miércoles, 28 de febrero de 2007

El cromosoma inocente

Tendría yo unos diecisiete años la primera vez que me planteé, con más o menos rigor, la idea del suicidio para resolver unos asuntillos amorosos que no llegaban a respirar por donde yo quería. Naturalmente, tanto aquél como éstos tenían una arquitectura más literaria que real, y deleitaban a la, entonces por lo menos, melancólica imaginación juvenil cuando elucubraba lo que lloraría ella al descubrir mi renuncia a la vida por su no correspondido amor. Todo muy de libro, muy de artículo de Larra -¡Aquí yace la esperanza!-, muy de tiempos en que se soñaba más que se vivía.

Debo reconocer que, a pesar de la edad, sigo siendo bastante tolerante con la idea del suicidio amoroso. Amor y muerte gozan de una exhaustiva documentación literaria que convierte a la una en solución del otro cuando el conflicto insoluble estalla entre los amantes, o entre el amante y quien no está dispuesta a serlo. Es más, ampliaré lo de tolerante al grado de espléndido si de lo que se trata es de ofrecer una alternativa a esos despechados animales (y no quisiera ofender a los animales) que llenan las crónicas de sangre de mujeres cuyo único delito fue decirles “no”. Si esta basura humana optara por su modesto suicidio, se dignificaría su condición de amantes de verdad, y evitarían las salpicaduras de su miseria a quienes tenemos la desgracia de compartir con ellos ese cromosoma, un tanto amorfo, llamado “y”. Y es que por culpa de estos verdugos de la obra más acabada de la naturaleza, el resto de los hombres cargamos nuestras alforjas con un rosario de sospechas y perversiones: crueldad, falta de ternura, violencia, insensibilidad, tosquedad, egoísmo, brutalidad…

No culpemos, por favor, a nuestro canijo cromosoma y recordemos a Petrarca, o a Dante, o a Garcilaso, o a Quevedo, o a Larra, o a Pavese… Todos ellos hombres; todos ellos expertos en el mal de amor; todos ellos con las manos limpias.

martes, 27 de febrero de 2007

Siempre Don Quijote

Hoy he vuelto a casa con el atardecer en la cruz del parabrisas, todo el camino, por frente a los cansados ojos del fin de jornada. La verdad es que no me importaba el dolor de los reflejos: la serenidad de la luz de la tarde era compensación más que suficiente. Además, todo exige un tributo, todo tiene un contrapunto amargo. La vida fácil, a que se nos quiere acostumbrar, ni es vida, ni es fácil; y las más de las veces se convierte en puro desatino que engorda consultas y otras sacristías de nuestro tiempo. Unas pequeñas gotas de estoicismo, antes de cada comida, nos vendrían muy bien a todos.

El “síndrome del ombliguismo” causa estragos. Una cosa es que pensemos y defendamos, con uñas y dientes, la imprescindibilidad de todos y cada uno de los seres humanos, y otra muy distinta que nos creamos “ombligo del mundo”, eje incontestable de rotación de las grandezas y miserias del planeta. Ni nuestros pequeños triunfos, ni nuestras cotidianas derrotas darán jamás un tinte más o menos bello a la luz del atardecer. No cabe duda de que cada uno de nosotros la matizará según sus penas o alegrías, pero no debemos olvidar que cada uno de nosotros no es más que cada uno de todos los demás. O seremos víctimas del síndrome.

Me gusta pensar en Don Quijote cuando las cosas de la vida derrapan en las curvas del alma. Y me gusta, porque Don Quijote, ese pobre loco, es un derrotado grandiosamente victorioso (repito: derrotado, nunca fracasado; las palabras importan, y mucho) que convierte cada adversidad en el sueño de una nueva gloria.

