miércoles, 20 de junio de 2007

Los gorriones

Los hemos visto siempre, en primavera, en verano, bajo la tormenta y la lluvia, con días plomizos o días radiantes, dando saltitos ante las rosas de abril o bañándose y sacudiendo las plumas en una fuente paradójica de julio. Puede que su nombre fuera el primero que oímos de un pájaro cuando éramos niños; puede que fuera el primer pájaro que vimos con detalle y el primero que señalamos, años después, ante los ojos curiosos de nuestros hijos; puede que sea el último que logremos recordar algún día. Son pinceladas de ternura inquieta, empecinadas en acompañar el lienzo impresionista de la sinrazón urbana. Hasta podrían apropiarse un título de Nietzsche, porque son humanos, demasiado humanos, porque no acarician las ideas de Platón como los vencejos, pero besan la tierra constante de que estamos hechos.

Se merecen que hoy los recuerde porque los hemos visto siempre, en otoño, en invierno, picoteando entre las hojas caídas de octubre y sobre los estanques helados de enero. Se lo merecen porque siempre están ahí, con las maletas de su menuda independencia, instalándose en tejados y cornisas, sentando cátedra acerca de cómo sobrevivir en las ciudades del hombre sin dañar a nadie, hermoseando incluso su paisaje de bellezas pequeñas, de bellezas casi de andar por casa.

Se merecen que hoy los recuerde porque hace años, allá por Asturias, allá por agosto, recogí de una acequia a un gurriato –qué mal nombre para tanta ternura– que piaba escandaloso y asustadizo. Lo acaricié suavemente y se quedó al parecer con el calor de mis manos. Intenté que volara, pero fue inútil: lo lanzaba al aire, aleteaba dos o tres veces y volvía a mí. Decidí adoptarlo, o tal vez fue una decisión suya. Más tarde, en aquella casa de verano alquilado, me acompañó durante la sobremesa de la cena como si de un animal amaestrado se tratara. Mientras hablaba yo, él saltaba de mi mano a mi brazo, después de mi brazo a mi hombro. Luego se quedaba allí, un rato, como el Capitán Flint sobre John Silver, escuchando qué sé yo qué piar de su pobre dios salvador. Por la noche lo guardamos en una caja de cartón que habíamos forrado de algodones para negar el frío de la madrugada. No sé si le faltó calor o le sobró soledad, pero a la mañana siguiente amaneció muerto.

Se merecen que hoy los recuerde porque nunca la inocencia quiso quererme tanto, porque nunca un dios fue tan poco dios; nunca, tan pobremente humano.

No hay comentarios: