viernes, 20 de julio de 2007

Transbordo con demora

Son las nueve y veinte. Todavía el sol se aferra a las terrazas de los pisos más altos. Allá arriba, las diminutas ballestas de los vencejos ensartan el silencio del atardecer con las saetas de sus agudos chillidos. Debe de haber gente por ahí fuera porque también se oye el eco amortiguado de algunas palabras lejanas. Es hora de fin de semana, de esos fines de semana que –ya lo dije– empezaron a hastiarme hace no mucho. No es culpa de ellos, es declinación mía, conjugación del alma que anda ya por los pretéritos pluscuamperfectos de su particular subjuntivo. Es lo que tiene vivir, que, después de todo, no es nada más que un verbo.

Ayer pensé que La vía muerta cerraba con bastante sentido estos apuntes. Luego me pareció injusto que la idea de unos raíles sin después, donde sólo la luna se atrevía a dictar sus dolientes reflejos, fuese el último apeadero de esta Segunda estación. Me niego a que se queden en el andén esos viajeros que sueñan allende las lágrimas que no dicen a nadie. Aunque resulten cursis y anacrónicos, me niego. Así que los dejaré, en su vigilante espera, aguardando otro tren. Quizá, a mediados de agosto; tal vez, septiembre. No será, pues, un fin de trayecto; sólo, un transbordo con demora.

Gracias a quienes me leísteis. Perdón, si de nada os sirvió.

jueves, 19 de julio de 2007

La vía muerta



En todos los andenes hay una vía muerta,
una vía herrumbrosa, vieja,
donde la noche escribe con paciencia
los heridos renglones de la luna llena.

En todos los andenes que el silencio empareja
con la tristeza
de llegar y no ver más que la tierra
de la desolación finalmente descubierta.

En todos los andenes hay viajeros que sueñan
–y no despiertan–
más allá de sus lágrimas secretas.

En todos los andenes de todas las esperas.


(marzo 1995)

miércoles, 18 de julio de 2007

Una fábula para variar

De niño no me gustaban las fábulas; de mayor, tampoco. Quizá por el delirio del calor, hoy voy a traicionarme. Escribiré una fábula, espero que no sea un plagio; si lo es, será cosa del inconsciente (como decía mi querido Antoine de Saint Flour): difícilmente se puede plagiar lo que, por no gustar, no se lee. En cualquier caso, necesito un animal, porque una fábula sin animal es como un beso sin bigote (¿o esto era como un huevo sin sal?). Escogeré alguno grande y listo: un elefante, por ejemplo.

Érase una vez un pueblo que explotaba a un rebaño de elefantes. Bestias de carga al cabo, pasaban largas jornadas trasportando pesados troncos a lo largo de un camino cuyo final desconocían. Alrededor, la selva como tentación inquietaba el corazón del más sabio de la manada. Soñaba a diario con la libertad, con un banquete interminable servido en las hojas más jugosas de sus innumerables árboles. Concibió un plan y, durante varias noches, fue desatando los nudos que aseguraban la empalizada que los retenía. Una madrugada de luna portentosa, pudo cumplir su sueño: empujó con la trompa las rejas de su servidumbre y corrió cuanto pudo entre las sombras plateadas de los árboles.

Falta otro animal para que el canon de la fábula sea ortodoxo. Pongamos que ese animal es un gato.

En su carrera, feliz y enloquecida, se encontró con un gato que quiso advertirle de un peligro inminente: la selva estaba rodeada de pantanos terribles que engullían a los incautos si por allí se aventuraban. Razonó el elefante que aquél era su reino, que él sabía muy bien lo que allí se cocía. Porfió el minino: si quería ser libre, debería seguir el camino más allá del poblado, allende su esclavitud abandonada, porque él sabía de bosques ciertamente bonancibles al final de la senda. Tan grande fue su insistencia que agotó la paciente enormidad de la bestia; balanceó su trompa a un lado y otro y, golpeando en la cabeza del impertinente encuentro, lo arrojó contra el tronco de una acacia.

Y el insignificante gato, que no tenía la inteligencia del elefante, ni la fuerza del elefante, ni la sabiduría del elefante, que sólo disponía de su pequeña ligereza, de su insignificante astucia, se quedó agonizando junto a un hormiguero, triste y vencido al comprobar que la verdad siempre sería más débil que la razón. Antes de expirar, aún pudo oír un barrito atronador y, luego, un doloroso silencio.

