sábado, 31 de marzo de 2007

El olvido

(A mi padre, que nunca leerá este blog y que, además, es preferible que nunca llegue a leerlo)

Me aterra perder la memoria. En realidad es la única propiedad que nos sostiene verdaderamente en la existencia. Como decía San Agustín: “allí me encuentro yo a mí mismo”; y encontrarse con uno, aunque no siempre sea gratificante, es una didáctica portentosa. Pero la memoria es más, mucho más. Es saber, es tristeza, es alegría, es nostalgia, es ternura, es desolación, es fortaleza… es ser incuestionable, sido ya, sin duda; pero, por eso mismo, reino de lo que ya no podrá dejar de ser nunca.

La peor muerte es el olvido, la negación absoluta de uno, el anonimato del tiempo que vivimos y que, si alguien lograra hacer pasar ante nosotros, seríamos incapaces de reconocerlo. Ese horror de la edad, esa insistente lucha del hombre viejo que siempre cuenta la misma historia (historietas, decimos despiadadamente) es un acto de heroica supervivencia. Se niega la memoria a diluirse, se aferra al tablón de una anécdota que flota en el naufragio de la vida como si repitiera: “esto fue, esto fue… esto es”. Y por eso cuenta, una y mil veces, el mismo suceso, la misma alegría, la misma tristeza. “Esto fue, esto fue… ¡esto es!”.

Me aterra perder la memoria; y no la trato bien, lo reconozco. Y es que acabar con uno no es fácil sin provocar daños colaterales. En cualquier caso quisiera terminar antes que ella, tenerla toda ante mí en el último momento, llegado ­–a ser posible– de improviso, y poder decir, como Juan de Tassis al caer mortalmente herido por mercenaria espada: ¡Esto es hecho!

viernes, 30 de marzo de 2007

El triunfo de la entropía

Me preocupa la distorsión bajo la que, últimamente, veo esa cosa exterior que llamamos mundo real. Es una percepción que se queda a mitad de camino entre un paseo por el Callejón del Gato valleinclanesco y una visita a los “Caprichos” de Goya. Lo sensato sería preguntarme, antes que nada, por la salud del ojo que así observa o la razón que de tal modo examina. Sin embargo, no tengo la menor duda de que la distorsión procede de lo otro, de lo ajeno, de lo dispar. Además, si hace unos días tildé de insensatez a todo el universo, no podría aspirar esta insignificante mónada a ser más que su continente configurador. Me quedo y apropio el excelente apelativo de insensato que inútilmente critica la creciente entropía de la sociedad en que vive (o muere, que para el caso es lo mismo).

Es, ya lo sé, una batalla perdida. La tiene como tal la Física y la hemos visto, repetidamente, desbaratar imperios y culturas a lo largo de la Historia. Es la fatal tendencia al desorden; a la amorfa y gélida igualación de la energía en la naturaleza; al informe y aterrador relativismo en la moral, en la justicia, en el arrojo para defender el valor contra el desvalor, la belleza frente a la fealdad, la ciencia ante la opinión. Es el no estar seguros de nada y pidiendo perdón por casi todo. Es la humildad mal entendida como rendición, como miedo, como cobardía.

La verdad es que, si pienso como especie, no tengo por qué preocuparme: pronto seremos sustituidos por culturas más vigorosas, más convencidas de sí mismas. Y es que el convencimiento es energía real, estallido de vida que no repara en idiotas disquisiciones.

Desgraciadamente, sólo puedo pensar como un hombre envejecido desde una envejecida grandeza a la que echa de menos.

jueves, 29 de marzo de 2007

Nocturno demencial

Me duele la mano, pero necesito compulsivamente escribir para todos y para nadie, que es como subtitula Nietzsche su Zaratustra. Aunque no tenga nada que decir; ¡qué más da! Será que me sobran palabras, o que ya han agotado sus posibilidades en la cadena de fusiones sucesivas, desde las más livianas a las más pesadas. Igual que en las estrellas, su masa debe de superar el límite de Chandrasekhar (qué bien queda esto de escribir un nombre tan sofisticado, tan específico y que me costaría tantísimo pronunciar con mediana corrección). Soy una supernova potencial, huelo el estallido. Palabras, palabras, palabras… (otra vez Hamlet) por doquier, a diestro y siniestro, sin concierto ni orden, reventándome el alma vocinglera.

Sigo en la historia de ayer; ya debo de ser un agujero negro (qué ironía en mi caso). Nada puede escapar de esta brutal atracción. Escupo nombres, verbos, adjetivos… Se doblan en curvatura infinita, regresan otra vez al núcleo infame de su nada. El infierno es gritar y que rebote el grito en las paredes de la propia oscuridad. Pero uno se siente mejor si habla sin necesidad de justificar por qué lo hace. Uno aúlla “estoy harto”, por ejemplo, y lo vuelve a escuchar infinitamente: “estoy harto, estoy harto, estoy harto…” Y no tiene que explicarlo porque se queda en uno mismo, que ya lo sabe, o que aún no lo sabe. Da igual: ¡alivia! Hasta la mano va más ligera, ya casi ni duele, aunque no se diferencian claramente los nudillos: son un casco de esfera casi perfecto. Espero que no estén a punto de otra explosión estelar. Sólo faltaría eso: otra supernova; ésta, en el lomo de la mano… y unos dedos nebulosos repartidos por doquier. Tendría gracia verlos flotar en un halo luminoso mientras el brazo se consumía en otro agujero negro que a su vez absorbía a este estúpido cuerpo comprimido en la oscurísima oquedad de sus palabras.

Todo esto es una soberbia imbecilidad. O mejor, “santa”, suena notablemente más al tiempo que engrandece la idiotez. Todo esto es una santa imbecilidad. Ahora sí; además, la inteligencia es culpable y demoníaca. La pagana estulticia de nuestros días ha elevado al sandio a los altares.

Adoremos pues la gilipollez, está de moda, tiene futuro, todo el futuro de esta vaciedad desnortada. La única palabra que siento no tener, tal vez porque es la que me ha engullido, es la que sería capaz de desenmascarar tanto... tantísimo cretinismo.

La viajera

(Caros amigos, no están hoy las ideas nada lúcidas y, por si fuera poco, tengo hinchado y dolorido el dedo corazón, que es el que uso en el teclado: esta mañana, en un ataque de “impaciencia masoquista” le he pegado un puñetazo a una columna. ¡Ya me conocéis! Así que tiro de archivo y os castigo con otro poema. No creo que os cueste trabajo averiguar quién es "la viajera").


En tu caso prefiero no saberlo,
no impacientar las horas con preguntas,
no saber el andén que te demora,
o tu alada impaciencia, o tu premura.
En tu caso es mejor que, de improviso,
suene el timbre de casa y luego tú,
en el umbral, de pronto, de mi puerta
me digas lentamente: “ya he venido”.

No quiero los relojes en vigilia
inquietante para saber que es antes,
que es ahora, o después, o que te faltan
tres o cuatro estaciones; ni si tienes
o no que repostar una vez más
porque no has planeado bien el viaje.

