jueves, 8 de noviembre de 2007

La tangencia impresionista

De lejos parece que la mano de Turner ha pasado por allí; o que se ha deshecho Dios en pinceladas de oro sobre las copas taciturnas de los árboles. Uno regresa del trabajo por una carretera de grávida vulgaridad. Cruza una enorme llanura, seca hasta el dolor de la mirada, emborronada por un laberinto serpenteante de asfalto. Y de pronto le roza los ojos una remota arboleda, un regalo de luces de otoño prendido en las ramas y a punto casi de los olvidos del invierno. Uno tiene entonces la impresión de que la materia de que está hecho el mundo, incluso en su decadencia, incluso en el pórtico de su nada, le está dictando una lección sensual de rebeldía, le está queriendo atar a su inevitable belleza

Es como acercarse al cuerpo que se ama. Basta un roce, un contacto de debilidad sutil, y parece que el alma ya no quiere ser alma, o no simplemente alma, que necesita, más que nunca, su terrenal hospedaje. Que se desea piel, fibra, terminación nerviosa… Que se daría encadenada al mundo sin liberación posible. Y a Platón se le nublan las ideas, y a Aristóteles se le olvida la metafísica, y a Descartes se le bloquean las desavenencias entre las dos sustancias...

Supongo que es Hyde (¡otra vez!) quien por aquí está saliendo. Supongo que es él, brutalmente carnal, que acaba de escapárseme de casa.

Y todo por un roce sutil, por una tangencia casi impresionista.

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