Moraleja: …

Bueno, esto es cosa vuestra.

martes, 17 de julio de 2007

Epicuro, Vattimo y los geranios

Nunca me gustó el epicureísmo. Y me refiero al epicureísmo real, a su pacata consideración del placer apacible, a su “jardín” de bucólicos amigos, a su no complicarse la existencia, a su tonto tetrafármacos con que creía ahuyentar los temores del hombre. Me parece un pensamiento de maceta, una moral de geranio que aguarda el goce de su regadera, la verde felicidad de la savia subiendo, de la savia bajando.

Me sucede lo mismo cada vez que oigo hablar de posmodernidad, de pensamiento débil, de Vattimo, de su nihilismo liviano, de su secularización acomodaticia de la ética cristiana, de los medios de comunicación y de la tecnología como semilla fecunda de diversidad y pluralidad… Uno se cansa de oír constantemente las mismas palabras, unas palabras que son como esos premios prometidos en panfletos de propaganda a los que puedes acceder rascando en cierto lugar con una moneda. Uno lo hace y no hay nada, nunca hay nada. Si el pensamiento empieza por reconocer su debilidad, no merece ser pensamiento. Hay otro de más enjundia, de más consistencia, de más vigor que tiene muchísimo más derecho a ser reconocido. Para proclamar la muerte de Dios, por lo menos, hay que tener agallas, hay que proponer algo, como Nietzsche (del que bebe con intelectual cobardía) por ejemplo, como Zaratustra. Lo indigno es cargarse al Autor y querer dilapidar su herencia en cuatro bobadas.

Para leer a gente que quiere pensar como un geranio, es preferible mirar a los geranios directamente, sin intermediarios.

lunes, 16 de julio de 2007

Verano del 94

(A Castanedo, que nos prestaba un refugio en los veranos, que aquel 94 le asaltó la leucemia, que unos meses después se marchó de nosotros)


Recuerdo aquella casa
perdida entre otras casas iguales y vacías,
los hogares sin gente,
los graníticos muros desolados,
los jardines de árboles inmensos,
los pájaros dormidos en las ramas.

Recuerdo aquel verano,
el último, quizá, capaz de detenerse,
de creerse prodigio atemporal,
cita de identidad y paz de la costumbre,
amor que no transcurre, sueño que detiene el alma.

Recuerdo aquellas tardes
que Dios acomodaba a nuestros ojos
adornando la sierra de crepúsculos.
Y recuerdo una ermita y una fuente,
y un pantano a lo lejos…
y un presagio de lágrimas.

Recuerdo que salíamos al mundo
bajo oscuros vencejos, sin palabras,
a espiar los ajenos jardines florecidos
que nadie amó jamás como nosotros
–olía hasta la luz a madreselvas
y los perros extraños nos ladraban–.

Alguien iba, entretanto, empaquetando
las prendas de vestir de la memoria,
rebuscando en cajones los olvidos,
guardando con cuidado en su maleta
las mudas del amor del alma…

Recuerdo que era hermoso y que era triste
aquel verano allí, aquel verano
que descubrió en la muerte su metáfora.


(abril 1995)

domingo, 15 de julio de 2007

Moral o psicología

Hay muchas razones por las que la Psicología actual no pasa de ser un cúmulo de falacias odiosas; pero, de todas ellas, la peor es su metodológica obsesión por convertir lo dispar en amorfia indiscernible del todo amorfo. La Psicología actual no es una ciencia, sino una oficina de reconversiones: si el siglo genera la víctima, ella la recompone en siglo; si falla la realidad y al hombre hace enfermo, viene ella y al hombre hace realidad; si falla el hombre, si el hombre es culpable, su culpa no es culpa, su culpa es una patología. Bastaría intensificar la moral para que tal psicología sobrara; pero la moral, dicen, está repleta de anacronismos y lastres innecesarios: la virtud se exhibe únicamente en tiendas de antigüedades. "Hagamos enfermos y luego curémoslos", tal es la consigna; lo demás son trasnochadas aspiraciones de puritanos poco recomendables.

“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, reclamaba Arquímedes; exigidle una virtud al hombre, veréis cambiar de rumbo a toda la humanidad.