En tu caso no quiero que un teléfono
me advierta o te defina o me prevenga.

Y así un día, cualquiera, el que tú quieras,
sin advertencia ni anterior palabra
–como vino el amor, como la vida
y poco más de lo que igual importa–,
aparezcas en casa de improviso
para que yo te hospede para siempre.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Almas y agujeros negros

Puede que su número sea inconmensurable, superior incluso al de estrellas visibles. Enormes unos, insignificantes otros: negras gargantas, depredadores ávidos de mundos luminosos que jamás podremos ver aunque seamos capaces de rastrear sus señales. Son agujeros en la piel del espacio que llevan a la nada según unos; o estaciones de metro, según otros, que nos permiten desayunar en casa y almorzar en Andrómeda un día cualquiera. Dicen los que de esto saben que son parto de muerte de estrellas grandiosas, soles de masa 1,4 veces superior al nuestro, reventones de supernovas en cuyas nebulosas nacen nuevos astros. Pero, para mí, son el tanático instinto de la noche, la tentación del suicidio en un universo que parece odiarse o, tal vez, amarse tanto que aspira a recluirse en un dedal de densidad infinita.

También, lo apuntaba hace dos días, se producen en nosotros. No sé si por la edad (¡gravitación inmensa de los años!) o por una demencia repentina: el estallido de una supernova en el alma ante un suceso de masa 1,4 veces superior a los sucesos por ella soportables. Lo cierto es que existen y que, cuando pasamos cerca de ellos, sentimos un tirón brutal en la garganta que se lleva palabras con ideas, sentimientos y lágrimas a su negro destino. Y todo queda allí, en inefable oscuridad, de donde nadie ni nada es capaz de arrancarlo. Caos íntimamente intratable, fondo abismal del silencio que nos anula vorazmente por más que, en una remota superficie nuestra, quede un halo radiante, un cerco luminoso, una vaga nebulosa.

Pero, ya lo dijo Zaratustra (o Nietzsche, que tanto da): “…es preciso llevar dentro de uno mismo un caos para poder poner en el mundo una estrella”.

martes, 27 de marzo de 2007

Entrando la noche

(No hay tiempo para mucho más; además, tengo un día de tentaciones que me haría caer en errores de los que luego arrepentirme. No quiero entonar otro “Mea culpa”).


Apaga el día, amigo mío. Cierra
todas las ventanas. No estamos ya
para advertencias ni otras cosas. Dime
si amenaza la noche ser lluviosa
o luminosamente bella. Mira
si siguen apagadas las farolas
o todavía hay niños en su calle.

Y apaga luego el día suavemente.

Mi solo patrimonio es mi cansancio,
un cansancio de extrañas avenidas
que nunca llegan a ninguna parte,
un cansancio de parques otoñales
y envejecidos árboles que mueren
de olvido. Apaga, amigo mío, el día
antes que sea demasiado tarde
o aparezcan señales engañosas
en el cielo. Ya es hora de encerrar
las palabras y todos los delirios
en el cofre de los muchos años.

Apaga el día, amigo mío, y vete:
la soledad al cabo es llevadera
para quien tanto y más lleva soñado.

lunes, 26 de marzo de 2007

"Días de vino y rosas"

Hay días con vocación de lluvia que no llega a producirse y se quedan en alerta grisácea de atardecer sin desenlace. Hay días de punto y aparte, que cierran un párrafo y se quedan temblando sobre el vértigo del siguiente. Hay días que no tienen tantas horas como parece, o que tienen las mismas y casi no se notan. Hay días que tienen más, muchísimas más de las debidas, días que parecen decelerar el tiempo, densificar cada segundo hasta convertir el alma en un agujero negro del que nada sale y donde todo se eterniza. Y hay días que tienen vestidura de término, de cancelación de etapa, de final en blanco y negro como en las películas antiguas. Es decir, que hay días para todos los gustos y disgustos.

La pena es que no siempre podemos elegirlos; diría, más bien, que son ellos los que nos eligen. Entran a saco en nuestros precarios equilibrios, hacen y deshacen según les viene en gana mientras nuestra voluntad se atrinchera en lo que puede (las más de las veces, muy poco); nos halagan, nos menosprecian, nos enaltecen, nos olvidan… Y nosotros los recibimos, generosamente; los colocamos entre los que hubo antes y el vacío inquietante de los que quizá vengan después. No deja de ser todo un gesto por nuestra parte; no me refiero al hecho de colocarlos, sino a la generosidad con que los recibimos; me refiero a la voluntad de vivirlos, de hacer las paces con ellos, de creer, tal vez ingenuamente, que nos van a pagar con igual moneda. Pero no lo hacen, nuestra virtud es siempre canjeada por su santo antojo.

Reconozco que, a veces, me dan miedo; sobre todo los que viniendo de la dicha se abren al silencio, los que nacidos en la luz apuntan a la oscuridad. Y es que los días de vino y rosas fueron, al cabo, días de final (y no sólo final) en blanco y negro.

domingo, 25 de marzo de 2007

El universo insensato

Por lo general nuestra vida, individualmente considerada, vale muy poquito; cualquiera, aquí no cuenta haber nacido genio o vulgaridad inevitable. Dentro de tres mil años (si da tiempo a tanto tiempo) el propio Einstein será casi una anécdota en un etérea enciclopedia que se perfilará en memorias imposibles de concebir ahora. Yo (no sé los otros) ni siquiera alcanzaré el rango de una sombra de sombras disuelta en una absoluta oscuridad. Quedará de nosotros el perfil imposible de un asunto que devoró la noche más inexplicable, cuyo nombre me callo por ternura.

Con este preámbulo quizá se esperen conclusiones existencialmente dramáticas o enjundiosas meditaciones acerca del sentido o sinsentido de nuestra vida. Y no, no es exactamente eso lo que pretendo decir. Contrariamente, lo que me sorprende de nuestra aparente insignificancia es la absoluta indigencia del universo frente a ella. Este pequeño agregado de materia orgánica que somos es donde, sorprendentemente, el infinito parece desenvolverse más a gusto. Es donde sabe de sí, donde conoce su armonía, donde desvela sus leyes, donde se pavonea de su belleza... Decir que somos la razón fundamental de que tanta inmensidad exista, sé que retuerce el principio antrópico hasta extremos que cualquier especialista abominaría. No me importa, a fin de cuentas yo no soy cosmólogo; lo que sí me importa, y mucho, es comprender que, sin nosotros, tan maravilloso espectáculo no sería nada, menos aún que ese perfil imposible de que hablo devorado por la noche más inexplicable.

