viernes, 31 de agosto de 2007

Anestesia total


Desperté de morir y Dios tenía
una vez más razón: la muerte es poco
enemigo si sólo lo que toco
en nada vuelve, es pura nadería.

Peor, desvanecerse con el día
la esperanza, o no amar, o no estar loco
de tanto haber amado –Dios tampoco
me distrajo la luz que me tenía–.

Peor, la oscuridad, humanamente,
del alma que no quiso desvivirse
por despertar un sueño derrotado.

Desperté de morir y había gente,
y había un día que quería abrirse,
y había un Dios, mirándome, a mi lado.


(jun. 1999-sept. 2007)

jueves, 30 de agosto de 2007

La vida en vilo

No recuerdo exactamente en qué momento ocurrió, los daños colaterales de la edad se descubren de pronto, pero tienen una gestación larga y difusa; son como el emborronamiento paulatino de la claridad de un atardecer en que, de repente, descubres que los gatos se han vuelto inevitablemente pardos. No me refiero, sin embargo, a esas trasformaciones físicas que, poco a poco, van convirtiendo en una caricatura dolorosa nuestras presunciones de antaño; de lo que hablo es del aumento gradual de la conciencia (debiera decir “consciencia”), un correlato inevitable del “haber vivido” que nos hacer ver lo que no veíamos, pensar lo que no pensábamos, temer lo que jamás temimos.

Los años dorados son dorados porque la vida, biológicamente hablando, es más acción que pensamiento, más instinto que reflexión. De jóvenes, por contemplativos que hayamos creído ser, actuamos más que pensamos, reaccionamos más que deducimos. Ese dinamismo, más animal (dicho aquí sin intención peyorativa) sin duda, es por fuerza optimista: los impulsos no se saben rodeados de conclusiones adversas, se dan como tal y siempre ven su objeto como favorable. La adversidad, por lo general, se combate más eficazmente a los veinte años que a los cincuenta. Biográficamente hablando, sin embargo, la vida acumula la adversidad como advertencia, el dolor como aviso, la tristeza como precaución; y se descubre entonces un decir constante de los hechos que amenaza a quienes queremos y, sin embargo, no podemos convencer de nada.

Decía Kierkegaard que la angustia es la conciencia de la posibilidad –bueno, más o menos, que otro daño colateral de la edad es el extrañamiento de la memoria–. Si la ecuación es correcta, si a más años más conciencia, el panorama es desalentador, y el horizonte angustioso, inevitable.

Vivir, a partir de cierta edad, es un vivir en vilo, un vivir que piensa más que actúa, que reflexiona más que reacciona. Un vivir que es un constante e inútil desvivirse.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Creencia, credulidad y... Puerta del Sol

Siempre me ha parecido que la Puerta del Sol era un rincón de popular holgazanería. Que no se moleste nadie: no quiero decir que quienes por allí circulan sean vagos que huelgan displicentes. No se trata de un juicio moral, ni siquiera intelectual. Es un juicio perceptivo, algo que me entra por los ojos. Los transeúntes, incluso los que caminan acelerados, me han parecido siempre no ir a ninguna parte ni proceder de ninguna, como si la plaza fuese un pequeño teatro lleno de figurantes que deambulan, se detienen un momento, piden limosna, se citan en el Kilómetro Cero, miran al oso, hacen fotografías, reparten propaganda… Pero todo es mera ambientación del drama que se desarrolla siempre más allá…

Esta mañana he cruzado la Puerta del Sol, pero en plan "holgazán real", es decir, como simple espectador. Un figurante, muy en su papel, me ha entregado una octavilla con un texto inquietante:
“Profesor XX. Astrólogo africano de confianza. Venido del centro más importante de Astrología Africana. Espiritualista y científico, con conocimientos y poderes, ayuda a resolver problemas difíciles o graves en menos de 48 horas con eficacia y garantía…”

El Profesor XX es un grano de modesta arena. Puestos a resolver problemas, los hay con togas de purpurina o variopintos adornos que salen en la televisión, en Internet y en el teléfono; que se codean con “famosos” y asisten a debates; que leen los astros, las cartas, los posos de la manzanilla (¿o es el café?) y las entrañas de la mosca tsétsé si se tercia. Pero también hay sectas, y asociaciones esotéricas, y prácticas vudú… Todo esto servido en Estados laicos de sociedades desarrolladas y mentalidad progresista cuyos cimientos se pusieron hace “sólo” cuatrocientos años…

Nuestro Feijoo, allá por el “siglo iluminado”, escribía hablando sobre la superstición: ... ¿Pero quién es culpado en este error? ¿El vulgo mismo? No por cierto; sino los que teniendo obligación a desengañar el vulgo, no sólo le dejan en su vana aprehensión, mas tal vez son autores del engaño… ¿Seguirá teniendo razón Fray Benito? ¿Y quiénes serán los “autores” que declinan su “obligación a desengañar”? ¿Y qué interés tendrán en ello?

