domingo, 6 de mayo de 2007

Carta a Hero

(A mi amigo Félix –dejemos los parentescos que es cosa institucional y, por tanto, repelente–, a quien ayer vi cargar magistralmente con el dolor de Hero, el mismo y otro Hero que se aupó a mis hombros hace ya mucho tiempo, el Hero en el que Anouilh sostuvo el peso de una pieza poco conocida y muy hermosa: "El ensayo o el amor castigado")

Querido Hero:

Me he cruzado ayer conmigo, quiero decir contigo, después de veinticinco años sin hablarnos, o sin hablar yo por ti para que fueras carne real en mundo y en los otros, esos que, al vernos, deshilachan nuestra esencia y nos hacen "de verdad" porque nos llenan de respuestas. Supongo que has estado todo este tiempo encerrado en alguna estantería junto a otras palabras, apretándote el alma con su tinta, girando en torno a ti, diciéndote mil veces, en medio de un paisaje de silencios, que sabías que aquello estaba mal, que no se merecía Lucila la crueldad de saber que el sueño del amor lo envilecemos los hombres, que por eso es justo que un idiota, un idiota para mayor penitencia, deba acabar contigo. Es terrible, lo entiendo, saber que uno tiene que vivir condenado a sí propio. Sin embargo… ¡qué voy a reprocharte si has hablado en mi voz y llorado en mis ojos!

Me he cruzado contigo en un patio de butacas, o me he cruzado conmigo en un juego de irreales realidades. Reconozco que la experiencia ha sido única: verte fuera de mí, o verme fuera de ti, como si se tratase del tanático encuentro de un alma con su vida, toda vez que ésta ya se sabe consumada, sin poder disfrazar o corregir los hechos que la fueron conformando. Ya sé que pasa siempre que uno actúa, aunque entonces nos creemos en el juego de estar vivos y, cuando “pisamos la luz”, soñamos otra vez que el final puede ser diferente. Pero nunca es así: el trompo del personaje sigue su vortiginosa danza de círculos trágicos que indefinidamente regresan y regresan a su igual origen, a su mismo término. ¿Eres una lección?... Quizá.

Me he cruzado conmigo y me he visto –te he visto, debo decir– más amargo; aunque, bien pensado, tu amargura siempre ha sido inmensa. Eras otro que yo ya no era, aunque este yo siga brindando con tu misma tristeza, aunque este yo siga prendido al estupor de existir sin saber por qué lo hace y temiendo dañar –¡qué horror dañar por nada!– por confusión, rencor o desazón de sí a quienes no lo merecen.

Amigo Hero, pareces cruel y trágico, te crees libre, causa tuya, y no eres más que efecto de los otros. Sin embargo, dispones al final de tu momento grandioso cuando exhortas a Villebosse con aquel “Caballero…” que es preámbulo intuido del duelo desigual que deberá acabar contigo. En ese “Caballero…” está tu libertad, tu reparación, tu profunda humanidad; porque, amigo, no te gusta “romper” no obstante tu insistencia en repetirlo; cansado de ti mismo, lo que de verdad deseas es "romperte"; esa es tu liberación, tu escapatoria del trompo, poder cerrar la página final para…

Morir, dormir...
Nada más; y decir así que con un sueño
damos fin a las llagas del corazón
y a todos los males, herencia de la carne,
y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir,
dormir... ¡Soñar acaso!...

Tal vez en alguna estantería te encuentres con el príncipe de Dinamarca y el olor a podrido de su reino. El tuyo ya está a salvo: con ser realmente libre una vez, es suficiente.

Un fuerte abrazo,

Hero Mil Novecientos Ochenta y Dos

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Antonio:
El dolor es siempre el mismo, contumaz e insaciable. Ni el príncipe de Dinamarca ni el infeliz Segismundo lo entenderían. Mi verdadera tragedia es no morir. Otros tienen la suerte de de hacerlo bajo la luz de los focos mientras el actor que los representa finge su glorioso final. Yo no, amigo Antonio, yo no. Mi final tan solo es anuncio de muerte. Pero nunca llega, la botella nunca se vacía. La copa es lo único que siempre se rompe... Pero después de todo ¿qué importa? Mañana volveré a ocuparme de Lucila.

Un abrazo muy fuerte.

Anónimo dijo...

¡Ay, Hero!, ¡Hero empirista!... No es necesario ver ni oler ni tocar la muerte para saber que es el único momento en que has decidido; que no es el Conde que trastoca tu vida, ni la Condesa que te empuja a “romper” a la incauta Lucila; eres tú, sólo tú, por primera y única vez quien dice “Caballero…” Lo demás es crónica, es historia, es página en Diario de sucesos. Eres libre una vez, la vez que te levanta más allá de ti mismo. Eso te hace humanamente grande. Insisto, no te asuste el silencio de las estanterías.
Nos vemos en la esquizofrenia de los espejos.