o escribía sabe Dios qué signos de apasionadas ilusiones.

Creció la niña-joven y dejó de sentarse en aquel banco en las tardes amables de septiembre. Cruzó el amor, sin duda; y años después la vi pasar con esa criatura de ojos grandes en los brazos. A su lado, el abuelo, el vecino diez plantas por encima de mis noches, al que había nacido una mirada de indecible belleza.

Una de esas barbaridades que se sienta al volante, le arranco la vida una mañana sin aviso de tragedia. A la barbaridad no le pasó nada, para remordimiento y conmoción de una inepta realidad que nunca será justa.

Yo la sigo viendo allí, en el jardín, sentada en ese banco cada vez más viejo, dibujando o escribiendo sabe Dios qué inefables señales de tristeza.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Decisiones de ausencia

De repente las tardes han vuelto a tomar decisiones de ausencia. Siguen aún vestidas de azul radiante, pero calzan zapatos de parques cada vez más solitarios. Uno se pone común y melancólico cuando advierte, a través de la ventana, cómo empiezan a adelantarse las sombras sobre el horizonte, cómo se achica el espacio que a la luz le queda de señorear en las calles. Uno, que anda perdido por mapas de aulas y agujas de marear alumnos, atacando de nuevo cuadraturas de círculos, como un tonto demiurgo que pretende relojes perfectos en horas inviables; uno, que hace de tripas corazón para convencerse de que aquella tarea tiene algún interés para el mundo, ese mundo de desconcertantes adolescentes que cada mañana le saludan por su nombre y le piensan bajo el apodo de su secreta venganza; uno... se disfraza de años, que ya no cumplirá, para mirar por la ventana lo que tiene la tarde de más atardecida, bajo un cielo turquesa donde ya no hay vencejos y frente a un jardín con rosas otoñales cada vez más ausentes, más ajenas a la esplendidez que esparcen.

Porque hoy tiene la tarde una belleza de majestad adulta. Una belleza de mujer que ha empezado a no creerse, a no estallar de sí; que se limita a ser, sin intención ni objeto. Una belleza que es generosidad y señorío del tiempo, regalo de la edad y esplendor de los calendarios. Tiene la tarde hoy un atardecer decidido a serlo.

Y no le importa.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Conocer, amar, querer

Nihil cognitum quin praevolitum. Gustaba Unamuno de retorcer el pensamiento, sabedor, quizá, de que casi siempre es necesario hacerlo para que la verdad, que gusta de esconderse, surja sin disfraz ni medias tintas. Y tenía razón al invertir la escolástica sentencia: primero es querer y luego conocer. Lo sensato parece lo contrario, pero lo sensato sólo funciona en el pequeño mundo de lo cotidiano. Cuando nos salimos de éste, lo sensato se hace sospechoso de intentar vulgarizar los otros horizontes. No hay conocimiento real de nada, sin encendida voluntad de todo. Y digo “voluntad”, que es "querer"; no motivación, que es vegetar bajo las acacias.

Jugando con las palabras, podría ir un punto más allá, podría aventurar, incluso, un nihil amatum quin praevolitum, quiero decir, que el amor fuera también empeño de la voluntad, loco empeño del alma que se desborda a sí misma. No pasión, sino autodeterminación; no padecimiento de algo, sino decisión de uno. Porque no se puede andar por el mundo confundiendo a aquél con pasividades del espíritu. Miento: sí se puede, pero no se debe. La insistencia en ello, la contumaz perseverancia en su rostro de cosa que nos pasa, de acontecer que ocurre sin que en él tengamos arte ni parte, negaría la grandiosa brillantez del amor, lo dejaría consumido en seca melancolía, lo convertiría en puro determinismo físico (o químico), lo diluiría en común vulgaridad.

Antes de conocer, hay que querer; antes de amar, hay que querer. Antes de cualquier cosa que tenga que ver con lo humano… hay que querer.

No seamos vagos. Es cierto que la voluntad demanda arrojo, prodiga sacrificio. La motivación, sin embargo, es una cursilada de psicólogos que predican lo de “sentarse a la puerta de casa y esperar…” que cruce algo que nos haga poner de pie.