Y sin embargo (¡qué insensatez!) ese universo, que se sabe porque lo sabemos, acabará consigo a fuerza de acabar él con nosotros.

sábado, 24 de marzo de 2007

El gato, el vendedor y el cambio horario

Creo que coincidiría con la mayoría de la gente si asegurase que el cambio horario de la primavera me produce una notable desazón: ya se encarga la vida de acelerar el tiempo lo suficiente como para que nosotros le demos facilidades con frivolidades como ésta. Sin embargo, según escuchaba hoy la noticia, se me han aparecido de consuno mi querido vendedor de recuerdos irreales y mi igualmente apreciado gato de Schrödinger. Tal parece que ambos me venían con alguna reclamación, sobre todo el segundo que protestaba con animal energía porque me lamentara yo de una hora que se quedaba en el limbo de la vida, en ese no ser que hubiera sido o en ese haber sido que nunca llegó a ser. Debo reconocer que me ha parecido justa su protesta: quien como él existe en una realidad esquizofrénica sabe muy bien de los equilibrios que hay que hacer entre lo que es y no es de modo tan irracionalmente simultáneo.

El vendedor, lógicamente, venía a defender su negocio. ¿Cómo podía quejarme yo de una hora que para él supone algo así como la temporada alta de su industria? Una hora que corre por nuestros relojes tan veloz que no permite que suceda nada real en nuestra vida es el mercado ideal para colocar sus productos. Tenía razón, esos sesenta minutos prodigiosos, que van a transcurrir en apenas tres segundos, marcan el intervalo de los sueños. Es entonces cuando debieran ocurrirnos los hechos más extraordinarios, los hechos que no caben en las restantes horas de vulgaridad, que son las que constata el observador del pobre gato al abrir la caja.

Y me ha convencido el buen hombre; tanto que le he encargado un par de sucesos maravillosos que me entregará puntualmente a las tres de la madrugada. Unos pocos segundos para recordar una hora que, paradójicamente, nunca habrá existido. Espléndido.

Si alguno está interesado, puede hacer su pedido a este correo: recuerdos.irreales@schrodinger.com

viernes, 23 de marzo de 2007

Amar la vida

Estoy viendo a través de mi ventana un chopo, ayuno aún de primaveras, desde una de cuyas ramas, a su vez, me observa un gorrión no sin cierta indiferencia. Entre el chopo, él y yo estamos construyendo un momento único, de nula trascendencia, por supuesto; pero único. No volverá a repetirse nunca una luz como esta luz agónica en el poco día que le queda, ni un pájaro así en el punto preciso de esa rama en que ahora lo veo, ni este yo taciturno y tardeado a quien mira él con displicencia. Estamos los tres ya reunidos en un fotograma excelente en su temporal soledad (lo único siempre es lo solo), un fotograma de nuestras vidas, hoy excepcionalmente coincidentes. La única diferencia entre nosotros es que este intervalo en mí se hace conciencia, en mí se vuelve palabra.

Decía Ortega, nuestro Ortega, que cada hombre tiene una misión de verdad; es decir, de alguna forma somos hacedores del ser. La alegría que siento cuando ocurren determinados hechos o la tristeza que me embarga cuando suceden otros son alegrías y tristezas que nunca antes fueron y jamás volverán a ser. Las pone este modesto yo en la verdad existente, se crean conmigo y desde mí, pertenecen, desde el momento en que pasan, a una eternidad imborrable en la infinita memoria del ser. Son ontológicamente verdaderas.

Cada momento de la vida, desde la más insigne hasta la más mezquina, es un ejercicio de divinidad. No es que juguemos a crear, es que creamos de modo inevitable porque estamos humanamente vivos.

Esto es lo que para mí significa amar la vida. Nadie podrá decir hoy que soy un pesimista.

El prisionero

Los hechos son obstinados: hoy, es decir, ayer he sido desleal. La razón, una avería en la corte de mis mensajeros (esa vulgaridad que nombran ADSL). El percance me ha hecho caer en la cuenta de que, como en el romance, yo también soy un prisionero que sabe acerca de los demás por una avecilla que canta tras de sus rejas:

Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.

Desde ventanas ajenas (veremos por cuánto tiempo) lanzo un poemilla de días atrás y curiosas coincidencias con el “percance”.

Hubo una vez un pájaro imposible
del que nunca supieron los catálogos.
Su cielo era de sombras cableadas
y sus alas, esgrima de la tarde;
su vuelo, los iconos encendidos
y su nido, mis ojos, mi esperanza.

Volaba cada día desde todos
los enredados pálpitos del mundo,
me traía noticias de una tierra
que existe más allá de lo que existe
cada vez que cifraba las palabras
y el alma disfrazaba tras los signos.

Vivir entonces sólo fue aguardar
que otra vez de esa tierra regresara
y saber que, en efecto, alguien había
allí, del otro lado, cerca y lejos
de mí, en silencio cómplice, esperando
mis señales, acaso mi existencia.

Alguien cortó sus alas y mi vida
aquel atardecer que Dios confunda;
alguien que mal me quiere y que mal haya.

miércoles, 21 de marzo de 2007

En soledad, no solo

Confieso no entender las tendencias gregarias de algunos individuos de mi especie. Ese afán de interpretar la dimensión social humana como cantidad de gente reunida, ese medir la riqueza de la relación con los otros en función del número de otros relacionados, esa desazón por encontrarse, verse, hablarse de varios en varios, de muchos en muchos, de inmensidades en inmensidades se me antoja, a mí por lo menos, un tanto preocupante. Yo diría que es una rasgo disecado de juvenilización (palabreja esta que emplean los antropólogos para hablar de la pervivencia de rasgos juveniles en nosotros), es decir, pura taxidermia de la adolescencia, que es cuando se va en grupo a todas partes. Pero, fuera de esta etapa de la vida, en que lo más importante es superar debilidades y conquistar certidumbres, insistir en la idea grupal de la relación es un atraso y no aporta nada a nadie, salvo escándalo, barullo y un punto de alienación.

La vida con los demás, humanamente hablando, tiene la finalidad de hacer un cosmos de cada uno de esos “demás”; y digo cosmos (orden), que es concepto cualitativo, y no caos, en que el desorden implícito nos deja "el todo" en mera y confusa dispersión cuantitativa. Pero construir el orden requiere sosiego y relación exquisita; exige diálogo, palabra, atención, preocupación por el otro, interés… Sólo unos pocos pueden participar de este banquete, y esos pocos se habrán elegido entre sí por sus recíprocas afinidades. La gente que necesita estar con mucha gente es porque todavía no sabe soportarse a sí misma ni vivir con personas: sólo sabe coexistir con multitudes (cuando les faltan éstas, suelen encender el televisor, que es la multitud más amorfa que puede pensarse).

Nunca estamos solos si hemos aprendido a estar, de verdad, con los demás; o, como más bellamente dice Quevedo:

Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo…

martes, 20 de marzo de 2007

Elogio de la farsa

Debo al teatro, en cuyo sueño viví hace mucho tiempo, y a la edad, considerable y más cada día que pasa, el arte de ser un farsante. Una confesión como ésta dice poco de mí, qué duda cabe; pero, como con todo, la procesión va por dentro. Si nos atenemos al diccionario, farsante, en su segunda acepción, “…es la persona que finge lo que no siente o pretende pasar por lo que no es”; lo que, inmediatamente, nos hace pensar en un sinvergüenza. No, a eso no estoy dispuesto. Las palabras, ya se sabe, son traicioneras y, al menor descuido, nos atracan el alma para robarnos los significados justos. Y todo por culpa de que fingir es verbo que se mueve en entornos semánticos poco recomendables y de que la salud de que goza el sustantivo originario (farsa) no es nada buena.

