Debo reconocer que, a pesar de la edad, sigo siendo bastante tolerante con la idea del suicidio amoroso. Amor y muerte gozan de una exhaustiva documentación literaria que convierte a la una en solución del otro cuando el conflicto insoluble estalla entre los amantes, o entre el amante y quien no está dispuesta a serlo. Es más, ampliaré lo de tolerante al grado de espléndido si de lo que se trata es de ofrecer una alternativa a esos despechados animales (y no quisiera ofender a los animales) que llenan las crónicas de sangre de mujeres cuyo único delito fue decirles “no”. Si esta basura humana optara por su modesto suicidio, se dignificaría su condición de amantes de verdad, y evitarían las salpicaduras de su miseria a quienes tenemos la desgracia de compartir con ellos ese cromosoma, un tanto amorfo, llamado “y”. Y es que por culpa de estos verdugos de la obra más acabada de la naturaleza, el resto de los hombres cargamos nuestras alforjas con un rosario de sospechas y perversiones: crueldad, falta de ternura, violencia, insensibilidad, tosquedad, egoísmo, brutalidad…
No culpemos, por favor, a nuestro canijo cromosoma y recordemos a Petrarca, o a Dante, o a Garcilaso, o a Quevedo, o a Larra, o a Pavese… Todos ellos hombres; todos ellos expertos en el mal de amor; todos ellos con las manos limpias.