(Consideraciones, 1997)

sábado, 14 de julio de 2007

La vida y el amor

La vida es conquista de intimidades, delimitación de mundos propios. Desde el momento en que irrumpe el primer insignificante microorganismo se alza una muralla entre dos reinos: uno interior y activo, otro pasivo y exterior. A partir de aquí, aparece el combate. “La guerra es padre de todas las cosas”, decía Heráclito. La vida es un belicoso empeño por mantener a salvo sus fronteras. Dicen los que de esto saben que vivir es empeñarse contra la entropía, estar en vilo siempre porque los niveles energéticos propios den la talla adecuada. A eso llaman metabolismo.

La vida es conquista de intimidades. Poco a poco va ampliando territorios. Empieza transformando la pasividad externa en actividad propia. Sigue después convirtiendo esa amorfia exterior en información eficaz. Culmina más tarde trastornando el rigor determinista del mundo ajeno en la afirmación divina de la voluntad. Y así llega el hombre, la libertad y la palabra, y esa generosidad congénita de admirar a su enemigo, de dar razón a su grandiosidad, de prestarle su intimidad para proporcionarle un sentido. Aunque, al cabo, su destino es trágico, aunque al final esa informe exterioridad la destruye, aunque después de todo viene la muerte. Pero la vida tiene un silente aliado porque, si ella es conquista de intimidades, el amor es su colonización.

Por eso el amor siempre nos salva.

viernes, 13 de julio de 2007

Los otros días


No volverán jamás los otros días,
aquéllos que vivimos,
quiero decir, que no
llegamos a vivir; quiero decir,
robados una tarde a los vencejos
a fuerza de soñar sueños más altos.

No volverán… Y mira que hemos hecho
por darles acomodo en la memoria,
por dibujar su luz en nuestros ojos,
por fingir sus crepúsculos dorados.

Allí, donde teníamos la empresa
amable de poder ganarlo todo:
la verdad, el amor,
la gloria, el entusiasmo,
el sueño compartido y el alma repartida,
el triunfo inevitable y el verso inigualado.

No volverán… por mucho que las horas
presionen sus minutos
hasta exprimir la nada,
el zumo de esa nada
de que ahora bebemos, la certeza
implacable de haberlos olvidado.

jueves, 12 de julio de 2007

Grandes citas con el hombre

Esta mañana, mientras desayunaba, leía las noticias o, por mejor decir, los titulares de las noticias más madrugadoras del día. Nada de particular porque, desgraciadamente, la barbarie, la injusticia, el cohecho, el estupro, la crueldad, no son acontecimientos destacables, sino vulgaridad habitual para una sensibilidad que cada vez tenemos más embotada.

En ocasiones, sin embargo, ocurre: sentimos un picotazo de extrañeza, un latigazo de curiosidad, un relámpago de asombro porque vemos algo que habla de otra cosa, que habla de un hecho extraordinario y admirable. Aunque no es primera plana de nada ni se refiere a decisión que conmueva la economía o seguridad mundiales. En ocasiones, unas cuantas líneas nos hablan de un hombre que pretende algo poco común, que es ejemplar en su suceso, que pone a la especie en el punto en que, seguramente, Dios quiso ponerla. Y así, hoy leía, entre la selva brutal de todas nuestras miserias, que un atleta “quería competir con todo el mundo”. Lo extraordinario estaba en la condición de aquél, un joven al que a los once meses tuvieron que amputar las dos piernas. Su nombre, Oscar Pistorius; su edad, veinte años; su gloria, haber pulverizado todas las marcas paralímpicas; su aspiración, competir con los corredores sin discapacidades (la Federación Internacional de Atletismo, pone reparos porque considera que las prótesis le dan “ventaja”); su grandeza, el sacrificio, el esfuerzo y la voluntad. Declino entrar en la polémica de si debe admitirse o no su solicitud y me quedo con el paradigma: la adversidad está para vencerla, no para “autocompadecerse”.

Hay otros casos como éste. Un viejo libro de psicología de cuando mis años mozos (hará dos o tres eternidades) llamaba sobrecompensación a eso de destacar en aquello que tilda nuestro daño. ¡Tontería de palabra! Prefiero fe, valor, arrojo, decisión, tenacidad, firmeza, entusiasmo, sacrificio… ¡voluntad! Prefiero voluntad por encima de todas: no suena a vocablo de probeta, sino a destino de humanidad.