Lo que me parece indudable es que en nuestra cínica actualidad la creencia se desprestigia y la credulidad se consiente (¿o se fomenta?) Porque lo malo, hoy por hoy, es confesarse creyente. Un creyente es un idiota; un visitante de hechiceros, sin embargo, es un ciudadano ejerciendo su libertad de opinión o los principios de su cultura. ¡Cuánta tontería!

Desde que el hombre dejó de creer en Dios, cree en cualquier cosa, dicen que dijo Chesterton, lo que desvela la necesidad de la creencia para el hombre y la infinita sandez de abandonar su grandioso objeto para depositarlo en “cualquier cosa”. Y Gustavo Bueno, que es un “ateo católico”, afirma en “El mito de la felicidad”: la filosofía de la felicidad es una cáscara vacía cuando la felicidad se ha separado de los contenidos metafísicos (destino del hombre, universalidad teológica o cósmica) que le dieron origen.

Desde luego, el drama se desarrolla bastante más allá de la Puerta del Sol.

martes, 28 de agosto de 2007

La especie y el género

Algunos hombres –como yo, por ejemplo– sólo quieren vivir en las palabras. ¡Qué insensatez! ¿Para qué diablos sirve vivir en unos signos que no viven, que carecen de hormonas y afecciones, que tienen un futuro sólo algo más largo que ese conglomerado de células y química que nos pone de pie cada mañana? Estos hombres, además de insensatos, contravienen principios fundamentales de la religión y de la filosofía. Paradójicamente, parecen ir en contra de ese axioma que espera que un logos primigenio halle vías para alzarse en un ser vivo del que pueda decirse que es racional, que es palabra viva; o adoptan una herética postura que no quiere que el verbo se haga carne, sino, todo lo contrario, que la carne se haga verbo.

Sin embargo, no hacemos otra cosa que leer y escribir; y cuando no, sencillamente nos embrutecemos. Los gorilas y los orangutanes tienen esa cara tan triste, no porque sean tontos, sino porque no tienen palabras. Verdad es que los babuinos no tienen en su rostro trazos de melancolía, pero eso es porque evolutivamente están un poco más lejos: son primates, sí, pero no de nuestra familia. Por eso me preocupan, a veces, las bulliciosas manifestaciones de algunos adolescentes de nuestros días, sus empujones, sus gritos desaforados, sus orines (¿territoriales?) en cualquier parte...

Yo creo que los hemos desnortado, que los hemos arrojado al silencio, al vacío del verbo; que les hemos robado la especie a costa de mimar el género. Por eso andan por ahí, pintarrajeando paredes con signos inviables, porque les tira la sangre, porque, en el fondo, los hombres sólo vivimos en las palabras.

¿Y quién tendrá la culpa de todo esto?

lunes, 27 de agosto de 2007

Estado y sociedad

Sería una vulgaridad –sobre todo después del asalto de Almodóvar– que, no obstante mi afición al tango y al lunfardo, retomara estos apuntes diciendo algo así como “yo adivino el parpadeo / de las luces que…”, etc. Por más que sea cierto que vuelvo, que volvemos, con la frente algo más marchita y la contumaz evidencia de que veinte, treinta, cuarenta incluso (¡qué barbaridad!), años no son nada. No hace tanto, por supuesto, que me despedí; pero sí que practico esa humana gimnasia de fortalecer la edad de manera inconsciente y, absolutamente, involuntaria.

Guardo aún en los ojos memoria de bellezas de estos días pasados, rincones y paisajes de valles pirenaicos, modestas y hermosísimas iglesias que ensanchan la pedagogía de la espiritualidad a pesar de su corporeidad compacta. Sueño aún con “la Vall de Boí”, con “Sant Joan”, con “Sant Climent”, con las dalias de Taüll, con la “Nativitat” de Durro, con “Sant Feliu”, con las calles de Barruera, con "Vielha", con Benasque, con gente, con buena gente, que te hace pensar qué diablos tendrán en común, hoy en día, la sociedad y el estado, las personas que te sonríen y los políticos que las representan.

Así que vuelvo, sí, para recordar; para recordarme, una vez más –a pesar de haber pensado años ha cosa distinta–, que la Historia la hacen –¡y la sufren!– quienes nunca saldrán en los libros de Historia.