lunes, 26 de febrero de 2007

La pérdida

A diario perdemos muchas cosas: perdemos las llaves, perdemos un bolígrafo, perdemos un número de teléfono anotado en un paquete de tabaco… También perdemos el apetito, y la vista, y el oído, y los nervios… Claro es que hay pérdidas de mayor calado que no se refieren a objetos ni a pasiones o estados de nuestro organismo; se refieren a eso que Ortega, nuestro Ortega, llamaba quehacer: la vida. Así, se pierde una batalla, o se pierde el amor, o una amistad, o una oportunidad extraordinaria, o un deseo larga e inútilmente perseguido… Entre esta última clase de pérdidas existe una de perfil particular y especialmente peligrosa porque suele pasarnos desapercibida: la pérdida del tiempo.

Cuando hablamos de perder el tiempo, solemos pensar en un estado de holganza innecesario de precaria o nula productividad. Pero eso no es perder el tiempo, eso es distraerlo, hipnotizarlo, secuestrar su hacendosa compañía y derramarla por nuestra vida con absoluta displicencia. Yo digo “perder” en su sentido aquí puro de no saber dónde lo hemos dejado. Ese tiempo que, alguna vez, se puso a nuestro alcance; que marcó nuestro reloj, después y antes de otros tiempos que no extraviamos; que se quedó, sin sucesos ni emociones, encima del escritorio o en el portal de una calle cuyo nombre nunca podremos descifrar. Ese tiempo que no ha tenido tiempo en nuestra vida y se fue de vacío, no porque lo distrajésemos con indiferente ociosidad sino, simplemente, porque lo perdimos.

Lo peor de todo es que este tiempo perdido (que no es el de Proust, ni mucho menos) sólo podría encontrarse a costa de perder los otros, esos que discurrieron antes y después y que siguen en las maletas de nuestra alma.

Entenderéis ahora por qué es tan necesario un vendedor de recuerdos irreales.

No hay comentarios: