viernes, 1 de febrero de 2008

Una visita innecesaria

Me han dado un susto de muerte. Estaba yo fumando un cigarrillo y de espaldas a la puerta, absorto en la molestia que, desde hace algún tiempo, me causo a mí mismo ('Heautontimorumenos', como me definió mi amigo Julio), esa fatiga de andar recorriendo el laboratorio de química orgánica en que estoy encerrado, y he oído un ruido, algo así como una palabra que se queda en la intención de serlo. He girado sobre el sillón y… Casi me caigo. Estaban allí. Los tres, netos y serios; bueno, sólo dos netos y serios porque el gato, ya sabemos, que tiene una ontología difusa que no deja ver claramente si sonríe o no sonríe, si está o ha dejado de estar vivo de una vez. Cosa curiosa es que mostraba una inadecuada actividad: se subía a la mesa, se lamía la pata delantera derecha, saltaba al suelo, curioseaba los libros de la balda inferior… Sin embargo, Hyde –ese que me presté de Stevenson– y el caballero ­–el inactual, el que robé a Azorín para llorar seguidillas una noche de sábado– me miraban con la quietud de los museos de cera.

Casi me caigo. No sabía qué decir ni si debía o no ser amable; o protestar simplemente por su inoportuna visita. Me he decantado por la cortesía: yo no soy Unamuno ni ellos Augusto Pérez. Ni soy su dios, ni son mi obra; sólo, un préstamo y un hurto. El gato me da lo mismo porque es prenda de experimento, y estoy seguro de que a Schrödinger le es indiferente cómo le trate. Los he invitado a sentarse, les he ofrecido una copa, un cigarro… He preguntado por Jeckyll a uno y por el enteco hijo de Monóvar al otro… ¡Nada! Han seguido de pie, netos y serios, mirándome con la frialdad de las estatuas de cera mientras el gato se acariciaba con mis pantalones…

Ya está bien de tonterías: no ha habido visita de nadie ni susto de nada. Ni entiendo a santo de qué viene tanto circunloquio. Si lo que quiero decir es que estoy harto de mí porque llevo la enfermedad de la contradicción en el alma; o que soy un embustero existencial; o que me gustaría ser esa especie de Marqués de Bradomín, que es el caballero inactual que amanece en las tabernas y escribe bajo las farolas sus inconfesables melancolías; o que desearía flirtear con el ser desde la indecisa vocación de un gato vitalmente ambiguo… Si eso es lo que quiero decir, no sé por qué no lo hago, simplemente, y me dejó de tantas zarandajas. Eso y un par de cosas más que he sido incapaz de arrancarme en doscientas setenta y una entradas y casi un año de masoquismo pseudoliterario.

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