miércoles, 19 de septiembre de 2007

Mortalidad del alma

No me gustan los teléfonos. No me refiero a su utilidad, a su condición de imprescindibles en este vivir desvivido por que deambulamos. No a su necesidad ni a su instrumental servidumbre. Me refiero a su impertinencia, a su calidad de visita no invitada y repentina que interrumpe un quehacer apremiante –o no apremiante, pero querido en su exclusividad: ese calambrazo inoportuno en el aire que puede hacer exclamar un ¡vaya por Dios!–.

Una parte de mi aversión al uso del teléfono procede del temor a invadir intimidades; pero, sobre todo, a su psicología del miedo, de la angustia, de la preocupación ante esa llamada que sigue repitiéndose en el espacio de una casa deshabitada. Me inquieta profundamente imaginarlo, suponer un sonido que se arrastra por alcobas vacías sin audiencia viable para un amor que quería decirse o una zozobra que buscaba negarse.

Porque lo que de verdad me horroriza de los teléfonos es su condición de puente tendido hacia una orilla que puede no ser orilla, que puede ser plataforma volcada sobre la nada, palabra que se queda en el sueño de los labios y en el borde del corazón, intención que sucumbe a la confusión del silencio.

Y es que las palabras que quisimos decir y no dijimos son la única causa conocida de mortalidad del alma.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo que ya no podemos imaginarnos es la vida sin ellos. Tienen algo de lo que dices, pero también de todo lo contrario.

Antonio Azuaga dijo...

Sin duda, Julio; pero uno, que peca de paranoia negativa, que anda siempre en vilo ante la vida, se suele poner nervioso cuando suenan… ¡Y cuando los hace sonar y no responden!
Vamos, que estoy un poco “p’allá”.