Quien se enamora porque alguien “le motiva” (o le encandila, que para el caso es lo mismo) es un idiota, además de un perezoso irredento y, por consecuencia (esto es un entimema), un vicioso sin solución.

martes, 25 de septiembre de 2007

El talento de los españoles

Hoy he oído hablar del talento de los españoles. Una pena de talento que se menosprecia y se menoscaba, que se pudre, como el evangélico, o se deteriora irreversiblemente al igual que nuestros bosques, lo mismo que nuestros paisajes. Se lo he oído a una de esas locutoras que amenizan nuestros almuerzos tarareando la incontenible brutalidad del ser humano. Primero, el titular; el comentario luego; a continuación, la corroboración empírica de la tesis subliminal: el testimonio a pie de calle de dos o tres despistados paseantes que indefectiblemente abundan en lo que, ya sabemos, tienen que abundar. ¿Y en qué consiste el “cuerno de la abundancia” en este caso? En la educación. Exacto: hasta aquí estamos casi de acuerdo. Nuestra educación cumple unos objetivos que van del ocio al negocio pasando por un proceso de –parafraseando a Teilhard– “descerebración creciente”. La disonancia aparece, claro está, cuando llegan las matizaciones. Nunca falla: en este punto, quien más, quien menos empieza a hablar de “la falta de medios”, de la necesidad de “aumentar los medios”, de “invertir en los medios”, de “enriquecer los medios”…

Uno, que lleva treinta y cinco años en este maltratadísimo oficio, está harto de los “medios”. Nada tienen que ver los de entonces con aquéllos de que se dispone ahora. Están a años luz; y se me queda corta la hipérbole. Sin embargo, el fracaso, no sólo no ha decrecido, ha aumentado, por mucho que intenten maquillar las estadísticas. Ya está bien de “medios”: se nos escapa la pieza de tanto limpiar la escopeta. No estaría de más que, para variar, se planteara el problema en términos de “fines”. Si alguna vez llego a oír a alguien que nuestra educación fracasa porque su fin está podrido, abandono el siglo y me voy a un convento para rezar cada día por ese pobre elegido que vio la luz.

Pero el concepto de “fin” es demasiado denso, espeso, dirían nuestros “talentos” políticos. Exige, ni más ni menos, un proyecto de engrandecimiento individual y un programa de ilusión colectiva. Exige que la parte ame el todo a que pertenece y se ame a sí como posibilidad del todo. Exige magnanimidad, esfuerzo, sacrificio, convicción, entrega, renuncia, anteposición del fin a la dureza, a la adversidad incluso, del medio. Exige una sociedad que cree en si misma, que sueña un sentido por serlo, y no un conglomerado de egoístas parcelas que discuten la linde adecuada de su hortelana acequia… Demasiado complejo, quizá.

No nos luce el talento… La verdad: no me extraña.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Recuerdo...


(Lo peor del amor es que tenga memoria; lo mejor de la memoria, que aún le queden palabras. Aunque a partir de entonces el mundo empiece a ser delirio, ficción entre silencios que se advierten ajenos, columnas que soportan ese último templo que es la decadencia de la vida. Como en este poema, en el que todo –amor, memoria, silencio, decadencia…– se mezcla sobre nada).


Recuerdo haber parado algunas veces
por frente a ese portal, unos segundos,
secuestrado en la noche de tus ojos.

Y recuerdo el motor del automóvil
como una canción triste; y las farolas
como el rastro de Dios sobre tu acera
en sus pálidas lágrimas. Recuerdo
repetir un adiós y una sonrisa,
decir “hasta mañana”, convencerme
de que ya no podía enamorarme.

Recuerdo regresar oyendo tangos
e incluso tararear “La Cumparsita.”

De esos días recuerdo que la vida
me puso cara a cara con los años.
Mis límites estaban ya cumplidos;
sin embargo, me estaba enamorando.

De esa calle recuerdo la noche de tus ojos.
Y mi noche después… Mi noche inevitable.

