sábado, 22 de septiembre de 2007

Saber popular, opinión pública

Uno de los temas estelares de nuestros días es el clima. Antiguamente no hablábamos del clima ni del cambio climático, hablábamos del tiempo y de los cambios del tiempo. Tal vez nuestra mucha ignorancia no nos permitía concebir los dilatados períodos meteorológicos que aquél abarca. Hoy, sin embargo, la “extraordinaria ciencia” de casi todo el mundo permite eso y mucho más.

En “La verbena de la Paloma”, Don Hilarión se limita a canturrear: “el calor que hace esta noche / sí que es una atrocidad…” En nuestros días, contrariamente, cualquiera sería mucho más exacto: precisaría los grados centígrados de la temperatura máxima registrada en la península, o los litros de agua por metro cuadrado recogidos en tal o cual localidad si de precipitaciones se tratara. Es más, argumentaría a favor de las apocalípticas consecuencias del cambio climático, como hacen en los telediarios, que este o aquel fenómeno meteorológico no se registraba desde hace 80 ó 90 años. Aunque uno se pregunta que, si eso ya ocurrió hace 80 ó 90 años, ¿a qué se debió entonces? No termino de comprender el principio de causalidad en este caso dado que me ofrecen la misma consecuencia en dos momentos diferentes, uno en presencia de la pretendida causa, otro sin ésta. Algo falla: o no tienen ni idea de lo que están diciendo o aquí hay gato encerrado (a lo peor, el de Schrödinger para el que las dos posibilidades valen lo mismo).

Los temas de actualidad, es decir, de moda, me cansan. Son herederos de una pseudosabiduría de ocultas intenciones que hace viajar a la opinión pública de las vacas paranoicas a los pollos con gripe, de la amenaza nuclear (¡aquellos “apasionados” 60!) a la cara, hogaño mucho más lavada, de la energía atómica.

Me quedo con el saber que se hace a lo largo de los años en los pueblos y sedimenta en sus adagios. Me quedo con el veranillo de San Miguel y el Sol de los membrillos, que pica en la piel de otoño despiadadamente. Me quedo con el cordonazo de San Francisco, que siempre he oído a mi padre: un antojo del tiempo (o del “cielo”) a principios de octubre que hace llover en torno a su día 4. Me quedo con aquello que decía mi madre de que lluvia en octubre seis lunas cubre…

Puesto a elegir, me quedo con el decir que se hace lentamente y tal vez se equivoca; y sospecho de la opinión que se construye a propósito, pero tal vez falsea el mundo. El primero puede estar en un error, la segunda puede ser una inmoralidad. Aquél es histórico; ésta, circunstancial.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo sigo pensando que los veranos de entonces eran más calurosos. ¿El asunto de los glaciares? ¡Qué harían nuestros antepasados para derretir los hielos que llegaban casi hasta el Cantábrico! Aquél si fue un auténtico calentamiento global.

Antonio Azuaga dijo...

Aparte de las antojadizas variaciones del eje terráqueo, las teorías más certeras apuntan al descubrimiento del fuego: ¡la culpa fue del mamut a la parrilla!