miércoles, 5 de septiembre de 2007

El olor de las tardes de septiembre

Las tardes de septiembre olían a hojas secas, a calor de retirada y memorias ociosas, a flores que no se veían en casi ninguna parte porque habían perdido la voluntad de serlo. Las tardes de septiembre, con algo más de noche que de día, olían a habitación y libros nuevos; y a estuche de pinturas, y a figuras recortables sobre lengüetas blancas que inventaban su suelo imaginario. Olían a plumier y limadura de grafito; a goma de borrar, a pupitre inmediato, a zapatos de Segarra…

Las tardes de septiembre ya no huelen a nada; a veces, a frenazo en una esquina y a neumático quemado; o a tienda de frutos secos y a evidencia de insufrible ocio agonizante. En los supermercados confraterniza el olor de los libros con el de la pescadería cercana. En los colegios, que se llenan inmediatamente de niños, no existe el intervalo lento de un preludio, sino la precipitación de un desembarco: ¡pobres criaturas que nunca tendrán tiempo de ponerle futuro a la nostalgia! Sólo se puede amar lo que el alma anticipa. Somos animales temporales, necesitamos que las cosas no ocurran simplemente: nuestro primer dominio sobre el mundo fue disponerlo en un proyecto, aventurarlo en un posible.

No damos ninguna posibilidad al horizonte de la vida, mercadeamos, todo lo más, con su contingencia. Alquilamos el verano desde el invierno o contratamos la vocación desde los ingresos, pero dejamos que el corazón sucumba ante lo que simplemente le sucede.

Aunque, tal vez, la falta de olor de septiembre es consecuencia de la vejez de mi olfato. A lo peor, empiezo a estar de sobra

6 comentarios:

Anónimo dijo...

La entrada no merece ese final, Antonio. ¡Cómo eres!

Antonio Azuaga dijo...

Gracias, Julio, por tu visita. Perdona el retraso, pero no puedes imaginar cómo ando esto días.

Respecto al comentario, no sé si la entrada merece o no ese final, de lo que estoy seguro es de que una “entrada” así tiene una “salida” así de inevitable.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

"Sólo se puede amar lo que se anticipa". No sé, no sé ... quizá no sólo. También se ama lo que se recuerda, o lo que se extraña, incluso lo que se sabe que nunca será.

Con el temor está más claro: sólo se puede temer lo que se anticipa.

Puede que eso sea lo que te pasa, y que no sea vejez del olfato. Quizá es que huele distinto (y no sólo por lo del pescado).

Antonio Azuaga dijo...

¡Qué delgado hilas, amigo anónimo /a! Es verdad, también se ama "lo que se recuerda" y hasta lo que se inventa, me has cogido en un renuncio porque estos atardeceres están llenos de ambos. Quizá la expresión más adecuada a lo que pretendía decir es que sólo se “llega” a amar lo que se anticipa, lo que salva el amor a la propia invención, anticipado por ella misma, y deja al de la memoria igualmente libre de culpa: en su momento, estuvo lleno de hermosas o preocupadas expectativas (a eso quería referirme, tal vez de modo poco claro, con “poner futuro a la nostalgia”).
De todas formas tienes razón: a lo mejor todo esto no es más que temor hacia lo poco que ya se ve desde lo mucho que ya se ha visto.
Muchas gracias por tu visita y tus palabras.

Anónimo dijo...

Gracias a ti por tu respuesta, pero luego me quedé pensando que tenías razón tú, que el amor es pura anticipación, aunque luego pase a formar parte del pasado o de lo imposible. Digamos que temer es un verbo que se conjuga en futuro, mientras que amar, con su anticipación, se conjuga en pasado, presente y futuro.Y qué bonita expresión: "hilar delgado". La usaba mi madre y hace mucho que no la oía. Gracias.

Antonio Azuaga dijo...

Estoy de acuerdo, no en que yo tenga razón, sino en lo que dices tú. Añadiría, únicamente, que debemos intentar que el amor sea, además, siempre futurible, siempre horizonte, siempre esperanza. Si fuéramos capaces de ello, cualquier temor desaparecería, cualquier temor sería desbancado de su oscura advertencia.
Un saludo.