Noticias así son grandes citas con el hombre. A mí, por lo menos, me reconcilian con la esperanza. Sobre todo si uno lee, además, palabras tan conmovedoras como éstas: un perdedor no es quien llega el último, sino aquél que se sienta y mira y nunca ha intentado correr. Las escribió su madre, fallecida antes de recoger la grandeza de su fruto, cuando Oscar sólo tenía un año.

Alguien, estoy seguro, se las dictó al oído.

miércoles, 11 de julio de 2007

Generaciones y conflictos o las “discapacidades” de la libertad

El mal llamado conflicto generacional no es, ciertamente, un conflicto con otras generaciones; en realidad, el conflicto se produce con el legado, no asumido, de la generación de uno mismo. Lo que no soportamos es ver la encarnación del propio fracaso, la insustancial –si no irrisoria– presencia de las majaderías con que nos hicimos. Nosotros elegimos el modelo, nosotros abrillantamos el espejo en que no nos queremos ver. La culpa no la tienen nunca los que vienen detrás (ya la tendrán en su momento, cuando, recogida la herencia, la inviertan en credulidad, la acomoden a su circunstancia y la exhiban como riqueza ante quienes han de sucederlos), sino los que estuvimos antes; es tan histórica como la felicidad, que siempre disfrazamos de pasado, con la diferencia de que de ésta tenemos conciencia pretérita y sobre la culpa corremos un tupido velo: no aceptamos que el error más grave corresponde a quien lo dicta, no a quien después lo reproduce.

Curioso animal el hombre: siempre enemistado consigo mismo, siempre creyéndolo estar con los demás. Seguimos sin saber ser libres, seguimos siendo cojitrancos en la responsabilidad.

(Consideraciones, 1997)

martes, 10 de julio de 2007

Ósmosis del alma

El fenómeno de la ósmosis, tan sabido de físicos y químicos, es negligentemente desconocido por los psicólogos; no sé si como consecuencia de su ignorancia de las leyes de la naturaleza o de la propia distorsión de su conocimiento; el caso es que no he encontrado nunca la más mínima referencia a aquél en ninguna de sus palabras. Y, sin embargo, existe; no sólo existe, sino que es fundamental para la salud de la mente y sociedad humanas.

Hay almas anegadas de verdad, de bien, de sabiduría, y circunstancias con una altísima concentración de todo cuanto suena a sinrazón o repica mezquindad. Hay un flujo constante e irrefrenable, un espontáneo arrancarse de ellas mismas, para empapar la falacia, el mal o la estupidez. Hay una ósmosis directa de esas almas a través de la membrana de la vida que quiere amortiguar la indecible saturación de miseria moral del mundo. Sin embargo, no se habla de ellas; sin embargo, no se las busca (yo creo que el farol de Diógenes fue uno de esos raros intentos de encontrarlas). Si por azar se hallan, se las ningunea o se las ridiculiza; incluso, algo peor, si el autor del descubrimiento es un psicólogo, lo que intenta es “reconvertirlas” en instrumento eficaz de sus opuestos.

Es un "santo" tiempo éste, o quizá todos los tiempos han competido siempre en tan perversa santidad. Por desgracia estoy convencido de que la mayor cantidad de excelencia humana se ha perdido en la Historia, como una esfera semipermeable de agua dulce sumergida en el mar.

En lo que a mí concierne, llevo toda la vida buscando esas almas. Y algunas he encontrado; yo no he podido hacer nada por ellas; ellas, en cambio, lo han hecho todo por mí.

lunes, 9 de julio de 2007

Vieja fotografía de una calle

Era un poema, creo que del 2001. Lo iba a “colgar” como tal porque ando mal de tiempo, aunque el ritmo, premeditada y excesivamente amortiguado, no me gustaba. Así que he borrado las pausas versales para darle cuerpo de prosa, más acorde, tal vez, con lo que dice. Si fuera profesor de Literatura, lo podría poner como ejercicio de métrica: “Muchachos, el texto siguiente es una composición en endecasílabos blancos, pero he borrado su escritura en verso. Deberéis escribirlo, después de contar las sílabas, en su forma originaria. Os advierto que hay encabalgamientos muy bruscos.” Pero no lo soy; aunque, ya que estamos en tiempo de plurales ocios, lo dejaré como un simple pasatiempo: si os aburre el texto (que no me extrañaría), podéis matar el rato colocándolo en la ordenación que tuvo. No es una “sopa de letras”, pero podría distraer.


