domingo, 29 de abril de 2007

Prometeo y el dolor

Hablemos hoy de Prometeo, de su alto dolor, de su dolor –cómo no– cíclico. Hablemos de lo hablado, porque mira que se ha hablado de Prometeo (Esquilo, Platón, Rousseau, Shelley, Camus…). Pero saquémosle un jugo próximo, inmediato, tan cerca de nosotros que podamos también sentirnos héroes. Nosotros, mortales hasta la vulgaridad o vulgares hasta la mortalidad. Nosotros, cotidianos, insignificantes, pobres luciérnagas que quieren competir con deslumbrantes núcleos de galaxias.

Pero ¿qué hemos hecho nosotros que justifique el símil con este robador del fuego, con este osado emblema del coraje para el hombre? Nada, en principio nada. Si miramos en nuestras alforjas, muchos no encontraremos grandezas de ningún género, portentosas empresas que nos permitan figurar en crónicas hermosas para aprendizaje de quienes han de sucedernos. Pero tenemos el dolor, el sufrimiento, ese homenaje a la sinceridad –terrible que así sea– que es el llanto inevitable. Podemos disimular casi cualquier cosa: el afecto, el desafecto, el interés, la preocupación, la ingenuidad, la sabiduría, la estulticia, la locura… Hasta el amor, incluso el amor más grande podemos disfrazarlo de enojo, o de desdén, o de indiferencia. Pero el dolor… El dolor es nuestra carta de autenticidad: lo podremos simular, pero jamás disimularlo.

Somos, sin duda, una especie trágica, una evolución malherida. Por nosotros; incluso, por nosotros. Eso justifica que nos sintamos prometeicos. Eso explica que otros muchos seamos cristianos.

Hay demasiado sufrimiento en el hombre. Reconozcamos por lo menos su grandeza.
Y su esperanza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué razón tienes! No hay simulación ni disimulo que oculte el dolor; sobre todo, el físico.

Antonio Azuaga dijo...

Y el que sin ser físico, es grande, es real, es irreversible. La muerte de alguien querido, muy querido, por ejemplo.