Son las nueve y veinte. Todavía el sol se aferra a las terrazas de los pisos más altos. Allá arriba, las diminutas ballestas de los vencejos ensartan el silencio del atardecer con las saetas de sus agudos chillidos. Debe de haber gente por ahí fuera porque también se oye el eco amortiguado de algunas palabras lejanas. Es hora de fin de semana, de esos fines de semana que –ya lo dije– empezaron a hastiarme hace no mucho. No es culpa de ellos, es declinación mía, conjugación del alma que anda ya por los pretéritos pluscuamperfectos de su particular subjuntivo. Es lo que tiene vivir, que, después de todo, no es nada más que un verbo.
Ayer pensé que La vía muerta cerraba con bastante sentido estos apuntes. Luego me pareció injusto que la idea de unos raíles sin después, donde sólo la luna se atrevía a dictar sus dolientes reflejos, fuese el último apeadero de esta Segunda estación. Me niego a que se queden en el andén esos viajeros que sueñan allende las lágrimas que no dicen a nadie. Aunque resulten cursis y anacrónicos, me niego. Así que los dejaré, en su vigilante espera, aguardando otro tren. Quizá, a mediados de agosto; tal vez, septiembre. No será, pues, un fin de trayecto; sólo, un transbordo con demora.
Gracias a quienes me leísteis. Perdón, si de nada os sirvió.
Ayer pensé que La vía muerta cerraba con bastante sentido estos apuntes. Luego me pareció injusto que la idea de unos raíles sin después, donde sólo la luna se atrevía a dictar sus dolientes reflejos, fuese el último apeadero de esta Segunda estación. Me niego a que se queden en el andén esos viajeros que sueñan allende las lágrimas que no dicen a nadie. Aunque resulten cursis y anacrónicos, me niego. Así que los dejaré, en su vigilante espera, aguardando otro tren. Quizá, a mediados de agosto; tal vez, septiembre. No será, pues, un fin de trayecto; sólo, un transbordo con demora.
Gracias a quienes me leísteis. Perdón, si de nada os sirvió.