viernes, 2 de noviembre de 2007

La casa cerrada

A las seis y poco más se ha ido a morir la tarde. Últimamente lo hace muy temprano, sin escándalos ni adornos de vencejos como lo hacía en junio. Se limita a recoger la luz, a guardarla doblada en los cajones del horizonte, hacendosa y otoñal como una vieja criada; mira un momento las ventanas de los pisos más altos, curiosea en los tejados, sólo por costumbre, y cierra después los ojos lentamente…

Hoy era un día de memorias amargas; ha hecho bien en morirse pronto. Por lo mucho que sabe de nosotros. Tarde de noviembre, de dos de noviembre, que lo hace más noviembre todavía, y final de trayecto. La Segunda estación también estaba a cien atardeceres de distancia. No sé si merecía la pena: en este último apeadero sólo había una casa cerrada.


En esa habitación de silencios lejanos
donde la nada ahora gobierna los relojes
y una raya de luz atardecida burla
la decidida oscuridad de las persianas;
en esa habitación donde las sombras temen
la soledad hallada, donde todo es quietud,
tarea de no ser y voluntad de olvido;
en esa habitación, aún quedan palabras,
polvo del corazón sobre los muebles, huella
de un alma, que se sabe pretérito vencido
y se engaña posible, que se quiere decir
y se mal dice, y tropieza en la trémula atmósfera
de un sueño abandonado tras las puertas cerradas…

En esta habitación donde empieza la noche,
donde acaba la luz, donde fue la esperanza…

(2 de noviembre de 2007)

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