miércoles, 26 de septiembre de 2007

Conocer, amar, querer

Nihil cognitum quin praevolitum. Gustaba Unamuno de retorcer el pensamiento, sabedor, quizá, de que casi siempre es necesario hacerlo para que la verdad, que gusta de esconderse, surja sin disfraz ni medias tintas. Y tenía razón al invertir la escolástica sentencia: primero es querer y luego conocer. Lo sensato parece lo contrario, pero lo sensato sólo funciona en el pequeño mundo de lo cotidiano. Cuando nos salimos de éste, lo sensato se hace sospechoso de intentar vulgarizar los otros horizontes. No hay conocimiento real de nada, sin encendida voluntad de todo. Y digo “voluntad”, que es "querer"; no motivación, que es vegetar bajo las acacias.

Jugando con las palabras, podría ir un punto más allá, podría aventurar, incluso, un nihil amatum quin praevolitum, quiero decir, que el amor fuera también empeño de la voluntad, loco empeño del alma que se desborda a sí misma. No pasión, sino autodeterminación; no padecimiento de algo, sino decisión de uno. Porque no se puede andar por el mundo confundiendo a aquél con pasividades del espíritu. Miento: sí se puede, pero no se debe. La insistencia en ello, la contumaz perseverancia en su rostro de cosa que nos pasa, de acontecer que ocurre sin que en él tengamos arte ni parte, negaría la grandiosa brillantez del amor, lo dejaría consumido en seca melancolía, lo convertiría en puro determinismo físico (o químico), lo diluiría en común vulgaridad.

Antes de conocer, hay que querer; antes de amar, hay que querer. Antes de cualquier cosa que tenga que ver con lo humano… hay que querer.

No seamos vagos. Es cierto que la voluntad demanda arrojo, prodiga sacrificio. La motivación, sin embargo, es una cursilada de psicólogos que predican lo de “sentarse a la puerta de casa y esperar…” que cruce algo que nos haga poner de pie.

Quien se enamora porque alguien “le motiva” (o le encandila, que para el caso es lo mismo) es un idiota, además de un perezoso irredento y, por consecuencia (esto es un entimema), un vicioso sin solución.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es muy cierto, Antonio: voluntad y verdadero amor van de la mano.

Antonio Azuaga dijo...

¿Cómo, si no, podría explicarse el amor místico, o el de Petrarca, o el de tu Dante, o el del mismísimo Don Quijote…?