(febrero 2007)

domingo, 23 de septiembre de 2007

De la "cultura" a la tristeza

“La cultura vuelve insomne a Madrid”, leo este titular en la prensa y el primer pronto es imaginarme las salas de todas las bibliotecas de la capital abarrotadas de ávidos lectores que pasan la noche de claro en claro, como Don Alonso Quijano. Leo este titular esta mañana en EL MUNDO, e imagino los museos más emblemáticos de nuestro patrimonio llenos de noctámbulos silenciosos y extasiados frente a la contemplación de tanta grandeza retenida. Leo este titular, y unos renglones más abajo mi expectante y, sin duda, enloquecida imaginación se hace pedazos.

En primer lugar, la gente no iba a leer ni a contemplar, iba a mirar una feria de despropósitos y, en algún caso, a hacer graffitis sobre paneles dispuestos al efecto. Iba a saltar bajo un paraguas de ritmos “hip-hoperos” y a jugar a una especie de “amigo invisible” en el que los asistentes se fotografiaban diferentes partes del cuerpo y, cuando encontraban al que había elegido la misma parcela corporal, brindaban con champán (cava, supongo) y se dedicaban las recíprocas firmas. Iban a ver “performance” (!), una palabra innecesaria porque, al parecer, “interpretación” se queda corta en “significados”. Iban a beber, entre tontería y tontería, para no perder el norte de las desavenencias con la propia especie.

Pero bueno, ¿en qué se diferencia esto de un “finde urbano”, vulgar y corriente, salvo en la propaganda y amparo institucionales que recibe? Ya sé, ya sé que se inventó en Europa, más concretamente en París, hace cinco años, si no marro en la memoria. Aunque, según parece, nuestra copia ha superado con creces el original. Debe de ser para compensar: no damos la talla en educación, pero sí en “aficiones culturales”.

De siempre he sido amante de la noche, esa bocanada de paz que nos da el día, que reemplaza el miedo animal a las sombras por la admiración de un hombre que se empinó sobre su precaria naturaleza para ir más allá. Pero la admiración, la contemplación y la verdadera cultura son enemigas de la algarada que sólo parece querer ahuyentar atemorizadas y ancestrales indefensiones.

Uno siente, en estos casos, que se le va la posibilidad de la descendencia histórica, que se le va la esperanza de un tiempo al que no tuvo más remedio que pertenecer. Y uno recuerda, y casi reza, unos versos de Neruda (odioso Farewell), que no tienen nada que ver con esto, pero alcanzan al alma con intención misteriosa:

… Estoy triste: pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.
…Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Saber popular, opinión pública

Uno de los temas estelares de nuestros días es el clima. Antiguamente no hablábamos del clima ni del cambio climático, hablábamos del tiempo y de los cambios del tiempo. Tal vez nuestra mucha ignorancia no nos permitía concebir los dilatados períodos meteorológicos que aquél abarca. Hoy, sin embargo, la “extraordinaria ciencia” de casi todo el mundo permite eso y mucho más.

En “La verbena de la Paloma”, Don Hilarión se limita a canturrear: “el calor que hace esta noche / sí que es una atrocidad…” En nuestros días, contrariamente, cualquiera sería mucho más exacto: precisaría los grados centígrados de la temperatura máxima registrada en la península, o los litros de agua por metro cuadrado recogidos en tal o cual localidad si de precipitaciones se tratara. Es más, argumentaría a favor de las apocalípticas consecuencias del cambio climático, como hacen en los telediarios, que este o aquel fenómeno meteorológico no se registraba desde hace 80 ó 90 años. Aunque uno se pregunta que, si eso ya ocurrió hace 80 ó 90 años, ¿a qué se debió entonces? No termino de comprender el principio de causalidad en este caso dado que me ofrecen la misma consecuencia en dos momentos diferentes, uno en presencia de la pretendida causa, otro sin ésta. Algo falla: o no tienen ni idea de lo que están diciendo o aquí hay gato encerrado (a lo peor, el de Schrödinger para el que las dos posibilidades valen lo mismo).

