martes, 13 de marzo de 2007

Fotografías viejas

Pocas cosas hay tan desestabilizadoras emocionalmente como una fotografía vieja, muy vieja, de alguien que no conocí nunca. A mí por lo menos me provoca una sensación de melancolía, qué digo melancolía, de tristeza profunda ese enfrentamiento con la parálisis de un instante de felicidad en el rostro de alguien que probablemente ya no exista. Y me conmueve imaginar cómo sería su no visible alrededor, qué o quiénes estarían ante él, qué haría aquella tarde o aquella mañana, qué suceso especial esperaba, deseaba o temía; qué ocurrió justo después de que ese decimal de tiempo dejara de ser curso para aquellos ojos. La vida de un hombre o de una mujer, cuando eran jóvenes o no, convertida en caricatura de eternidad. Y yo, frente a esa fotografía, creyéndome vivo y tridimensional, siento entonces una extraña comunión con todo cuanto en ella sucedía mientras el tiempo se congelaba entre luces y sombras dentro de una cámara oscura.

Hay un poema de Borges, un maravilloso poema, El bastón de laca, que habla del nexo entre el poeta y el remoto e ilocalizable hacedor del bastón que tiene entre las manos. No puedo evitar la tentación de reproducir su extraordinario final:

“No nos veremos nunca.
Está perdido entre novecientos treinta millones.
Algo, sin embargo, nos ata.
No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
No es imposible que el universo necesite este vínculo.”

Eso es una fotografía vieja cuando la miro y me duele lo que en ella veo y no veo; lo que en ella perdura; lo que ya en ella no existe.

No hay comentarios: