miércoles, 18 de julio de 2007

Una fábula para variar

De niño no me gustaban las fábulas; de mayor, tampoco. Quizá por el delirio del calor, hoy voy a traicionarme. Escribiré una fábula, espero que no sea un plagio; si lo es, será cosa del inconsciente (como decía mi querido Antoine de Saint Flour): difícilmente se puede plagiar lo que, por no gustar, no se lee. En cualquier caso, necesito un animal, porque una fábula sin animal es como un beso sin bigote (¿o esto era como un huevo sin sal?). Escogeré alguno grande y listo: un elefante, por ejemplo.

Érase una vez un pueblo que explotaba a un rebaño de elefantes. Bestias de carga al cabo, pasaban largas jornadas trasportando pesados troncos a lo largo de un camino cuyo final desconocían. Alrededor, la selva como tentación inquietaba el corazón del más sabio de la manada. Soñaba a diario con la libertad, con un banquete interminable servido en las hojas más jugosas de sus innumerables árboles. Concibió un plan y, durante varias noches, fue desatando los nudos que aseguraban la empalizada que los retenía. Una madrugada de luna portentosa, pudo cumplir su sueño: empujó con la trompa las rejas de su servidumbre y corrió cuanto pudo entre las sombras plateadas de los árboles.

Falta otro animal para que el canon de la fábula sea ortodoxo. Pongamos que ese animal es un gato.

En su carrera, feliz y enloquecida, se encontró con un gato que quiso advertirle de un peligro inminente: la selva estaba rodeada de pantanos terribles que engullían a los incautos si por allí se aventuraban. Razonó el elefante que aquél era su reino, que él sabía muy bien lo que allí se cocía. Porfió el minino: si quería ser libre, debería seguir el camino más allá del poblado, allende su esclavitud abandonada, porque él sabía de bosques ciertamente bonancibles al final de la senda. Tan grande fue su insistencia que agotó la paciente enormidad de la bestia; balanceó su trompa a un lado y otro y, golpeando en la cabeza del impertinente encuentro, lo arrojó contra el tronco de una acacia.

Y el insignificante gato, que no tenía la inteligencia del elefante, ni la fuerza del elefante, ni la sabiduría del elefante, que sólo disponía de su pequeña ligereza, de su insignificante astucia, se quedó agonizando junto a un hormiguero, triste y vencido al comprobar que la verdad siempre sería más débil que la razón. Antes de expirar, aún pudo oír un barrito atronador y, luego, un doloroso silencio.

Moraleja: …

Bueno, esto es cosa vuestra.

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