lunes, 17 de septiembre de 2007

Camino de perfección

(Para vosotros, en riguroso orden alfabético: David, Ester, Felipe, Inmaculada y Lola. Por quince días de dieciocho horas laborales)


El signo de identidad de nuestra especie es su inagotable capacidad de intervención. El hombre es un actor, un modificador nato. Nada escapa a esta acción transformadora: ni el medio físico dado, ni los entornos social o moral en que se halle.

Todo esto es sabido y repetido hasta el aburrimiento en las clases de filosofía en que naufragan nuestros bisoños escolares. “El hombre es hacedor de sí”, “la esencia del ser humano es su trabajo”, “su libertad es agente de su realidad”, etc., etc. ¿Qué aulas habrá en el mundo que no hayan vibrado con sentencias semejantes? Nadie, pues, ignora que somos la huella de nuestros quehaceres y que en ellos rastrean historiadores y antropólogos las sombras de la cultura.

Lo que no se dice, o se dice menos (¡muchísimo menos!), es que nuestro hacer no es un mero hacer esto o lo otro, sino un hacer de perfecciones. La grandeza del hombre se descubre en su insatisfacción, en su constante enojo con lo hecho o lo dado; con lo que simplemente es. Hay en él una especie de inquietud ontológica, un sello de divinidad que sacude su ánimo ante cualquier cosa que haga. Y así, lo que llega a ser por su acción, le parece siempre un precario y perfectible ser; anhela más, “ser más” (que era como interpretaba Nietzsche su voluntad de poder). Por eso, a lo que pasa, el hombre opone lo que debiera pasar; a lo que es, lo que debiera ser. Llegamos, un poco kantianamente, lo reconozco, a la incomodidad del ser humano frente a la realidad, a su angélico deseo de que ésta sea mejor.

No sé quién (mentira: lo sé, pero de su nombre no quiero acordarme) dijo hace años que “la perfección es fascista”. Ignoro si se refería a la perfección lograda, que es inalcanzable, o a la perfección perseguida, que, humanamente hablando, es inevitable. En cualquier caso, convirtió de un salivazo en fascistas a Dante, a Miguel Ángel, a Velázquez, a Beethoven… y a otras muchas referencias de la especie. Claro está que, políticamente al menos, decir tonterías de ese calado justifica la torpeza y la vagancia propias y hace parecer que quien las dice reflexiona (?).

Pero no pensaba, en este atardecer tibio de septiembre, en los grandes artistas de la historia; pensaba en la buena gente que adorna las horas de cada día, pensaba en cuantos se dejan el alma en la modesta tarea de apuntalar la posibilidad cotidiana de que el mundo funcione, pensaba en quienes no piensan nada más que en hacer lo que están haciendo lo mejor posible, lo más beneficioso posible, lo más perfecto posible; pensaba en unos cuantos compañeros con quienes he tenido la suerte de compartir esfuerzo y fatiga en los últimos días; pensaba en quienes me han hecho recordar que el camino de la virtud en el hombre es, y debe ser, siempre un camino de perfección.

Por ese deseo de dar más de lo que se recibe, de exprimir el zumo de lo real del fruto prohibido de lo imposible… ¡gracias, amigos!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias a ti Antonio. Tus palabras me reconfortan. ¡Misión cumplida!
Por cierto, es un placer volver a la pantalla negra de cada día.

Antonio Azuaga dijo...

Bienvenida, Inma, a estas "oscuridades".