¡Ojalá, nos pareciéramos a él!

lunes, 26 de febrero de 2007

La pérdida

A diario perdemos muchas cosas: perdemos las llaves, perdemos un bolígrafo, perdemos un número de teléfono anotado en un paquete de tabaco… También perdemos el apetito, y la vista, y el oído, y los nervios… Claro es que hay pérdidas de mayor calado que no se refieren a objetos ni a pasiones o estados de nuestro organismo; se refieren a eso que Ortega, nuestro Ortega, llamaba quehacer: la vida. Así, se pierde una batalla, o se pierde el amor, o una amistad, o una oportunidad extraordinaria, o un deseo larga e inútilmente perseguido… Entre esta última clase de pérdidas existe una de perfil particular y especialmente peligrosa porque suele pasarnos desapercibida: la pérdida del tiempo.

Cuando hablamos de perder el tiempo, solemos pensar en un estado de holganza innecesario de precaria o nula productividad. Pero eso no es perder el tiempo, eso es distraerlo, hipnotizarlo, secuestrar su hacendosa compañía y derramarla por nuestra vida con absoluta displicencia. Yo digo “perder” en su sentido aquí puro de no saber dónde lo hemos dejado. Ese tiempo que, alguna vez, se puso a nuestro alcance; que marcó nuestro reloj, después y antes de otros tiempos que no extraviamos; que se quedó, sin sucesos ni emociones, encima del escritorio o en el portal de una calle cuyo nombre nunca podremos descifrar. Ese tiempo que no ha tenido tiempo en nuestra vida y se fue de vacío, no porque lo distrajésemos con indiferente ociosidad sino, simplemente, porque lo perdimos.

Lo peor de todo es que este tiempo perdido (que no es el de Proust, ni mucho menos) sólo podría encontrarse a costa de perder los otros, esos que discurrieron antes y después y que siguen en las maletas de nuestra alma.

Entenderéis ahora por qué es tan necesario un vendedor de recuerdos irreales.

domingo, 25 de febrero de 2007

La didáctica de los almendros

Esta mañana he visto almendros florecidos, primeras señales de lo que en breve será inminente. Cumplido el ciclo, todo parece querer empezar de nuevo. No tiene inconveniente la Naturaleza en volver a ser quien fuera hace un año. Los clásicos del pensamiento, magnetizados por el ejemplo, lo convirtieron en arquetipo de la Historia: el eterno retorno de lo mismo como paradigma de afianzamiento del ser en el Ser. No tuvieron complejos en aceptarlo ni carecieron del valor de proclamarlo. Qué duda cabe que, si todo ha de repetirse, la asunción del destino propio es una cuestión de grandeza, un plato que sólo puede digerir el héroe. Siglos después, Nietzsche invitará al superhombre a ese banquete de privilegiados.

Yo no creo en el destino, pero debo reconocer que el modelo me subyuga; sobre todo si lo pongo al lado de este otro modelo de “crisis de originalidad” que venimos padeciendo en tantos órdenes de la vida desde principios del siglo anterior. Hemos pasado de la sensatez de considerar que lo nuevo, si es mejor, debe sustituir a lo viejo; a la imbecilidad de proclamar que lo nuevo, por el mero hecho de serlo, es mejor. Es una falacia como otra cualquiera, pero se ha instalado con tal virulencia entre nosotros que resulta prácticamente imposible, no ya erradicarla, sino criticarla sin convertirse en blanco de las más crueles descalificaciones. El adjetivo innovador transforma en oro, como nuevo rey Midas, cuanto califica; goza de indiscutible patente de corso para llenar el mundo de tonterías que se creen ocurrentes.

Los almendros que he visto esta mañana tenían sus flores maravillosamente blancas, como siempre; tenían la humildad de rendirse a la belleza cíclica de la Naturaleza.

¡Qué lección!

sábado, 24 de febrero de 2007

Sombras y ficciones

Me duelen los ojos. No es una metáfora ni un pretexto para justificar este principio: es un hecho. Creo que paso demasiadas horas mirando y velando a través de estas 19 pulgadas. Y ¿qué se puede velar o mirar desde un vulgar monitor? Todo… o nada; según. Tanto da esperar palabras que silencios; tanto, verdades como desengaños; tanto, sucesos o ensoñaciones. Después de todo, tampoco estoy seguro de que lo que ocurra detrás de mi ventana -la otra, la “de verdad”, la que da a un jardín donde a veces hay mirlos y, a veces, gente escandalosa- sea enteramente real. Siento las mismas incertidumbres que Descartes ante las bufonadas de su genio maligno y que Platón frente a la aburrida pared de su caverna.