Los temas de actualidad, es decir, de moda, me cansan. Son herederos de una pseudosabiduría de ocultas intenciones que hace viajar a la opinión pública de las vacas paranoicas a los pollos con gripe, de la amenaza nuclear (¡aquellos “apasionados” 60!) a la cara, hogaño mucho más lavada, de la energía atómica.

Me quedo con el saber que se hace a lo largo de los años en los pueblos y sedimenta en sus adagios. Me quedo con el veranillo de San Miguel y el Sol de los membrillos, que pica en la piel de otoño despiadadamente. Me quedo con el cordonazo de San Francisco, que siempre he oído a mi padre: un antojo del tiempo (o del “cielo”) a principios de octubre que hace llover en torno a su día 4. Me quedo con aquello que decía mi madre de que lluvia en octubre seis lunas cubre…

Puesto a elegir, me quedo con el decir que se hace lentamente y tal vez se equivoca; y sospecho de la opinión que se construye a propósito, pero tal vez falsea el mundo. El primero puede estar en un error, la segunda puede ser una inmoralidad. Aquél es histórico; ésta, circunstancial.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Cuarto creciente decadente

Hay una luna a medio hacer, un pedazo de luz que se resiste, entre brumas de tardes tormentosas, a dejar de ser luz. Hay un pálido testimonio en la noche de este 21 de septiembre que se intuye a sí mismo naufragio de verano, premonición de días breves y crecientes oscuridades, alerta de doradas decadencias en la frente de los árboles, aceras alfombradas de hojas muertas…

Hay una luna a medio hacer, que no sabe qué hace allí prendida, entre nubes que extienden advertencias y nostalgias, tras de sombras que hacen su septiembre en el inevitable preludio del otoño.

Hay una luna que me pesa en la mirada, y una mirada que me pesa en los ojos, y unos ojos que me pesan en el alma, y un alma que me pesa en el tiempo...

¡Demasiada pesadez para tan poca luna!

jueves, 20 de septiembre de 2007

Palabras contra uno

Todo diario se caracteriza por una insistencia casi pecaminosa en la intimidad, en la propiedad de esos pequeños territorios que creemos haber ido colonizando en la vida y que se exhiben con una falta de pudor enfermiza. Cita uno sus días como si se tratara de un diccionario de autoridades o se encumbra en las propias lamentaciones como si anduviera recorriendo el perfil de montañas portentosas. Nada hay de reprochable en esto si el diario cumple, ortodoxamente, con su habitual epíteto de “íntimo”, si el espectador y el espectáculo no rompen el círculo pudoroso de uno mismo.

Caso muy distinto es el de un blog (no encuentro traducción adecuada en este caso) cuando resbala sobre los charcos helados de sus modestas soledades y estampa el alma contra esa acequia externa que es el mundo de los otros. Entonces el blog se hace diario parlante de sí mismo para un auditorio externo, más o menos plural, que no merece el batacazo. Es la rara esquizofrenia de un yo que quiere quedarse y se descubre yéndose, que está donde no debe y no está donde quisiera. Me pasa con frecuencia, y luego lo lamento.

Supongo que el hombre está lleno de silencios que se quieren guardar porque lo conforman, pero se niegan porque lo liberan. Aunque ésta es la interpretación más elegantemente compasiva y, en apariencia, más acorde con lo que dije ayer. Mucho me temo que hay otra menos amable, pero más real: la carga más dolorosa de la vida es uno mismo; decir de uno es soltar lastre, hablar de uno es querer morir.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Mortalidad del alma

No me gustan los teléfonos. No me refiero a su utilidad, a su condición de imprescindibles en este vivir desvivido por que deambulamos. No a su necesidad ni a su instrumental servidumbre. Me refiero a su impertinencia, a su calidad de visita no invitada y repentina que interrumpe un quehacer apremiante –o no apremiante, pero querido en su exclusividad: ese calambrazo inoportuno en el aire que puede hacer exclamar un ¡vaya por Dios!–.

