miércoles, 4 de abril de 2007

De la autocrítica a la tristeza

Reconozco que ayer me puse algo espeso. Tanta matemática, tanto que si "dentro" que si "fuera", tanto delirio de mundo racional o irracional; tanta arrogancia enunciativa (“no me sorprende…”, “no me interesan…”, “elegante sandez…). La verdad es que a media tarde tuve una subida en la sangre del índice de melancolía y, cuando empecé a escribir, quise por todos los medios evitarla y evitarme. De ahí, la frialdad de los cristales. De hecho, llevo unos cuantos días bregando con estas alteraciones “anímico-hematológicas”. Y mucho me temo que, en cuanto baje la guardia, se van a poner por montera mi tenaz voluntad.

Por ejemplo, hoy; un día de contraluces débiles, de lluvia y verde recién nacido en esta casi contrita primavera (si estará dolida por su presumible sensualidad que hasta se ha puesto a nevar al otro lado del Guadarrama); un día con prisas de ocio, que son como las de negocio, pero, al parecer, más letales; un día en que los ciudadanos se disponen a disfrutar de unos fechas que en su origen no eran para “disfrutar”, sino para “conmemorar”; aunque, en realidad, ya sabemos que actualmente las fiestas carecen de festividad: ni celebran, ni evocan, ni festejan. Son paréntesis de nada que se llenan con esa ordinariez que es el turismo, y digo ordinariez porque, a pesar de tanto movimiento de la gente de un lado para otro, no nos ha hecho más cultos, ni más inteligentes, ni más críticos. Es como todo: se publica mucho, los ciudadanos compramos libros copiosamente, el número de internautas crece como la espuma, las exposiciones registran afluencias masivas de un público ávido y curioso… Y sin embargo, no sé si será otra enfermedad mía, yo veo a la gente cada vez más vulgar, menos cultivada, más incivilizada, nada exquisita.

No está mal, con estas reflexiones he conseguido controlar, de nuevo, mis índices “anímico-hematológicos”. A lo mejor ha influido este sol que acaba de salir como queriendo coronar el atardecer de hoy. Aunque me parece que no, sencillamente porque no me he sacudido de encima la melancolía: la he sustituido por la tristeza.

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