viernes, 11 de mayo de 2007

Segunda inocencia

Poniéndome por montera toda la kantiana crítica de la razón, confieso caer, en momentos de tedio, en la tonta tentación de imaginar cómo es en sí este mundo de volúmenes, colores y sonidos por el que me desenvuelvo con cotidiana soltura. La tentación no sólo es tonta, además es falaz y tramposa, naturalmente. Desde luego, para pensar el mundo en sí, habría que hacerlo sin poner en el mundo el pensamiento; es decir, habría que pensarlo sin pensar. Lo que es una excelente sandez. Llegado este punto, me quito la montera, saludo desde los medios a Kant y me pongo a leer un libro cualquiera (nunca de psicología, que estamos en primavera y ya sabemos lo que pasa con las alergias).

Debe de ser por la edad que estas cosas me pasen. La vejez y la infancia se aproximan; con ello, al parecer, las preguntas incansablemente preguntadas por más que se disponga de innumerables respuestas a las mismas. Quizá no satisfagan. Al niño por lo menos, al viejo por lo tanto. Lo cierto es que sigo sin saber lo que es el mundo; mirándome al espejo sin entender qué pinto en esta historia; escribiendo como un adolescente encanecido; convencido de que hay bien y de que hay mal, sin perspectivas lenitivas; ignorando qué es la vida realmente –este mirar, pensar, soñar, sufrir, querer…–; no entendiendo a los otros, los demás; confuso ante la muerte; preocupado por el amor e incluso en él creyendo; alegre o melancólico por cosas muy pequeñas, casi nada importantes; jugando a ser –¡qué impostor!– un “tipo duro”; llorando cuando puedo y no me ven los amigos…

La segunda inocencia machadiana daba, al cabo, en no creer en nada. Eso no es inocencia, sino escepticismo, que tiene muy poco de inocente. La mía –disculpe usted, Don Antonio– es mucho más auténtica: yo creo en muchas cosas, muchas; aunque saber, lo que se dice “saber”, realmente... nada.

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