domingo, 2 de septiembre de 2007

Teorema de la descomposición

No es tiempo ya de grandes sistemas, de grandes valores, de grandes creencias, de grandes sacrificios: lo hiperbólico lo hemos dejado para la parafernalia. Vivimos, una vez más, los esplendores manieristas de la decadencia: sólo las formas hueras son esplendentes. Dondequiera que hospedemos esta hermosa rareza que es el pensamiento, descubriremos, sin mucho esfuerzo, el ruido, la coloración, el inefable afán de la desmesura superflua. Muchos creen ver en ello el signo de nuestra grandeza: nos podemos exceder en lo innecesario porque lo necesario ha sido holgadamente satisfecho. Pero el esplendor meramente formal siempre es advertencia de autodestrucción y las estrellas más rutilantes son las estrellas más muertas. Detrás de la exuberancia sólo está la nada, como si en el universo estuviera escrito que la brillantez es el último recurso del fracaso. Por eso nosotros quemamos los muebles más valiosos para encender una bonita hoguera; destruimos la historia, su milenaria esperanza, para pavonearnos de una brillante argumentación.

No necesitamos enemigos, ni imperios que nos invadan: somos peores nosotros con nosotros mismos. Así reza el teorema de nuestra descomposición.

(Consideraciones, 1997)

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