jueves, 7 de junio de 2007

Derechos de los animales

Todo empezó por un prurito de perfección semántica cuando la filosofía quedó convertida en ave de corral, luego de serlo de Minerva, como diría Machado (“…fue Kant un esquilador / de las aves altaneras…”). Así, después de después, comenzó a perder pie el lenguaje en la busca de su edén particular, que no es sino el sentido de los términos que se gasta. Y se pusieron en cuarentena todas las voces atesoradas desde la antigüedad para referir cuanto va más allá de lo que el ojo ve, oye el oído o la mano palpa; y se les arrancó la posibilidad de la verdad y del significado; y se las encerró en un baúl de memoria olvidadiza al que sólo ocasionalmente se acercarían los paleontólogos del pensamiento. Era el acta de defunción de dos mil años de desazón y quebraderos de cabeza entre el ser y el no ser.

Pero, claro, confinar a la vieja filosofía en un salón de recuerdos inútiles provoca “daños colaterales”. Y allá que fueron los valores y su inconcebible objetividad, no obstante los esfuerzos fenomenológicos de Max Scheler. Y la ética, de metafísica de las costumbres, pasó a moral de los telediarios en hora de máxima audiencia. Todo ello se tradujo en el relativismo de lo coloquial, en el carácter opinable de lo justo, de lo bello, de lo bueno, del derecho, del deber; todo con igual altura, todo con el mismo rango, todo con idéntico y nulo potencial energético. Esto es lo que en termodinámica se llama triunfo de la entropía, que es pórtico del caos, salón de la nada. No es de extrañar, por tanto, que lo incompatible, por la antañona comprensión que representaban los conceptos de referencia, aparezca ahora en descarado y absurdo matrimonio. Y así, por ejemplo, a nadie le chirría el alma si oye juntas las palabras derecho y animal. Lo curioso del caso es que quienes proponen los derechos del cohombro no viendo en ello ningún sinsentido, lo vean, sin embargo, en una expresión como energía cinética del logaritmo neperiano. Las posibilidades de coordinar los respectivos conceptos son en ambos casos idénticas. Aunque, claro está, el último fondea en la ciencia; el primero, nada más que en la ética donde, al parecer, todo vale.

No tengo nada en contra de los animales. Quienes me conocen –o simplemente recuerdan Mi interlocutor ausente en la Primera estación– saben hasta qué punto los amo y admiro. No sólo eso, mi infancia estuvo rodeada de ellos; incluso un mono me acompañó hasta los cuatro años. Ni soy Tarzán ni nací en un circo desde luego… pero no es el caso contar aquí mi vida. Lo que me ocurre es un lamento, o una pena, o una rabia de asistir a este indecente mercadeo con las cosas que nos harían capaces de mayor grandeza. Los cuatro enlaces del carbono, tan fundamento de la vida, tienen su correlato en esos cuatro enlaces de la moral que son la persona, la libertad, el derecho y el deber. Uno sin otros no es posible; unos y otros son fundamento exclusivo del ser humano.

No hay derechos de animales, que están donde tienen que estar, con sus leyes, bastante crueles por cierto. Pero sí deberes del hombre, hacia ellos y hacia otras muchas cosas. Aunque parece que nos da dentera esto de subrayar nuestras obligaciones, el carácter activo de nuestra responsabilidad moral.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Perfectamente argumentado, Antonio. Es una extraña creencia, ésta de los derechos de los animales, que va imponiéndose poco a poco y sin apenas oposición, lo que es otro índice del calamitoso nivel moral e intelectual que hemos alcanzado.

Anónimo dijo...

Veremos si dentro de unos años los aplicados estudiantes de leyes no estaran empollando el derecho natural de los manatís, los sauces llorones o las rocas basálticas. El problema para mí y los de mi gremio surgirá cuando se promulgen las leyes que protegan contra abusos y atropellos a la "Serratia Merescenses, la Pseudomona Aeuroginosa o el Estreptococo beta-hemolítico tipo A". Pero enfín, el hombre camina hacia donde camina y poco se puede hacer.

Antonio Azuaga dijo...

Gracias a ambos por vuestros comentarios. Sabía, por supuesto, que la sensatez a la hora de valorar ciertas tonterías sigue existiendo. Lo que me espanta (nos espanta) es la empanada mental que cocinan tan a la ligera quienes la circunstancia ha colocado en los púlpitos de la opinión pública.