Puestos a creer en algo, diría que no me creo nada… o que, quizá, creo en todo. Cuando me siento ante este retablo de maravillas, siempre pienso que hay alguien del otro lado. Y eso es suficiente para que los momentos de la melancolía resulten más llevaderos. Ignoro si ese “alguien” existe o me lo he inventado, pero tampoco importa mucho. Tal vez la vida no sea más que la ficción permanente de un entorno de irreales posibilidades a las que hablamos, creemos, amamos, tememos… soñamos.

No sé si quedarme con Calderón o con Descartes, con Matrix o con Platón; en cualquier caso, si hay alguien ahí, al otro lado, que sepa que yo también soy una mentira o una bufonada que quiere ser verdad e inventa su consuelo.

viernes, 23 de febrero de 2007

Mañana es fiesta (otra vez)

Uno de los síntomas que nos permite diagnosticar hasta qué punto hemos envejecido está en la frecuencia de sorprendernos hablando con gente que amamos y no está ya con nosotros.

Es verdad que la vida del hombre, incluso para los que como yo padecen una recalcitrante misantropía, es una sorprendente conjunción con otros que la sostienen, la elevan, la proyectan y dan significado. La vida, que es palabra y silencio, compañía y soledad, sonrisa y dolor, alegría y nostalgia, aliento y desánimo, proyecto y evocación… Pero, claro, yo hablo de vivir, no de existir meramente.

Nuestros días son días de amontonamiento de unidades, de adición de piezas, de hacinamiento de pequeñas teselas que configuran ese mosaico multicolor de las ciudades en su agotadora e interminable festividad (“la fiesta se hizo para el hombre, no el hombre para la fiesta”; qué cosas tiene este Marcos). Son días de ruido y espectáculo, de estridencia, de carcajadas brutales, de “sensaciones fuertes” o sensaciones a secas. Pocos momentos hay en la historia como los de hogaño, tan elementalmente sensoriales. Sin duda, esta sociedad existe; de lo que no estoy tan seguro es de que viva, o de que se plantee, tan siquiera, qué debiera ser vivir para el hombre. Hemos hecho una hipérbole sarcástica del paraíso, con su ordinaria abundancia y su visceral transcurrir entre satisfacciones, hasta el punto de no sentir el más mínimo pudor cuando llamamos “paciente” a un sinvergüenza que dice sufrir una “depresión posvacacional”. Y esto lo dice en septiembre, en el atardecer del año, en uno de los meses más hermosos para darse baños de reflexión.

Realmente, no sé si por lo que hablo tan a menudo con quienes he perdido es a causa de mi vejez o de tanto y tan insoportable “bienestar”.

jueves, 22 de febrero de 2007

El vendedor de recuerdos irreales

­– Estoy ahorrando para comprarme un recuerdo maravilloso que soñé el otro día.

¿Imagináis que alguien os dijera esto? Tal vez sí porque la libre circulación que se da últimamente entre lo habitual y lo extraordinario nos ha dejado en grave raquitismo la capacidad de sorprendernos. Por eso si miramos la cara de la gente, descubriremos un gesto de estúpida y vanidosa satisfacción, muy parecido, probablemente, al que se le quedó a Adán durante la digestión de la bíblica manzana. Tal parece que ya fuéramos dioses que observan con decadente hastío cómo se empaquetan los prodigios y se comercia después con ellos.

Pero yo no me refiero a ningún vendedor de micro-pendrives susceptibles de instalación orgánica en el lóbulo frontal de nuestro cerebro y con 2 Gb de capacidad de almacenamiento. Yo hablo de convertir los sueños en recuerdos, de transformar un pasado soñado en un pasado real, el empeño loco de todos los poetas de todos los tiempos.

