domingo, 13 de mayo de 2007

La cara de la alegría

Tenía previsto ir a la "Feria del Libro Antiguo", esta mañana, como tradición personal con que celebro un San Isidro que, hace muchos años, no puedo celebrar de otra manera. No soy sujeto de espectaculares distracciones ni exijo grandes cosas para ocupar el tiempo que me permito para el ocio. Pero, cuando un plan se me altera, me sube el índice de la mala uva a límites claramente evaluables por mi distorsión facial. El hecho es que hoy se me ha alterado: lindezas de la batería, no la mía –que el día menos pensado, también–, sino la del coche, ese pequeño continente de preocupaciones que lleva a uno de un lado para otro. El resto es pura anécdota: llamadas telefónicas, servicios de asistencia, vigilias de cigarro en mano y mala uva creciente, euros por aquí y por allá (más por allá que por aquí); y más entrecejo apretado; y más vinagre en la sangre.

Reconozco que volvía a casa, luego de aparcar en su cuna a la circunstancia responsable, bastante contrariado –sálveme el eufemismo–. Y ha sido entonces cuando la he visto. Unos metros por delante de mí, con paso apresurado. Una cría de siete u ocho años. Iba cerca de quienes supongo serían sus padres y un muchacho algo más mayor, tal vez su hermano. Hablaban –ella, no: ella caminaba ajena– de las películas que echaban en distintas salas del cine a que se dirigían. Aunque la decisión estaba tomada; y era esa decisión la que soleaba la cara de la niña.

No he visto una expresión más angélica en mucho tiempo. Uno o dos metros apartada de los otros, la mirada fija en sabe Dios qué sueños bien tejidos en el alma, y una ilusión luminosa, luminosísima, en su sonrisa. Ya sabéis mi debilidad por las sonrisas. Conozco algunas que, de haber sido yo Leonardo, las hubiera trazado en la Gioconda. Claro está que entonces la Gioconda se habría convertido en un tratamiento para la tristeza, en una terapia para la melancolía, en un analgésico para el mal carácter... Esa cría tenía en la cara una inversión de felicidad que con el depósito de su ilusión generaba un capital de alegría contagiosa.

Recordaré a Leibniz de nuevo: éste es el mejor de los mundos posibles. Lo que, dicho a lo grande, significa que la dosis de mal habida es moneda que cambia por un mayor bien hallado (ya lo sabe nuestro refranero). Tal vez, si no hubiera humillado mi coche hoy, yo no habría vuelto a casa a la hora que lo hice. Y nunca habría visto esa sonrisa, nunca el perfil humilde de esa felicidad. Habría ido a mi Feria, claro está, habría ocupado el ocio con arreglo al plan previsto, habría cumplido mi personal tradición…

Pero sería más triste.

1 comentario:

Anónimo dijo...

A veces, queramos o no, nos encontramos con un espejo que nos devuelve la imagen deformada. Esa sonrisa (o parecida) la veo a menudo en mi nieto, amigo Antonio, y me recuerda no lo que ya ha pasado, sino lo que puedo perderme.