Se alaba tanto la verdad y la veracidad que su uso acaba por vaciarlas y hacerlas perversas. Se diga lo que se diga, no es "siempre" el adverbio deseablemente compañero de ellas. Quien asegura que “siempre” dice y actúa con verdad o no dice verdad, o es un energúmeno de crueldad sin límites. Y no me refiero a las mentiras piadosas, a cuyo norte solemos orientar las brújulas de nuestras contradicciones; hablo de la preocupación, por algo o por alguien, que no debe mostrarse porque, de hacerlo, invadiría injustamente espacios que no nos corresponden; hablo de enterrar las palabras que arañarían algún alma inocente, por más que en defensa de una autenticidad a ultranza debieran decirse; hablo de las veces en que debemos hacer "como si no pasara nada", aunque esté pasando todo a medio metro de profundidad de uno… Hablo de la farsa, defiendo la farsa y rompo todas las lanzas que sea preciso por la farsa si, aun con dolor, nos hace auténticamente humanos.

Y el que esté libre de ella que arroje la primera verdad.

lunes, 19 de marzo de 2007

Sísifo victorioso

Sísifo no es grande por su astucia o por su insolencia ante los dioses; no lo es tampoco por haber encadenado a Tánatos o por haber sido condenado al burlarse de aquéllos. Lo que hace verdaderamente grande a Sísifo es su castigo, quiero decir el tipo de castigo que se le impone: la tarea inútil, la empresa absurda de empujar una roca hasta una cumbre desde la que vuelve a caer al mismo valle para requerir el mismo necio empeño. Eso es lo que ha excitado la imaginación de escritores y artistas: su vecindad con el quehacer humano, con el esfuerzo de seguir agarrándose a la vida a pesar de todo.

Yo quiero pensar a Sísifo en el valle, al comienzo de su condenada empresa; quiero pensar en cualquier ser humano al principio de la jornada, soñando la sonrisa que va a justificarla, creyendo firmemente que la piedra, por fin hoy, va a detenerse allí arriba, para siempre, y que se va a poder encaramar sobre ella, como un halcón sobre su presa, para contemplar en el atardecer la luz definitiva de su victoria.

Frente a Camus, yo no quiero centrarme en la conciencia de Sísifo durante el descenso. No me importa que sepa entonces su tragedia. No quiero imaginar a Sísifo cuando, casi en la cima, empieza a sentir un habitual temblor en las manos que, en el pálpito imposible de la roca, barrunta que aquél es otro intento sin destino, otra tarea sin razón, otro día sin sonrisa. Y que después sólo queda el descenso, terrible, gravado, no por el cansancio, sino por el recuerdo de su repetida inutilidad… Y la noche, el insomnio, la soledad, su llanto confundido con el sudor hasta convencerse (o resignarse) de que el esfuerzo “basta para llenar el corazón de un hombre”. Es así como imagina Camus a Sísifo dichoso.

Yo no. La dicha que imagino de Sísifo está en su victoria, en la convicción de su victoria sobre el empeño de los dioses, en su santa y grandiosa rebeldía humana, no en su resignación al absurdo.

domingo, 18 de marzo de 2007

La imbecilidad creciente

Esta mañana he estado paseando por Recoletos bajo las acacias todavía desnudas y atormentadas de este domingo preprimaveral. Me he detenido unos instantes junto al estanque de la Mariblanca, que sigue siendo estanque, pero ya sin Mariblanca. Hará más de veinte años que hubo que llevarse de allí a la novia de Madrid, gracias a ese síndrome de animalidad urbana que se conoce como gamberrismo. Se la devolvió a su lugar de origen en la Puerta del Sol donde, en el siglo XVII, coronaba una ya inexistente fuente. Hoy está sobre un pedestal seco de unos cinco metros de alto; con lo que podemos decir que disponemos de un estanque sin Mariblanca y de una Mariblanca sin fuente.

El gamberrismo, en cualquiera de sus manifestaciones, es un ejercicio de animalidad en bruto. Nada tiene de nuevo y uno lo conoce de toda la vida. Lo que sí ha cambiado, desde los años oscuros de la estupidez, ha sido la respuesta de la sociedad al mismo. Se trata de un problema de semántica, por un lado, y de cobardía axiológica, por otro. En cuanto a lo primero, la palabra gamberrismo se disuelve en apelativos pseudoartísticos, pseudoculturales y pseudopolíticos de muy difícil tratamiento. Así, el que pintarrajea una pared no es un gamberro que ensucia una fachada, sino un joven que expresa su rechazo al injusto mundo, o a lo que sea, a través de un graffiti (al parecer, uno de los cuatro elementos de la cultura hip-hop). En cuanto a la cobardía axiológica, el problema es más grave. Se trata, ni más ni menos, de que la cultura, nuestra cultura, la que se levanta sobre los hombros de Aristóteles, Cristo, Dante, Miguel Ángel, Velázquez, Shakespeare, Cervantes, Galileo, Newton, Beethoven… ya no tiene valor para defender su valor, ya no cree en sí misma, es un cadáver al que seduce y arrastra cualquier majadería. Y es que la palabra cultura está tan desnuda de sentido como las acacias de esta mañana.

Pero ya lo dice el Eclesiastés: el número de imbéciles es infinito.

sábado, 17 de marzo de 2007

Cultivar asombros

A veces sale el Sol cuando esperamos y, a veces, cuando no creemos. Estas segundas ocasiones son, sin duda, mucho más gratificantes porque entre no creer que algo ocurra y suceder que eso de repente pase, media la enorme distancia del asombro.

El asombro es un rasgo de animal joven, de criatura que se sitúa ante la realidad como si ésta fuese un espectáculo maravilloso. Es una respuesta de humildad ante los hechos, algo así como el reconocimiento tácito de que uno no lo sabe todo o, mejor aún, de que uno no sabe casi nada. El asombro es compañero de la ignorancia, pero familiar del misterio y lo sublime; es vecino de lo extraordinario, catalizador de la admiración, espuela de la curiosidad y, por todo ello, aliado de la indagación, el conocimiento y la sabiduría. En definitiva, el asombro ha sido durante milenios el trampolín que lanzaba al hombre hacia su presunta inteligencia.

