viernes, 23 de febrero de 2007

Mañana es fiesta (otra vez)

Uno de los síntomas que nos permite diagnosticar hasta qué punto hemos envejecido está en la frecuencia de sorprendernos hablando con gente que amamos y no está ya con nosotros.

Es verdad que la vida del hombre, incluso para los que como yo padecen una recalcitrante misantropía, es una sorprendente conjunción con otros que la sostienen, la elevan, la proyectan y dan significado. La vida, que es palabra y silencio, compañía y soledad, sonrisa y dolor, alegría y nostalgia, aliento y desánimo, proyecto y evocación… Pero, claro, yo hablo de vivir, no de existir meramente.

Nuestros días son días de amontonamiento de unidades, de adición de piezas, de hacinamiento de pequeñas teselas que configuran ese mosaico multicolor de las ciudades en su agotadora e interminable festividad (“la fiesta se hizo para el hombre, no el hombre para la fiesta”; qué cosas tiene este Marcos). Son días de ruido y espectáculo, de estridencia, de carcajadas brutales, de “sensaciones fuertes” o sensaciones a secas. Pocos momentos hay en la historia como los de hogaño, tan elementalmente sensoriales. Sin duda, esta sociedad existe; de lo que no estoy tan seguro es de que viva, o de que se plantee, tan siquiera, qué debiera ser vivir para el hombre. Hemos hecho una hipérbole sarcástica del paraíso, con su ordinaria abundancia y su visceral transcurrir entre satisfacciones, hasta el punto de no sentir el más mínimo pudor cuando llamamos “paciente” a un sinvergüenza que dice sufrir una “depresión posvacacional”. Y esto lo dice en septiembre, en el atardecer del año, en uno de los meses más hermosos para darse baños de reflexión.

Realmente, no sé si por lo que hablo tan a menudo con quienes he perdido es a causa de mi vejez o de tanto y tan insoportable “bienestar”.

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