lunes, 26 de marzo de 2007

"Días de vino y rosas"

Hay días con vocación de lluvia que no llega a producirse y se quedan en alerta grisácea de atardecer sin desenlace. Hay días de punto y aparte, que cierran un párrafo y se quedan temblando sobre el vértigo del siguiente. Hay días que no tienen tantas horas como parece, o que tienen las mismas y casi no se notan. Hay días que tienen más, muchísimas más de las debidas, días que parecen decelerar el tiempo, densificar cada segundo hasta convertir el alma en un agujero negro del que nada sale y donde todo se eterniza. Y hay días que tienen vestidura de término, de cancelación de etapa, de final en blanco y negro como en las películas antiguas. Es decir, que hay días para todos los gustos y disgustos.

La pena es que no siempre podemos elegirlos; diría, más bien, que son ellos los que nos eligen. Entran a saco en nuestros precarios equilibrios, hacen y deshacen según les viene en gana mientras nuestra voluntad se atrinchera en lo que puede (las más de las veces, muy poco); nos halagan, nos menosprecian, nos enaltecen, nos olvidan… Y nosotros los recibimos, generosamente; los colocamos entre los que hubo antes y el vacío inquietante de los que quizá vengan después. No deja de ser todo un gesto por nuestra parte; no me refiero al hecho de colocarlos, sino a la generosidad con que los recibimos; me refiero a la voluntad de vivirlos, de hacer las paces con ellos, de creer, tal vez ingenuamente, que nos van a pagar con igual moneda. Pero no lo hacen, nuestra virtud es siempre canjeada por su santo antojo.

Reconozco que, a veces, me dan miedo; sobre todo los que viniendo de la dicha se abren al silencio, los que nacidos en la luz apuntan a la oscuridad. Y es que los días de vino y rosas fueron, al cabo, días de final (y no sólo final) en blanco y negro.

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