La incapacidad que han mostrado las últimas generaciones para comprender algo tan sencillo es una de las razones que explican el deterioro de muchos de nuestros individuos más jóvenes. No se entrena al niño en el asombro; contrariamente se le arrebatan los misterios y se vulgariza su fantasía, se le rodea de prodigios con indecente normalidad y abundancia, y a sus preguntas cotidianas no se responde con portentos, que es lo que demanda, sino con “explicaciones” que nada le explican. Con tal acopio de bobadas en sus alforjas, cuando el niño alcanza la pubertad, ese momento tan necesitado de maravillas que deben desvelarse, se encuentra que no tiene nada. Y se aburre, se aburre en el fondo del aburrimiento sembrado en sus tierras sin el abono de los sueños. El niño, como el hombre en su historia, necesita mitos para conquistar razones. Cultivemos asombros y cosecharemos inteligencias sanas.

Y ahora, según ayer me aconsejé, me voy a sentar en ese banco donde debiera lucir el último renglón de la tarde o, quizá ya, primero de la noche.

viernes, 16 de marzo de 2007

Mea culpa

He estado releyendo el apunte de ayer y no hago más que preguntarme si no debiera darme vergüenza. Víctima de las humanas contradicciones, he caído en la peor de todas: la moral. Porque, digo yo, ¿esto qué importa?, ¿qué más me da a mí que un sujeto apodado Azuaga se lamente del horror de ciertas horas, al parecer sombrías, de su vida?, ¿qué tienen sus horas de especiales?, ¿no será que el tal Azuaga se nos ha vuelto víctima del narcisismo del bienestar de que tanto se quejaba?

Este yo, amanuense de los atardeceres, escribía el pasado 27 de febrero (“Siempre Don Quijote”): “El ‘síndrome del ombliguismo’ causa estragos. Una cosa es que pensemos y defendamos, con uñas y dientes, la imprescindibilidad de todos y cada uno de los seres humanos, y otra muy distinta que nos creamos ‘ombligo del mundo’, eje incontestable de rotación de las grandezas y miserias del planeta”. Querido y patético yo, a ver si nos aclaramos: no es de recibo proclamar tales cosas y quince días después quejarse, abusando de la paciencia de la poesía, de no sé qué opacidad y tristeza en tus días. Amigo mío, tus días no son más que la seismilmillonésima fracción de los días de los hombres actuales. Si tuviese que calcular el decimal de tu tristeza en referencia a las cotidianas tristezas del mundo, puede que ni siquiera supiese escribirlo.

El atardecer de ayer es un ejemplo de lo que nunca debe hacerse; por dignidad personal y por respeto a los otros. No lo borro porque quiero que no se me olvide su flaqueza.

Guarde para sí el tal Azuaga sus lamentos y siéntese en alguno de esos bancos de que a veces habla a contemplar la luz de la tarde. Aunque sea un día nublado como hoy, aunque tenga que inventarse el Sol más allá de las nubes que con su gris indiferencia se lo niegan.

jueves, 15 de marzo de 2007

No ser nunca

Quizá hubiera tenido hoy varias anécdotas para tomar como pretexto de estos apuntes: las peculiares “diferencias” entre un mirlo y una urraca, que esta mañana llamaron mi atención; la luz del atardecer al regresar a casa, que una vez más se me ha puesto en la cruz del parabrisas (tenía un no-sé-qué de incómodos augurios); las pocas cosas que, en el fondo, se necesitan para vivir sonrientes (dejemos aparte lo de “felices”); la extravagante muerte de las estrellas en el prólogo de su luz última… Pero la verdad es que empiezo a sentir el aburrimiento de las autopistas que ya sabemos a dónde conducen y el cansancio de los relojes ante su hora indiscutible. Vamos, que estoy perdiendo las ganas de las palabras.

Aunque parezca contradictorio, lo preferible hoy es un poema:


Hoy ha vuelto otra vez a no ser nunca,
a ese horror indecible de las horas
que pasan sin pasar, que no son nada
más que curso vacío de la vida.

He sentido su tránsito implacable
latir sobre palabras sin sentido;
barahúnda de verbos, de pronombres,
de adverbios, de adjetivos. Hoy ha vuelto
la otra cara del tiempo a malmirarme,
a callar, desdecir, fingirse ausente;
a negarme un instante una sonrisa;
a cruzar sin memoria por las cosas.

Hoy ha sido otra vez un día más,
innecesariamente más; un día
de opacidad terrible, de tristeza.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Poner puertas al alma

Deberíamos disponer todos de una pequeña puerta en el alma por la que poder escapar, de vez en cuando, de nosotros mismos. Ante mi siempre confesado platonismo, un buen alumno me preguntaba hoy con cierta sorna que si yo creía eso de que el alma abandonaba el cuerpo para irse a contemplar las ideas. Con una sonrisa le he respondido que no era eso exactamente. Y no lo es, desde luego. Lo que, sin embargo, muchas veces lamentamos, mientras estamos vivos, es no poder darnos unas vacaciones de este prometeico yo que nos define; poder holgar de nosotros sin nosotros; despojarnos de la preocupación, del compromiso, del dolor, del supremo esfuerzo que tenemos que hacer para levantarnos el alma cada día y seguir sonriendo como si tal cosa.

Dios me libre de psicólogos, psiquiatras y demás psicoloquesea. Si alguno se cruzara por estos apuntes, diría que esa puerta se llama enajenación y que cuanto digo son síntomas de un estado predepresivo de preocupante pronóstico. Al diablo con la jerga de esta especie tan ayuna en el conocimiento del hombre como en la eficacia de su trato. Esa absurda pretensión de que la salud del alma consiste en reír constantemente, estar plenamente adaptado al medio, gozar de aplaudidas habilidades sociales, ser simpático, emocionalmente estable y leer el periódico sin sentir ganas de vomitar no hace más que estupidizar a la gente, arrancarle su fuerza, trastornar su capacidad de sacrificio, hacer un enfermo de lo que pudiera ser un luchador egregio.

Pero eso no quita para que también el luchador se canse de sí, o no se quiera tanto como debiera, o no se quiera nada y, como Cortés, tenga su “noche triste”; eso no quita para que el alma quiera escapar a veces de sí misma.

Lo de abandonar el cuerpo es otra historia.

martes, 13 de marzo de 2007

Fotografías viejas

Pocas cosas hay tan desestabilizadoras emocionalmente como una fotografía vieja, muy vieja, de alguien que no conocí nunca. A mí por lo menos me provoca una sensación de melancolía, qué digo melancolía, de tristeza profunda ese enfrentamiento con la parálisis de un instante de felicidad en el rostro de alguien que probablemente ya no exista. Y me conmueve imaginar cómo sería su no visible alrededor, qué o quiénes estarían ante él, qué haría aquella tarde o aquella mañana, qué suceso especial esperaba, deseaba o temía; qué ocurrió justo después de que ese decimal de tiempo dejara de ser curso para aquellos ojos. La vida de un hombre o de una mujer, cuando eran jóvenes o no, convertida en caricatura de eternidad. Y yo, frente a esa fotografía, creyéndome vivo y tridimensional, siento entonces una extraña comunión con todo cuanto en ella sucedía mientras el tiempo se congelaba entre luces y sombras dentro de una cámara oscura.

