sábado, 29 de septiembre de 2007

La verdadera sabiduría

Todo el mundo conoce a Anaxágoras. Muchos saben que era de Clazomene, una colonia griega del otro lado del Mediterráneo, de donde el Mediterráneo se cierra sobre sí y le aparece su vocación de mar interior, de casi-lago inconmensurable. Otros recuerdan que introdujo una inteligencia, un nous, para corregir el caos; y que aseguró que en la parte estaba el todo –luego de diseccionar el ser de Parménides–, y que la individualidad no era nada más que predominio de ciertas porciones sobre la totalidad de ellas. Aristóteles, tan amigo de exactitudes, llamó homeomerías a esos pedacitos de sustancial eternidad. Leibniz las habría intentado acomodar a sus mónadas. Yo, que para bien del mundo y de la filosofía no soy ni el uno ni el otro, hubiera dicho que en las provincias del ser se vela el ser de todas las provincias.

Diógenes Laercio, que es por quien sabemos casi todas las cosas de estos sabios remotos, refiere que en cierta ocasión preguntaron a Anaxágoras por la pretensión que colmaba su vida. Y Anaxágoras, el filósofo de Clazomene, el introductor del nous y de la división en el compacto mamotreto parmenídeo, respondió con ascética sencillez: "Contemplar el sol, la luna y las estrellas".

Toda sabiduría se reduce a eso, se engrandece en eso: contemplar, dejarse el corazón (¿diríamos pensamiento?) en la mirada del alma agradecida a quien se da el prodigio sin exigencia a cambio. Un prodigio, además, al que ponemos nombre, un milagro gratuito del que decimos “esto es luz, esto es astro, esto noche…”

Ser y hombre en su punto de encuentro: la palabra. El resto es vanidad; confusión casi siempre.

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