Una parte de mi aversión al uso del teléfono procede del temor a invadir intimidades; pero, sobre todo, a su psicología del miedo, de la angustia, de la preocupación ante esa llamada que sigue repitiéndose en el espacio de una casa deshabitada. Me inquieta profundamente imaginarlo, suponer un sonido que se arrastra por alcobas vacías sin audiencia viable para un amor que quería decirse o una zozobra que buscaba negarse.

Porque lo que de verdad me horroriza de los teléfonos es su condición de puente tendido hacia una orilla que puede no ser orilla, que puede ser plataforma volcada sobre la nada, palabra que se queda en el sueño de los labios y en el borde del corazón, intención que sucumbe a la confusión del silencio.

Y es que las palabras que quisimos decir y no dijimos son la única causa conocida de mortalidad del alma.

martes, 18 de septiembre de 2007

Leandro y la muerte, o el cuanto delirante


Ya sé que no estarás, ya sé que nunca
volveré a ver tu risa en esa línea
infranqueable lucir del horizonte
que me marca una noche ilimitada
desde relojes donde yo no existo.

Ya sé que no será lo no posible
posible alguna vez entre los hombres,
que tú no serás tú, ni yo tampoco,
que andaremos cruzando la mirada
por extrañas distancias, enemigos
sin no quererlo y no queriendo serlo.

Esta parte del ser se ha decidido
en oscuros azares subterráneos,
o tal vez a un millón de olvidos-luz
en el salto de un cuanto delirante,
tan cerca de la noche que no pudo
concluirse otro día entre nosotros.

No somos ya los mismos… ¡Qué mas da
si alguna vez lo fuimos cuando todo
era irreal aún! Allí quedaron
los besos, las caricias, las palabras
indecibles… Allí donde nosotros
ya no somos nosotros, sino aquéllos.


(febrero 2007)

lunes, 17 de septiembre de 2007

Camino de perfección

(Para vosotros, en riguroso orden alfabético: David, Ester, Felipe, Inmaculada y Lola. Por quince días de dieciocho horas laborales)


El signo de identidad de nuestra especie es su inagotable capacidad de intervención. El hombre es un actor, un modificador nato. Nada escapa a esta acción transformadora: ni el medio físico dado, ni los entornos social o moral en que se halle.

Todo esto es sabido y repetido hasta el aburrimiento en las clases de filosofía en que naufragan nuestros bisoños escolares. “El hombre es hacedor de sí”, “la esencia del ser humano es su trabajo”, “su libertad es agente de su realidad”, etc., etc. ¿Qué aulas habrá en el mundo que no hayan vibrado con sentencias semejantes? Nadie, pues, ignora que somos la huella de nuestros quehaceres y que en ellos rastrean historiadores y antropólogos las sombras de la cultura.

Lo que no se dice, o se dice menos (¡muchísimo menos!), es que nuestro hacer no es un mero hacer esto o lo otro, sino un hacer de perfecciones. La grandeza del hombre se descubre en su insatisfacción, en su constante enojo con lo hecho o lo dado; con lo que simplemente es. Hay en él una especie de inquietud ontológica, un sello de divinidad que sacude su ánimo ante cualquier cosa que haga. Y así, lo que llega a ser por su acción, le parece siempre un precario y perfectible ser; anhela más, “ser más” (que era como interpretaba Nietzsche su voluntad de poder). Por eso, a lo que pasa, el hombre opone lo que debiera pasar; a lo que es, lo que debiera ser. Llegamos, un poco kantianamente, lo reconozco, a la incomodidad del ser humano frente a la realidad, a su angélico deseo de que ésta sea mejor.

No sé quién (mentira: lo sé, pero de su nombre no quiero acordarme) dijo hace años que “la perfección es fascista”. Ignoro si se refería a la perfección lograda, que es inalcanzable, o a la perfección perseguida, que, humanamente hablando, es inevitable. En cualquier caso, convirtió de un salivazo en fascistas a Dante, a Miguel Ángel, a Velázquez, a Beethoven… y a otras muchas referencias de la especie. Claro está que, políticamente al menos, decir tonterías de ese calado justifica la torpeza y la vagancia propias y hace parecer que quien las dice reflexiona (?).