Estuvo allí. Era un día de sol turbio y brumoso. Tal vez fuera a mediados de noviembre, creo advertirlo ahora que he descubierto dos acacias nudas de otoño ya avanzado, casi invierno. Todo es de un gris plural y melancólico: gris brillante la chapa de los coches; gris oscuro las faldas, las chaquetas, los abrigos, algún que otro sombrero; gris claro los algo confusos rostros; gris violáceo el horizonte, acaso crepuscular... Estuvo allí aquel día –de noviembre tal vez–; llevaba un bolso negro –gris derrotado por sí mismo–, zapatos de tacón y falda estrecha. Su juventud tentaba la mirada de un hombre que cruzaba imprevisible.

Era una calle de adoquines viejos en un día de sol turbio y brumoso –ha vuelto el tiempo a rodear la nada con el dulce subterfugio del recuerdo–.

Estuvo allí. Pasaba mientras alguien ajustaba una lente y un resorte le robaba ocasiones al olvido.

No volverá, ninguno volveremos, a esas calles que duermen en los álbumes bajo el brillo grisáceo de un suceso inviable. Ninguno volveremos, ni ella ni yo; ninguno…

¡Viejas fotos, sin mirada posible, que nos duelen, que nos lloran, que el tiempo acaba por llenar de nadie!

domingo, 8 de julio de 2007

Un caballo y una espada

Quisiera disponer de un caballo y una espada. No se trata de esnobismo ni de exótico antojo, sino de una carencia existencial, culturalmente existencial. Me ha tocado en suerte una Edad que no es mía, un siglo que repugno y una Historia que sólo tangencialmente lame la sangre de unas nobles heridas que no tengo. Vivo un tiempo ruin y babosamente confortable que ha vuelto a crucificar a Dios en un par de ideológicos maderos, dolosamente libertarios. No hay centinela ya, ni imaginaria, ni vigilia dignas. Todo es festivamente jocoso y degradado: los niños no juegan, no sueñan los jóvenes, los viejos no piensan... El solo poder que se anhela es el triste poder de poder no hacer nada.

Necesito un caballo y una espada: no sé dónde, pero aún el Santo Grial me está aguardando.

(Consideraciones, 1997)

sábado, 7 de julio de 2007

Derrota y fracaso

Hubo un tiempo en que el vencedor se oponía al vencido, el victorioso al derrotado. Era un tiempo heroico, de grandes ejemplares humanos. Luego, la mediocridad eclipsó la Historia y aparecieron los "buenos" predicadores de la nueva axiología. De pronto, se enarboló el postulado de la terrenalidad gozosa. Unos creyeron que la grandeza era posible sin el paradigma, otros se limitaron a ser eficaces; unos demolieron, otros funcionaron. Los vencedores fueron sustituidos por los triunfadores y los vencidos por los fracasados: se trataba de arrancar a las palabras cualquier connotación de viril o guerrero esfuerzo.

Esta semántica e insignificante oposición dice, sin embargo, mucho sobre la crueldad de nuestra era: mientras el vencido, el derrotado, sin tener ya nada, aún es dueño de su dignidad, el fracasado es basura existencial. A Don Quijote le derrotó un mezquino bachiller, pero no le hizo fracasar nadie. Que nosotros hayamos sido capaces de sustituir un concepto por otro muestra lo poco que da de sí nuestra supuesta cultura, descubre el profundo cinismo de su moral.

Pero todo es coherente. A fin de cuentas, un fracasado crea puestos de trabajo: consultas, terapias psicológicas y fármacos variopintos. A un derrotado le basta el abrazo de un amigo.

(Consideraciones, 1997)

viernes, 6 de julio de 2007

Días de julio

Tengo malos recuerdos de estos días; mala memoria de allá, cuando era joven y se me murió un amigo el día en que el hombre pisaba la Luna. Puede que por eso haya puesto a este mes de cara a la pared y quiera siempre que se pase muy deprisa. Se me hace antipático su rigor, se me hace insufrible su crueldad.