Hay un poema de Borges, un maravilloso poema, El bastón de laca, que habla del nexo entre el poeta y el remoto e ilocalizable hacedor del bastón que tiene entre las manos. No puedo evitar la tentación de reproducir su extraordinario final:

“No nos veremos nunca.
Está perdido entre novecientos treinta millones.
Algo, sin embargo, nos ata.
No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
No es imposible que el universo necesite este vínculo.”

Eso es una fotografía vieja cuando la miro y me duele lo que en ella veo y no veo; lo que en ella perdura; lo que ya en ella no existe.

lunes, 12 de marzo de 2007

Raptar una sonrisa

Como hoy ha quedado un poco soso y por aquello de los muchos universos que podrían derivar del antojadizo gato de Schrödinger, rompo (a fin de cuentas, estamos casi en familia) el atardecer y os dejo, anochecido ya, un soneto galante de los que quizá se pierdan entre tanta indeterminación cuántica.


Me dediqué, al cruzar, una sonrisa
que no era para mí, que no me estaba
permitido ganar, que circulaba
al azar por tus labios, indecisa.

Apareció preciosa e imprecisa,
dominante real, virtual esclava.
La secuestré por ser quien secuestraba
la conclusión de mi alma en su premisa.

Y no era para mí, a qué engañarse,
pero la guardo y miento su destino,
y oculto su intención; y me confundo

de no ser yo quien más quiso soñarse:
otro yo que anduviera otro camino
que otro atravesara en otro mundo.

La otra inteligencia

No sabe uno por qué a veces sabe que algo determinado va a suceder. No me refiero, desde luego, a ningún fenómeno paranormal, sino a una experiencia bastante común: ese proceder inconsciente capaz de establecer nexos causales entre los acontecimientos muy por debajo de la superficie de los mismos; algo así como leer entre las líneas de la vida o como descubrir los entimemas que concluyen los hechos y cuya premisa mayor son nuestras preocupaciones. Quizá se trate de las razones aquellas del corazón pascaliano o de una inteligencia, nada estudiada, el cuerpo de cuyos juicios lo forman los sentimientos y no los conceptos.

El caso es que su proceder nos sorprende; y nos sorprende porque estamos hipotecados en exceso por esa otra razón, la razón físico-matemática, de que tanto se quejaron Nietzsche y Ortega. Lo cierto es que la conclusión de dos hechos es enteramente contradictoria según se analicen éstos como ideas o como emociones. En el día a día, lo verdaderamente inteligente sería considerar este segundo análisis, pero lo normal es que nos dejemos llevar por el otro. Por eso no entendemos casi nada a los demás ni, incluso, a nosotros mismos. Nos juzgamos como procesadores, no como almas.

Sabemos más de lo que suponemos saber; o, para rizar el rizo, de lo que queremos saber. Quiero decir que, cuando la conclusión sabida por esa segunda inteligencia no es la querida por nosotros, delegamos las argumentaciones en la lógica habitual para poder lamentar los resultados como algo inexplicable. Cuando, por el contrario, nos dejamos llevar por aquélla, nos sorprende que ocurra lo que habíamos previsto (favorable o no a lo que deseábamos) y decimos haber tenido una corazonada.

No hay corazonadas, hay razones de la sinrazón (¡otra vez tú, viejo hidalgo!). Y las conocemos, aunque nos duelan.

domingo, 11 de marzo de 2007

La edad del olvido

Son muchas las cosas que la vida nos deja en la memoria sin previamente habernos pedido permiso; muchas que olvidamos sin querer olvidar y muchas que, por más que queramos, somos incapaces de vestir de olvido. Pero entre tanto querer y no querer, hay otras que trastornan la voluntad de evocarlas. Lo terrible de éstas es que vienen disfrazadas, que entran con disimulo y a traición, desde un estímulo en apariencia inocente, por la rendija más vulnerable del alma, que es por donde se abre la vida a la tristeza. Llegan en un olor o en un sonido, en un perfume o en una música; algunas veces, en una imagen; pocas, en una caricia; muy raramente, en un paladar. Son el enlace deseado-indeseado con un tiempo que nos duele, por lo general, no por su infelicidad (entonces no duele, irrita), sino por todo lo contrario, por ser rastro de felicidad perdida o proyecto de felicidad malograda.

La acumulación de hechos a lo largo de la vida o, mejor dicho, la acumulación de vida aumentan la posibilidad de tales encuentros; y también, la sensibilidad ante ellos. Nos damos cuenta entonces de la tozudez del tiempo, de la densidad del pasado y de la liquidación de los plazos de que disponíamos para configurar a nuestro favor los sueños, esos que jamás regresan o que jamás tuvieron la menor oportunidad.

Y sin embargo, a pesar del dolor, a pesar de la tristeza, a pesar de todo, me parece una crueldad inmensa por parte de la vida que el pórtico de la muerte pueda ser el olvido.

sábado, 10 de marzo de 2007

Mirar la noche

Me parece que era Venus. No sé, hace mucho que no miro al cielo e ignoro cuáles serán ahora las costumbres de la noche. Podría consultarlo en Google, pero tampoco tengo ganas ni importa tanto al caso la precisión astronómica. Estaba allí, sobre la memoria, oscura ya, del Sol desaparecido, entre las luces pálidas de un hipermercado lleno de gente que empujaba un carrito carcelero. Estaba allí, hermoseando la muerte de la tarde, ajena, como una diosa, a que la ignorase nuestra insignificancia. Fuera el lucero que fuera, es el mismo que vieron Akhenatón, César, Agustín de Hipona, Galileo, Newton… Un vínculo luminoso que ha unido las miradas de los hombres desde que nos dio por deambular sobre esta esfera amorfa.

Mirar la noche es una actividad saludable; admirarla, un ejercicio de humildad; virtud de la que, por cierto, no andamos muy sobrados. Desgraciadamente, las cosas que se admiran hoy en día tienen escaso fuste. Por ejemplo: cualquier patán que sale durante unos minutos diciendo cuatro tonterías en la televisión es objeto de inmediato reconocimiento y admiración rendida. No tengo nada en contra del aplauso al deportista que lo merece, pero sí contra la sandez rentable de que promocione sus peinados, o sus pantalones, o su innecesaria imagen. Y, desde luego, lo tengo todo en contra de la prostitución de las grandes palabras y los grandes valores que tanto ridiculizó mi sandia generación, y así nos luce el pelo. Hoy por hoy, el amor (convertido en carátula del sexo), la admiración (transformada en vulgar papanatismo), la libertad (caricaturizada en la elección del color del automóvil, por ejemplo)… son menos que las momias conceptuales de que hablaba Nietzsche. Pura sentina. Nada.