Pero no pensaba, en este atardecer tibio de septiembre, en los grandes artistas de la historia; pensaba en la buena gente que adorna las horas de cada día, pensaba en cuantos se dejan el alma en la modesta tarea de apuntalar la posibilidad cotidiana de que el mundo funcione, pensaba en quienes no piensan nada más que en hacer lo que están haciendo lo mejor posible, lo más beneficioso posible, lo más perfecto posible; pensaba en unos cuantos compañeros con quienes he tenido la suerte de compartir esfuerzo y fatiga en los últimos días; pensaba en quienes me han hecho recordar que el camino de la virtud en el hombre es, y debe ser, siempre un camino de perfección.

Por ese deseo de dar más de lo que se recibe, de exprimir el zumo de lo real del fruto prohibido de lo imposible… ¡gracias, amigos!

martes, 11 de septiembre de 2007

Principio de incertidumbre


Mañana volveré a ver esos ojos
que me han privado de una vida real,
que me han arrinconado entre partículas
que no saben del ser y distorsionan
lo posible aquí arriba, donde existo.

Ellas siguen su curso indiferentes,
arrancando del tiempo extravagancias
que dicen ser posibles-no-posibles,
inviable realidad, incertidumbres
dependientes de un duende caprichoso
que se sienta a mirar cuanto sucede.

Déjame una vez más verme en tus ojos,
aun sólo siendo la fracción de un sueño
que cree saber del ser y otras minucias;
déjame que te crea en otro tiempo
que he perdido y no sé cómo encontrarlo.

Déjame que me mienta y que te invente
decisión de un azar inexplicable,
donde jamás tendría que perderte.

(febrero, 2007)

domingo, 9 de septiembre de 2007

El tiempo detenido

Sé que me repito. Puede que tenga que ver con el pálpito laboral de estos días cíclicos en que septiembre vuelve a ser el septiembre académico de siempre, en que uno se encuentra con las páginas de siempre, los horarios de siempre, las listas y claustros de siempre, los “siempres” de siempre y su imperiosa certidumbre de eternidad. Y yo, repetido y vulgar, en la empresa de hallarme en el mismo equinoccio de hace un año, creyendo –¡vana credulidad!– que me he prolongado en los trescientos sesenta y cinco ciclos de un punto de mundo perdido en la noche…

Llega un día en que todo es cansancio, en que te hartas de andar, de mirar y de hacerte, de vencerte y luchar, de pelear por buscar algo nuevo… Últimamente entiendo esto cuando hablo con mi padre, con los noventa y tres (a punto ya) años de mi padre; cuando insiste en la historia de siempre que, por no tener, ya no tiene ni testigos. Cuando, desde la altura de su amada distancia, me cuenta, una vez más, cómo fue la última función del teatro Apolo… O me habla de calles que han perdido hasta el nombre. O de nombres que flotan sobre el brillo intuido de una lágrima. Tal parece que al hombre le llega un momento de divino cansancio, un instante en que el alma se grita que ya está bien, que basta ya de hacerse a costa de deshacerse, de vivir a fuerza de desvivir, de calzarse los años para descalzar la vida…

Creo que llega un día en el que sólo amas la vida que has vivido. Te sobra todo lo demás. Olvidas el reloj, cierras el tiempo y repites mil veces que en alguna ocasión te ocurrió tal o cual suceso memorable. Se trata de un mecanismo ontológico de defensa, de una muralla de resistencia metafísica: dejadme el ser que tengo, dejadme el ser que fui.

