viernes, 28 de septiembre de 2007

Señales de tristeza

Hace mucho que no la veo. Tiene unos ojos grandes, de enormidad azul rodeada por mil lunas oscuras en creciente. Tiene una sonrisa vaga y pequeña, como si su alegría infantil estuviese sembrada de vacíos. Hace mucho que no veo sus dos o tres años de aventura en la vida correr, balbucear saludos, sostenerse en la mano de su abuelo, un vecino diez plantas por encima de mis noches al que ha nacido una mirada de tristeza indecible.

Cuando llegué a esta casa, su madre era muy joven, dos o tres meridianos tan sólo más allá de la adolescencia. Compartía su edad de ensoñaciones con un banco viejo que hay por frente a mi terraza. A veces, por las tardes, en los días amables de septiembre, se sentaba allí, antes de que bajase la barahúnda de chiquillos que atemorizaba a las adelfas jugando al escondite entre sus ramas. Llevaba un bloc de hojas grandes sobre el que dibujaba o escribía sabe Dios qué signos de apasionadas ilusiones.

Creció la niña-joven y dejó de sentarse en aquel banco en las tardes amables de septiembre. Cruzó el amor, sin duda; y años después la vi pasar con esa criatura de ojos grandes en los brazos. A su lado, el abuelo, el vecino diez plantas por encima de mis noches, al que había nacido una mirada de indecible belleza.

Una de esas barbaridades que se sienta al volante, le arranco la vida una mañana sin aviso de tragedia. A la barbaridad no le pasó nada, para remordimiento y conmoción de una inepta realidad que nunca será justa.

Yo la sigo viendo allí, en el jardín, sentada en ese banco cada vez más viejo, dibujando o escribiendo sabe Dios qué inefables señales de tristeza.

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