Hay que volver a mirar la noche, a admirar y amar la verdadera grandeza, a reconocer la pequeñez de uno… Hay que acabar con tanta idiotez.

viernes, 9 de marzo de 2007

"Literaturizar" la vida

Me han venido hoy a la memoria unas maravillosas tertulias de juventud en que corrían parejos el coñac y las odas, la cerveza y los sonetos, empuñados todos con el brío de los pocos años y la resolución de los muchos sueños. Alguno de los que tan cariñosamente han visitado estos atardeceres se reconocerá sin dificultad entre los que nos sentábamos en aquella cafetería, entre el humo del tabaco y el don de la ebriedad, junto a un pequeño parque de Madrid que sabe más de nosotros que nosotros mismos. Como algún viejo amigo dijo, se nos iban las horas literaturizando la vida. Eran días de verso por minuto, de estrofa pergeñada en servilleta de papel, de portentosas calabazas recibidas de la hostil musa de turno… Y todo, todo cuanto sucedía, se calzaba al instante los poemas más inflamados de la Historia.

No pretendo ponerme nostálgico (aunque me estoy poniendo), únicamente comprobaba hasta qué punto los años han confirmado lo que dijo aquel amigo y han hecho que la vida haya literaturizado todos mis días. Hasta qué punto ahora, en la cuesta abajo, como en el tango, no me sigue ocurriendo lo mismo; con menos tiempo (muy poco ya, sin duda), con menos brío, sin ningún horizonte; pero… ocurriendo. Hasta qué punto podría dejar de mirar el mundo a través de estas literarias lentes, no muy buenas, aunque ya indistinguibles de mis ojos. Hasta qué punto podría dejar de cantar sin morirme o, parafraseando a Neruda, si dejaría de cantar, aun muriendo de repente.

Y la verdad es que lo he comprobado: a pesar de la edad, no tengo arreglo.

jueves, 8 de marzo de 2007

Saber callar

Tan acostumbrados estamos a invadir el mundo de sonidos, que solemos prescindir de la poderosa seducción del silencio. A menudo recordamos aquello de que una imagen vale por mil palabras; olvidamos, sin embargo, que un silencio oportuno, en el lugar oportuno, vale por muchas más. Callar, a veces, es más elocuente que la más elegante retórica; más contundente que el razonamiento más elaborado. En ocasiones, hablamos para transmitir, callamos para comunicar; por lo primero, transferimos una información o un sentimiento; por lo segundo, simplemente lo hacemos común. Cuanto se dice se somete a las reglas convencionales del lenguaje, lo que se calla queda en el reducto de lo que Kant llamaría puro, es decir, sin contenido, pero indispensable para que se pueda decir lo que no se dice.

El silencio sobra cuando la cortesía exige establecer puentes entre quienes se desconocen, hiere cuando quedan cosas por proclamar que no se han proclamado, mata cuando denuncia sin querer, o no logrando no querer, una mentira... Pero el silencio sabe de otros foros más idóneos; a veces la tristeza, a veces todo lo contrario; momentos, por lo general, en que un sentimiento extremo se niega a convertirse en ningún símbolo que pueda disfrazarlo; momentos en los que cualquier locuacidad es impertinente, si no cruel. Entonces, el silencio es capaz de recorrer geografías y perfilar mapas en el alma que las palabras más excelentes jamás recorrerían.

Por desgracia, yo creo que hoy se habla mucho y mal. Y se calla poco… y peor.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Saber de uno

El conócete a ti mismo de Sócrates (o del templo de Delfos) es, qué duda cabe, una de las disciplinas más difíciles de cursar. La práctica de la espeleología en la propia alma está llena de riesgos y sobresaltos; aunque también, no vamos a negarlo, es un deporte de lo más saludable y de muy rara frecuencia. Se da por supuesto que uno sabe de sí y se elude cualquier tipo de profundización. Lo que ignoramos es que dicha profundización es inversamente proporcional a la constante de egoísmo de que somos capaces; que, por cierto, es casi tan grande como el número de Avogadro. Así que somos capaces de mucho, de muchísimo egoísmo.

Con independencia de esa naturaleza social que proclaman tantos filósofos, la mayor parte del tiempo de nuestra vida la pasamos con nosotros mismos. Y, sin embargo, qué poquito sabemos de este habitual compañero. Paranoicamente, a veces, llego a pensar que este no saberse es rentable. Quien se ignora, se cree los demás, delega en los demás, se justifica en los demás, piensa lo que los demás… Vamos, masa en bruto, monocefalia en estado puro… El sueño de Calígula: un pueblo, una cabeza (casi digo “un voto”). Y, aunque se piense lo contrario, quien no desentraña sus defectos, sus tristezas, sus alegrías, sus miserias, sus grandezas, sus entusiasmos, sus desencantos, sus entregas, sus renuncias, sus deseos, su deber… nunca reconocerá al otro como persona, nunca como alguien que ríe y llora; o que se alegra y se entristece; o que se apasiona y duda…

Saber de uno, es saber de los otros, es amar a los otros… Pero, por supuesto, no es ser los demás.

martes, 6 de marzo de 2007

Las palabras

Hoy he recogido, al azar de este atardecer lluvioso, unas pocas palabras hermosas. “Palabras, palabras, palabras…”, diría Hamlet; las llevo conmigo desde hace tanto tiempo que me parece de rigor dedicarles unos minutos de este día con un punto de luz inexplicable. A fin de cuentas, ellas apuntalan mi condición humana y, a decir de Aristóteles, abonan la raíz social de mi naturaleza (este “mi” es genérico porque el “mi” propio es bastante insociable). El caso es que siempre he sentido por ellas una veneración casi religiosa.

Las palabras son como las mujeres: se las debe querer, se las ha de admirar, se las puede soñar… Muchas veces, en un intento vano, se intenta seducirlas; y si se consigue, los hombres, estos necios hombres, nos lo creemos; y nos vanagloriamos y las exhibimos en nuestro soberbio discurso. Tontas criaturas, nosotros digo: en el terreno de la seducción -y en otros muchos- nunca hemos dominado las sutiles diferencias entre la conjugación activa y la conjugación pasiva. ¡Qué le vamos a hacer!

Tan cerca están las palabras de las mujeres que nuestra supuesta “civilización” las trata con parejo y cínico menosprecio. Por una parte dice liberarlas –todas iguales en todos los foros­–; por otra, las maltrata y destruye en esa perversa jerga que se usa en teléfonos móviles, por ejemplo; o las somete a modas estúpidas, y las vuelve anoréxicas en los acrónimos, en el esqueleto de siglas que exponen los incansables diseñadores verbales.

Pobres palabras, tan indiferentes, a veces, a aquéllos que tanto las amamos.

lunes, 5 de marzo de 2007

Actos inútiles

A veces echa uno de menos las acciones inútiles en la vida, los actos sin reconocimiento, aplauso, logro o sentido; aquello que se hace sin que suponga una inversión de eficacia, que es mero empeño de la voluntad, decisión gratuita de ese rincón del alma que tenemos tan abandonado y que se llama (o se llamaba) generosidad. Por ejemplo:

Hacer algo extravagante, como embrazar una adarga o empuñar una lanza, firmemente decidido a acabar con todos los desafueros y entuertos que salgan al paso.

Hacer algo tan necio como pedir trabajo en la tienda del vendedor de recuerdos irreales y proponer ofertas especiales para los aquejados de melancolía.