Pero no es sólo el alma la que en julio se queja, es todo lo demás. Es el ojo y es la piel, es la vista del cielo y el roce de la tarde: cálido, asfixiante, seco, amarilleando planicies que pesan en la mirada, decolorando azules que apesadumbran el horizonte. Nada más triste que esos días tórridos de grises diluidos, esos días en que la temperatura se hace casi grávida y el cielo uniformemente pálido y vulgar, esos días de calima y bochorno, de hipérbole de estío, de naturaleza petrificada; esos días en que las tres de la tarde suenan a chicharra enloquecida, oculta entre las ramas de todos los árboles. Tienen el fuego, el ardor, casi el fantasma de la Niña Chole, pero les falta el colorido. Son como una pasión que extralimita sus años, que revienta una edad que no le corresponde. Los amantes de Verona nos seducen por el color de su juventud; fuera de ésta, toda fogosidad es fatigosa, es agobiante, es antiestética.

Los días de julio arden. Los días de julio arrasan la belleza.

jueves, 5 de julio de 2007

Racionalidad y Absoluto

La racionalidad es un artificio proyectado sobre el mundo si por racionalidad entendemos la estructuración coherente, lógica e indepen­diente de los acontecimientos. En sí, todo es caprichoso, arbitrario y, fundamen­talmente, injusto. Creemos en la razón como creemos en los dioses, creemos en la ciencia como creemos en los hombres: la realidad es un acto de la voluntad. La inteligencia humana se limita a traducir en diferentes símbolos la veleidosa irrupción de las circunstancias; es pura hermenéuti­ca, pura interpretación, y no podemos olvidar que "interpretar" procede en último término del latín interpres, esto es, intermediario: la inteligencia es simple mediación. Un hechicero es un "cuentacuentos" tan respetable como un filósofo, tan válido como un científico.

Borrad del mundo la conjetura de un proyecto, negad el Absoluto, y no tendréis más remedio que concluir esto.

(Consideraciones, 1997)

miércoles, 4 de julio de 2007

Amor y malquerer

(Hoy, al hilo de tu blog, amigo Julio, y sin llegar, por supuesto, al polvo de las botas de Figueroa, recojo de un febrero delirante estos… ¿versos?)


Me haces arrepentirme de mí mismo.

Amar es despreciar cuanto no trata
de sí o de su delirio, es ignorarse
en todo y desde todo, es arruinar
la comunión del alma con los otros;
saberse secuestrado y no querer
abandonar la condición del rapto;
dejarse no vivir o desvivirse
por un día ganar una mirada.

Me haces arrepentirme de advertir
el horror de los días y las horas
–las crónicas del hombre y sus espantos–
sin que pueda pensar en otra cosa
que no sean tus ojos o tu risa.

Me haces arrepentirme de creer
que sólo importa mi dolor, que todo
lo que no soy no es más que un espectáculo,
mera decoración humana, simple
escenario sombrío de la Historia.

Me haces arrepentirme y malquererme,
malentenderme, mal-justificarme;
me haces arquero de una presa única,
palabra para un único silencio,
locura, solipsismo consumado…

Y, sin embargo, no hay mayor grandeza
por tanto amar que malquererme tanto.

(febrero 2007)

martes, 3 de julio de 2007

La ley fundamental

La entropía, esa palabra que ingenió la ciencia para designar al diablo, es la ley fundamental: sólo ella toma verdadera posesión de todo, sólo ella impone el trágico destino de la nada a la desesperada oposición de fuerzas con que el universo de los físicos quiere mantenerse en el ser. La vida, sin embargo, precisa del desequilibrio aparente, de la tensión del arco heraclitiano. Donde no hay fuerzas en litigio, sistemas energéticos en recíproco mercado, sólo queda la silueta estéril de la muerte. Por eso la vida es, radical aunque afortunadamente, una injusticia: la justicia es la entropía, la igualación de todos los sistemas. Una sociedad sin fuerzas, sin tensiones por doquier, es una sociedad entrópica, un espectro melancólico, una nada.

La misma ecuación se puede aplicar a cada uno de los seres humanos.


(Consideraciones, 1997)

lunes, 2 de julio de 2007

Nocturno


Sé que otra luz acampa en otro valle
y reviste otros montes, y solaza
otras tierras en días luminosos.

Sé que otra luz ahoga la distancia
que divide las cosas de sí mismas
mientras los sueños señorean mapas
que sus lindes acercan. Anochece
humanamente la ciudad humana.

Y este mundo, que ya no es este mundo,
que es polvo, que es arena invertebrada,
que es cáliz de silencio, duna informe,
sabe otra luz que en otro valle acampa.


(julio 2007)