Cuando se pregunta “es usted feliz”, la gente enarca las cejas: o cree haberlo sido o lo espera llegar a ser; muy pocos dicen serlo. La mayoría se instala en una esperanza que siempre se pospone. Por eso, el vendedor de recuerdos no lanza, como la técnica, su producto hacia el futuro (que “no lo somos”) sino hacia el pasado (que, en realidad, es lo único que “somos”). Se trata de un revolucionario de la historia; un hombre insignificante con una pequeña tienda en una calle estrecha que vende lo no posible: recordar un momento que nunca se vivió.

Os aseguro que yo he comprado en esa tienda.

miércoles, 21 de febrero de 2007

El olvido del silencio

En estas horas altas, las ciudades se llenan de ruidos insufribles. Somos unos animales molestos y ruidosos. Como especie natural, habríamos tenido un futuro escaso, algo así como un parpadeo genético. Pero somos (eso dicen), una especie cultural; es decir, somos bastante más lo que “hacemos de nosotros” que lo que “nos hace” ese designio oculto de que se nutre el resto de los seres. Por eso damos tanta importancia a la educación. Claro que por lo mismo nos definimos como libres. Vamos, que educación y libertad van tan de la mano, que la una sin la otra son una soberana sandez.

Se habla últimamente muy poco de libertad (de educación se habla mucho, pero no se dice casi nada). No así, de libertades. Yo creo que esto es otra enfermedad de nuestro tiempo. Curiosamente la psicopatía más intratable de nuestra era es de índole aritmética: somos pacientes de la divisibilidad de lo otrora indivisible. No hay “libertad”, sino “libertades”; no hay “filosofía”, sino “filosofías”; no hay “civilización”, sino “civilizaciones”; no hay “amor”, sino “amores” (o “amoríos”, que es peor)… ¡No hay universo, hay multi-verso! (otra vez me ha salido Everett y el maldito gato) La pregunta es: ¿seremos capaces de soportar tan desmesurada dispersión de todo?

No lo sé. De lo que sí estoy seguro, muy seguro, es de no soportar el escándalo que arma este mono vertical y ruidoso que es el hombre. Al atardecer y a cualquier hora. Me siento más cerca del silente depredador o de su callada víctima, que de los estruendosos chimpancés alopécicos que a esta hora pasan por mi calle.

Debo de ser un animal.

martes, 20 de febrero de 2007

El gato de Schrödinger

Digamos que esto es una prueba, o digamos que el maldito gato se me ha metido últimamente en la cabeza de manera obsesiva. Creo que, con variantes, se subirá al título de mi próximo libro. Nada de física, naturalmente, ni de mecánica cuántica, por supuesto -¡qué habría de decir yo, pobre de mí, de tan farragosas disciplinas!-. Yo sólo escribo poesía; quiero decir, lo intento; y el animalito en cuestión se me antoja de lo más sugerente en este particular.

Cuando se llega a cierta edad, la sensación vida-muerte, amor-desamor, memoria-olvido, se hace tan patente, que el hecho de que un miserable felino se quede entre los pares con tan definida displicencia, no puede por menos que despertar admiración.

En el fondo, yo quisiera ser el gato de Schrödinger; por mucho que me aseguren que su suerte depende de un observador... ¡Cómo si supiéramos, fuera de la caja, de lo que depende la nuestra! Claro que, a lo mejor, el observador está en otra caja; y en otra mayor, el que observa al observador; y en otra, el observador del que observa al observador; y en otra... Mejor dejarlo. Naturalmente, esto no es nada nuevo: nihil novum... Orientales adagios, "muñecas rusas", los infinitos mundos posibles de Leibniz...

Por cierto, esto me recuerda que entre la interpretación de Copenhague y la de Everett, me quedo con la de Everett: poéticamente hablando, es infinitamente más prometedora.

Vamos, que entre Everett, Schrödinger y el gato-Hamlet se consumen las horas al atardecer.