Hacer algo “insensato”, como pegarle una patada al televisor (repárese que insensato va entrecomillado) o, para ser menos violento, sustituirlo por un ramo de rosas blancas (al principio, blancas para purificar el rincón; luego el color puede cambiarse si se desea).

Hacer algo heroico, como pelear constantemente con uno mismo y salir siempre victorioso.

Hacer algo absurdo, como sentarse a diario en el banco de un parque al atardecer y esperar que pase alguien que deseas que pase, sólo por verlo pasar, a sabiendas de que no lo hace por ti, de que nunca te va a dirigir la palabra… Y seguir haciéndolo, día tras día, pase o no pase.

En fin, hacer algo tan prescindible como escribir este blog y otras cosas que uno escribe.

domingo, 4 de marzo de 2007

Opinión y ciencia

Esta distinción, viejísima en la historia del pensamiento, ya le permitió a Platón diferenciar lo que era un conocimiento sólidamente argumentado (ciencia) de aquel otro que ni plantea ni indaga las razones que lo soportan (opinión). La opinión se tiene, en efecto, porque se ha oído; y se asume, la mayoría de las veces, sin el menor conocimiento de lo que puede desprenderse de la misma. Técnicamente, diríamos que la opinión es acrítica; y, coloquialmente, un conocimiento de andar por casa. Con todo lo respetable que es esto de andar por casa, hay que reconocer que exige un calzado bastante diferente al que se requiere para escalar el Everest, por ejemplo: cualquier sherpa quedaría en estado de prolongado estupor si nos viese aparecer con unas zapatillas a cuadros dispuestos a acometer tan elevada (nunca mejor dicho) empresa.

No se entiende, sin embargo, que el rigor que aplicamos para realizar una práctica deportiva no se exija, en mayor medida incluso, cuando se trata del conocimiento o de la contraposición de conocimientos. Aquí vale todo: zapatillas a cuadros, botas de escalar, zapatos de charol, botines de paseo e, incluso, la nuda expresión del pie playero. Ocurre esto, sobre todo, cuando los temas que se discuten (v. gr. en cualquier debate televisivo) afectan a aspectos fundamentales de la acción humana. Y así la moral, el derecho, la educación… se convierten en un auténtico patio de vecindad (si no, de Monipodio) donde la opinión que se sustenta en las cuerdas vocales más poderosas arrasa al argumento más sabia y sólidamente construido.

Vivimos tiempos muy parecidos a los de la Atenas de Sócrates y Platón. En ella, los sofistas, según critican aquéllos, enseñaban el viperino poder de la palabra para asfixiar el verdadero conocimiento. Pero ahora no necesitamos tanto; nos sobran las palabras porque nos basta con el grito. Eso sí, el primer grito debe darlo algún personajillo de cierta popularidad (evito el término “fama” para no dañar su antigüedad gloriosa). A renglón seguido aparecerá una innúmera corte de clonados y victoriosos opinantes.

sábado, 3 de marzo de 2007

La pasión del cómico

Siempre he envidiado la suerte de los cómicos, su versatilidad ontológica, su facilidad para recorrer la geografía del alma no como un mero turista (eso sería un lector de novelas), sino como un habitante de ella. El cómico es un niño interminable, un niño que se pasa la vida jugando a serlo todo: el héroe, el mendigo, el vasallo, el traidor, el rey, el amante… Es el sueño de un filósofo existencial que transforma la libertad y el compromiso de elegirnos en cada momento en un ejercicio de gaya interpretación. Tal vez por eso, y a pesar de las privaciones que deba sufrir, nunca se le oye hablar mal de su oficio.

El resto de los mortales, sin embargo, nos quedamos con el raquítico papel de una única vida, un único precipitado, un solo producto, un famélico destino. Y no es cuestión de que esa vida sea rica en experiencias o tenga, por el contrario, un precario bagaje. El problema es metafísico: se trata de ser, no exclusivamente uno, sino una inmensidad. Por lo general, planteamos nuestro vivir en términos de acción o de acumulación: queremos hacer muchas cosas o buscamos tenerlas. El cómico quiere ser todos los demás. El magnate o el aventurero más envidiados nunca serán más que ese magnate o ese aventurero; jamás podrán ser Hamlet, o Cyrano, o Julieta, o Desdémona, o Segismundo, o Doña Inés, o Don Juan… El cómico sí, al menos, durante algunas horas de su vida. Filosóficamente hablando, es mucho más ambicioso.

Vaya para vosotros, lejanos compañeros que lo fuisteis o que aún lo sigáis siendo, siempre mi aplauso, siempre mi admiración.

viernes, 2 de marzo de 2007

Lugar en la memoria

También tiene la muerte un lugar en la memoria. Hoy dos de marzo, por ejemplo, nunca será para mí un buen día. De lo que ayer llamaba los días dolorosos, hoy es uno que queda incontestable en el recuerdo. Pero los aniversarios del alma deben ser únicamente para el alma propia. Y entonces lo único decente es el silencio.

Por extraordinario que fuera lo que pudiera suceder, para mí, por lo menos, lo único decente hoy es el silencio.

jueves, 1 de marzo de 2007

La felicidad y los días

No depende de nosotros, sin duda, la condición de los sucesos que ocurren a lo largo del día. Felices, inesperados, agresivos, gozosos… son epítetos que azarosamente caen sobre ellos sin que, en la apariencia al menos, podamos hacer gran cosa por teñirlos de modo diferente. Los sabios estoicos se ingeniaron una argucia para afrontar tanta imprevisibilidad que consistió en suponerla perfectamente inevitable. Lo que sucede es porque tiene que suceder. Y punto. La consecuencia de tal premisa lleva a la conclusión de que, si no podemos hacer nada, lo único que nos queda es aceptarlo todo (estoicamente, claro) y vivir de acuerdo con ello, sin alharacas de ningún género que no son sino síntomas de insensatez. Vamos, que si no puedes vencer a tu enemigo, debes aliarte con él.

Es una respuesta dura y eficaz para la que hay que entrenarse mucho. Pero… tiene un “pero”: la vida se vuelve bastante sosa. No dependen los hechos de nosotros, desde luego; pero nosotros sí dependemos de nosotros. Los malos días a veces se nos imponen con una tozudez abrumadora, los dolorosos más. Es verdad. Otras, sin embargo, son consecuencia de nuestra miopía para ver los guiños que nos hace un momento breve de felicidad o de nuestro desmesurado nivel de exigencia ante ésta. Quizá pedimos demasiado; o mejor dicho, quizá no sabemos ser felices. Según parece, el ser humano (al menos “este” ser humano) es un animal obsesionado por la cantidad y la espectacularidad: sólo lo cuantioso, lo abundante, lo desmedido, lo enteramente poseído… debe perseguirse.

Es un error: a veces basta encontrarse con una sonrisa inesperada al empezar el día, sólo unos minutos frente a una sonrisa que nos gustaría ver, para que el resto de la jornada merezca la pena.