domingo, 9 de septiembre de 2007

El tiempo detenido

Sé que me repito. Puede que tenga que ver con el pálpito laboral de estos días cíclicos en que septiembre vuelve a ser el septiembre académico de siempre, en que uno se encuentra con las páginas de siempre, los horarios de siempre, las listas y claustros de siempre, los “siempres” de siempre y su imperiosa certidumbre de eternidad. Y yo, repetido y vulgar, en la empresa de hallarme en el mismo equinoccio de hace un año, creyendo –¡vana credulidad!– que me he prolongado en los trescientos sesenta y cinco ciclos de un punto de mundo perdido en la noche…

Llega un día en que todo es cansancio, en que te hartas de andar, de mirar y de hacerte, de vencerte y luchar, de pelear por buscar algo nuevo… Últimamente entiendo esto cuando hablo con mi padre, con los noventa y tres (a punto ya) años de mi padre; cuando insiste en la historia de siempre que, por no tener, ya no tiene ni testigos. Cuando, desde la altura de su amada distancia, me cuenta, una vez más, cómo fue la última función del teatro Apolo… O me habla de calles que han perdido hasta el nombre. O de nombres que flotan sobre el brillo intuido de una lágrima. Tal parece que al hombre le llega un momento de divino cansancio, un instante en que el alma se grita que ya está bien, que basta ya de hacerse a costa de deshacerse, de vivir a fuerza de desvivir, de calzarse los años para descalzar la vida…

Creo que llega un día en el que sólo amas la vida que has vivido. Te sobra todo lo demás. Olvidas el reloj, cierras el tiempo y repites mil veces que en alguna ocasión te ocurrió tal o cual suceso memorable. Se trata de un mecanismo ontológico de defensa, de una muralla de resistencia metafísica: dejadme el ser que tengo, dejadme el ser que fui.

Siento una piedad inmensa por mi padre y por todos los ancianos. Siento una inmensa piedad por el hombre… Siento piedad por mí.

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