sábado, 9 de junio de 2007

La soledad menospreciada

Iba a escribir sobre otra cosa. En realidad, ya lo había escrito. Pero he tenido que salir a la calle. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiados olores, agobiantes, espesos, de perfume de sábado hortera. Nuestro tiempo es de demasías; incluso lo carente es excesivo: hay un tercio del mundo hiperbólico en gozos; dos tercios, en muerte y desdicha. Hay demasiado de todo y demasiado de nada. Se puede añorar el silencio, pero también hay silencios desmesurados dentro de cada uno. Se intentan disimular con gritos, con saltos, con amontonamientos de gente; pero nadie habla a nadie ni con nadie; nadie quiere nada en nadie, salvo la pegajosa proximidad de su supuesta presencia. Y junto a esto, a unos pasos de tanta algarabía, hay soledades inmensas, viejos que aguantan la vida confundiendo sus fotos con su gente, e instituciones que creen que si los visten de colores resuelven el problema; hay soledades enormes, personas que se sientan al lado de un vacío para cenar cada día, y esta estúpida convicción de que el escándalo acaba con su tristeza; y hay soledades que nunca dejarán de serlo porque la vida se les rompió entre las manos un día maldito, una maldita hora. Ninguna quiere que invada su abandono esa alegría extranjera, ninguna pide nada, o sólo unas palabras, o alguien que se siente junto a ellas, o un milagro imposible, una fe portentosa.

No supondré otros mundos bucólicos y sonrientes. Probablemente todo ha sido siempre así: confuso quehacer de un animal confuso que inventa paraísos y desarrolla infiernos. No hablaré de arboledas silenciosas, ni de jardines de acacias, ni de ese olor a dulzura de las madreselvas al caer la tarde. Nada diré de caminantes que tejen y destejen el alma en sus palabras. No insistiré en los vencejos, que apenas puedo oír en las sabáticas ciudades de los hombres. Quizá nada de esto haya existido nunca. Quizá nuestra verdad es otra, menos bella, menos humana que la ficción de que somos capaces.

He aquí un tiempo estúpido que trasforma a la tristeza en literatura narcisista; al bullicio y la abundancia, en prefacio de la felicidad; a la soledad, en un cáncer que extirpa el alboroto.

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