lunes, 30 de abril de 2007

Soliloquios y tortugas

Realmente estamos encerrados, protegidos por un caparazón permanente –como quelonios narcisistas–, compacto y sin fisuras. Somos las mónadas, aquéllas sin ventanas, del filósofo que se batió con Newton por un quítame allá ese infinitesimal. Es verdad que a veces nos creemos expatriar por la palabra, visitar el mundo o descubrir a los otros, igual que la centenaria tortuga que aventura su modesta cabecita en un exterior hostil, presumiblemente hostil, indudablemente hostil. Entonces nos damos cuenta de que jamás podremos ir más allá de nosotros porque fuera todo se tergiversa, todo se confunde. Estamos condenados al silencio, estamos confinados detrás de nuestra infranqueable muralla.

La parte de sentido que más queremos lanzar es la que nunca alcanza su objetivo, no por antojo ni por voluntad, sino por lejanía de los otros. O tal vez no; a lo peor ocurre que los demás son meros depredadores; o que cada uno de nosotros es un fiero depredador de todos los demás, que somos secuestradores de almas diluidas en palabras, celdas inexpugnables donde quedan prisioneras cuando las oímos, cuando las leemos. Y allí las torturamos hasta que repiten eternamente el eco de nuestro propio caparazón.

Sólo sabemos hablar con nosotros mismos. Aunque parezca que hay quien nos escucha, que hay quien pone signos ordenados en sus labios para disentir o corroborar lo que decimos, es mentira: sólo está indagando lo común y deformando lo dispar para que pueda ser común. Al cabo, no hay más que soliloquios encadenados.

Acabo de descubrir que nuestros antepasados filogenéticos son las tortugas.

No hay comentarios: