miércoles, 14 de noviembre de 2007

"Palabras, palabras, palabras..."

Al principio pensaba que era un problema mío, porque hablaba “raro”, como dicen quejosamente algunos de mis alumnos. O le echaba la culpa a la asignatura que Dios me dio, la Filosofía, que –reconozco– es un poco perversa en formas y fondos: eso de que no le entiendan a uno cuando explica a Kant resulta bastante corriente. Pero empecé a sospechar que la responsabilidad de mi incomprensión no era del todo mía cuando ésta se extendió a hechos más académicamente cotidianos y, desde luego, nada técnicos. Por ejemplo, yo digo: “el martes haremos un examen de Platón”. Inmediatamente, la voz de un alumno se abre paso en el murmullo de general contrariedad: “¿entra Aristóteles?”. Primera incertidumbre sobre la claridad de mi discurso: “no, he dicho Platón, sólo Platón”. A renglón seguido, una segunda angustia se proclama: “entonces, ¿qué día hacemos el examen de Platón?”. Noto que la incertidumbre empieza a sospechar de sí misma: “el martes, he dicho el martes, el MAR-TES” (el alumno que me ha preguntado si entraba Aristóteles me mira con una sonrisa de complicidad que parece decir: “éste no se ha enterado de nada”). Pero cuando la incertidumbre se vuelve absoluta certidumbre de mi inocencia, es cuando un tercer discípulo inquiere con genial desparpajo: “oiga, ¿por qué no hacemos un examen de Platón?”...

No pretendo justificarme a costa de la juventud que me padece. Esta mañana, sin ir más lejos, he mantenido una conversación telefónica de veinte minutos de mi vida con el padre de un alumno. Lo malo es que la quaestio y la solutio se habían consumado en los tres primeros. Los diecisiete restantes han consistido en mera alteración del orden de las palabras y polifónico vigor de las entonaciones. Para colmo, en la despedida he podido constatar que mi interlocutor seguía pensando lo mismo que antes de descolgar el teléfono.

En varias ocasiones me he referido al vacuo hablar que hoy se habla, como si nada de lo que se dice importase a quien lo dice, ni nada de lo que se escucha a quien lo escucha. Tengo –cada vez más– la impresión de que nadie se entera de nada, todo lo más de los titulares, y no estoy muy seguro. Lo nuestro es un parloteo canoro, un diálogo de besugos, un cacareo en alborada de corral. Y da lo mismo dónde coloque uno la alerta, puede ser un aula, o un café, o un debate televisivo, o una cumbre de mandatarios, o la cola del pescado o de la charcutería… Parece que la gente habla para que los demás piensen que piensa, o para pensar cada uno que, de verdad, él sí lo hace.

Y se lo creen; por eso cuando acaban de hablar, siguen pensando lo mismo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

...soltanto parole, parole tra noi. Qué bien lo cantaba Mina.

¿Te has fijado en el éxito que tienen últimamente los monólogos teatrales? Parece que se tiende a eso, a un club de la comedia permanente, o lo que es lo mismo: exhibicionismo por parte del que habla (que luce su ingenio, cultura, gracia y profundidad) y voyeurismo por parte del que calla (que escucha y observa al parlante para concluir que es un tío simpatico, o bien que es un cretino, sin más implicaciones).

Tienes razón, seguimos con las parole tra noi pero apenas quedan interlocutores. Y lo peor de todo es cuando el club de la comedia se nos instala dentro y ya ni con nosotros mismos nos entendemos. Que a veces pasa y no veas qué monodiálogos de besugos: Venga y dale y, para cuando uno termina de hablarse, los dos besugos que lo habitan siguen pensando lo mismo.

Saludos, y gracias por tu interlocución.

Antonio Azuaga dijo...

Muchas gracias a ti. Esta tarde te responderé con mayor corrección. Ahora tengo que irme a "mi servidumbre".

Antonio Azuaga dijo...

Aciertas plenamente con esa alusión al soliloquio de las necedades que tan buena acogida tiene actualmente: es todo un símbolo de la renuncia de la palabra a prolongarse en razón o a ser algo más que una ecolalia convulsiva. Apuntas además la evolución terrible del proceso, donde la apariencia del discurso se diluye hasta el sarcasmo en el uno con uno mismo. Aciertas de tal modo, que me has hecho dudar si no entrarán en ese “monodiálogo de besugos” muchos de los apuntes de estos atardeceres, en los que este Hyde y este Jekyll se hablan tanto para llegar a tan poco. Al menos me consuela comprobar que eso lo he pensado después de leer lo que tú has escrito. Es decir que no estoy enteramente inutilizado para el diálogo, que todavía me pueden decir algo y ajustar cuentas yo con el propio pensamiento. ¡Menos mal!
Gracias otra vez.

Anónimo dijo...

No, Antonio, tú no tienes nada que ver con lo que yo decía. Tú atiendes y escuchas con interés (o lees, como acabas de hacer), y hablas (o escribes, que así es como te conozco) tendiendo continuamente puentes. Con lo del monodiálogo no me refería a ninguna práctica autista, sino al necesario diálogo interior, el que hace posible después la verdadera conversación con los otros; y tú desde luego dialogas muy bien contigo mismo. Creo que era Unamuno el que llamaba monodiálogo a la reflexión. En cuanto a tu Jekyll y tu Hyde, lo que ocurre es que ellos viven en diferentes pisos y es normal que tengan distinta perspectiva. Los inquilinos desencontrados y besugos de los que yo te hablaba viven en el mismo piso.
No quería darte más la plasta, sólo tranquilizarte en cuanto a la besuguez: tú estás en las antípodas, ni con limón vales para la cena de Navidad.

Antonio Azuaga dijo...

Estaba absolutamente tranquilo: ya sé que no te referías a mí, pero es cierto que en ocasiones me paso. Tu texto me dio pie para pensarlo y creo que es bueno caer en la cuenta de que, a veces, uno se va de sí con injusta proporción. Eso te agradecía: que, incluso sin querer, me hicieras darme cuenta de ello. Aunque sospecho que seguiré “pecando” en esas debilidades.
Por cierto, me encanta (y tranquiliza) lo del besugo, el limón y la cena de Navidad.