Siento una piedad inmensa por mi padre y por todos los ancianos. Siento una inmensa piedad por el hombre… Siento piedad por mí.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

El olor de las tardes de septiembre

Las tardes de septiembre olían a hojas secas, a calor de retirada y memorias ociosas, a flores que no se veían en casi ninguna parte porque habían perdido la voluntad de serlo. Las tardes de septiembre, con algo más de noche que de día, olían a habitación y libros nuevos; y a estuche de pinturas, y a figuras recortables sobre lengüetas blancas que inventaban su suelo imaginario. Olían a plumier y limadura de grafito; a goma de borrar, a pupitre inmediato, a zapatos de Segarra…

Las tardes de septiembre ya no huelen a nada; a veces, a frenazo en una esquina y a neumático quemado; o a tienda de frutos secos y a evidencia de insufrible ocio agonizante. En los supermercados confraterniza el olor de los libros con el de la pescadería cercana. En los colegios, que se llenan inmediatamente de niños, no existe el intervalo lento de un preludio, sino la precipitación de un desembarco: ¡pobres criaturas que nunca tendrán tiempo de ponerle futuro a la nostalgia! Sólo se puede amar lo que el alma anticipa. Somos animales temporales, necesitamos que las cosas no ocurran simplemente: nuestro primer dominio sobre el mundo fue disponerlo en un proyecto, aventurarlo en un posible.

No damos ninguna posibilidad al horizonte de la vida, mercadeamos, todo lo más, con su contingencia. Alquilamos el verano desde el invierno o contratamos la vocación desde los ingresos, pero dejamos que el corazón sucumba ante lo que simplemente le sucede.

Aunque, tal vez, la falta de olor de septiembre es consecuencia de la vejez de mi olfato. A lo peor, empiezo a estar de sobra

lunes, 3 de septiembre de 2007

Lo que sé del "síndrome"

Sé que es incómodo, molesto, gravoso si se quiere… Pero debe entonces acordarse uno de los otros dos tercios del mundo, donde el horizonte de cada día tiene sólo unos pocos cientos de metros, donde los paréntesis de la noche son unas breves horas de fatiga, de extenuación, de miedo incluso…

Sé que es indeseable, deprimente dicen… Pero debe uno acordarse de los ojos encarcelados de un anciano, esas miradas que sólo pueden ver una pared triste en su último refugio, un intervalo escaso de otros días previsibles, un dolor indefinido en su confuso pensamiento...

Sé que es noticia (¡bendito sea Dios!: ¡noticia!) que ocupa unos minutos preciosos en los telediarios, que recibe unos generosos renglones en la prensa, que rumia su desencanto en las antesalas de las consultas especializadas… Pero habría que acordarse de cuantos se conocen desahuciados, de aquellos cuya vida pone un diagnóstico en dramático entredicho...

Sé que volver al trabajo es un trastorno.

Sé que tiene un nombre técnico, síndrome, y un especificativo amorfo, posvacacional. Sé que en alguna parte de este blog yo dije que me parecía una sinvergonzonería.

Sé que, si de verdad ponemos en la memoria las tres tonterías que he dicho, es una inmoralidad. Más aún: debiera penarse decir que se padece, debiera sancionarse (económicamente, claro, que es, al parecer, lo único que duele) su publicidad.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Teorema de la descomposición

No es tiempo ya de grandes sistemas, de grandes valores, de grandes creencias, de grandes sacrificios: lo hiperbólico lo hemos dejado para la parafernalia. Vivimos, una vez más, los esplendores manieristas de la decadencia: sólo las formas hueras son esplendentes. Dondequiera que hospedemos esta hermosa rareza que es el pensamiento, descubriremos, sin mucho esfuerzo, el ruido, la coloración, el inefable afán de la desmesura superflua. Muchos creen ver en ello el signo de nuestra grandeza: nos podemos exceder en lo innecesario porque lo necesario ha sido holgadamente satisfecho. Pero el esplendor meramente formal siempre es advertencia de autodestrucción y las estrellas más rutilantes son las estrellas más muertas. Detrás de la exuberancia sólo está la nada, como si en el universo estuviera escrito que la brillantez es el último recurso del fracaso. Por eso nosotros quemamos los muebles más valiosos para encender una bonita hoguera; destruimos la historia, su milenaria esperanza, para pavonearnos de una brillante argumentación.

No necesitamos enemigos, ni imperios que nos invadan: somos peores nosotros con nosotros mismos. Así reza el teorema de nuestra descomposición.

(Consideraciones, 1997)