martes, 6 de noviembre de 2007

El amor y la verdad harapienta

No está al alcance de todos, aunque esté en la posibilidad de cualquiera. Eso nos dice, al menos, lo que vemos cada día; o lo que cada día vemos menos, que no está el paladar de los tiempos para manjares selectos. No tiene el amor ningún futuro, incluso la palabra parece teñida de una especie de ñoñería decimonónica que vuelve un poco vergonzante su articulación. Por eso generalmente se evita recurriendo a eufemismos: querer, gustar, ir, molar mazo (este último absolutamente impresentable)…; o se prescinde con total descaro de ella y se busca el amparo de la ciencia (“sin duda, hay química entre nosotros; ¿lo hacemos?”). No, no tiene futuro ni la palabra ni el concepto: a nadie importa ya saber qué es lo que refiere. Hay notables esfuerzos porque los adolescentes sepan lo que es la sexualidad, no veo ninguno por hacerles entender qué es el amor. Y no estoy pidiendo una asignatura (Dios me libre: ya está bien de curricularizar la vida como si fuéramos absolutamente tontos), sino una exaltación social. Aunque mucho me temo que esta sociedad no está por la labor.

Las pizarras no enseñan valores porque los valores no son consignas o estrategias teóricas ni procedimientos de eficacia resolutiva. Los valores, y el amor lo es, no son contenidos ni tampoco actitudes; son una prolongación del alma que se cultiva desde la ejemplaridad, desde el modelo a que aquélla quiere parecerse. Por eso no sirve hablar de ellos: hay que vivirlos, deben mostrarse. Si la sociedad vive el amor como una caricatura del sexo cuando habla de la pareja, como una ridiculez patológica cuando se refiere al misticismo o, simplemente, es ninguneado cuando se cruza con el amor materno, entonces no podemos extrañarnos de todas las bestialidades de que puede ser capaz el hombre en cualquiera de los tres casos.

Pero, una vez más, hablo para el silencio. Y lo malo no es que yo lo haga. Lo peor es que le ocurre a “la verdad”, que anda por estos mundos desolada y harapienta.

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