Si me muriera de repente
no dejaría de cantar.
Pablo Neruda
Se exprimió el zumo del alma hasta el silencio, hasta que sólo quedó la pulpa seca del silencio entre las rendijas del exprime-almas. Y se lloró la muerte como es debido; aunque él pensara que no era eso lo debido, que llorar por uno mismo no está bien, que el narcisismo tanático no es nada elegante, que queda bastante tonto eso de lagrimear y decirse entre pucheros: “qué pena me doy, ¡con lo buen chico que era!...”
Así que abrió el cubo de la basura y sacudió el exprimidor. El silencio volvió al silencio, como Dios manda, sin corte de plañideras ni flores arrancadas, sin vocingleros lamentos ni escenarios de tristeza. La porción de tierra se hizo tierra, al igual que el ascua breve de los otros elementos. Y la tierra se desmembró en silicatos, y los silicatos en calcio, en magnesio, en silicio... Después ocurrieron cosas raras porque fueron extraviándose los electrones de sus antónimos. Entonces el silencio se hizo hidrógeno, y el hidrógeno partícula solitaria, y la partícula solitaria quark…
Y el quark se transformó en palabra.
Cuando dejó en el contenedor las bolsas de basura, pensó –cosa extrañísima porque se había muerto– que la pulpa seca del silencio era la undécima categoría del ser.
Aristóteles anduvo distraído en este caso.