domingo, 8 de abril de 2007

Ojos y belleza

Nada descubro si afirmo que la mirada puede ser todo un diccionario de impronunciables palabras, que los ojos han invadido la literatura, no sólo como objeto de admiración, sino también como sujeto de comunicación. En ella –en ellos– podemos cifrar casi todo: la comprensión, la duda, el escepticismo, el dolor, la veracidad, la mentira, la esperanza, la pasión, el desencanto, la ira, la tristeza… Mirar a los ojos es señal de franqueza, pero también de arrogancia. Cuanto digo está escrito en los códigos milenarios de la vida, registrado en las pautas del comportamiento animal y reelaborado de modo maravilloso por el hombre en el arte.

Por eso los ojos son asiento de especial emoción estética. En pintura recuerdo algunos particularmente impactantes. De Velázquez, por ejemplo, “Sor Jerónima de la Fuente”; del Greco, “El caballero de la mano en el pecho”; de Crespi, los de la Virgen en su “Piedad” (anegados por unas lágrimas que parecen estar a punto de resbalar por el lienzo): ojos que amenazan, ojos que parecen verte, ojos que sufren. También la literatura es maestra en su admiración y homenaje, y es tan amplio el catálogo que cualquier referencia va teñida de inevitable subjetividad. Para mí, sin duda, el Conde de Villamediana y aquellos dos milagros en que se acomodan alta deidad y ser esclarecido.

No pretendo hacer ninguna selección de obras significativas centradas en la mirada o en los ojos. Esto es sólo un lamento, un indicativo de lo que echo de menos en el tratamiento de la belleza en nuestros días.

Me quedo con los tópicos clásicos y renacentistas; discrepo de los cánones que galopan entre la ordinariez y la vulgaridad, por un lado, y el diseño de perchas enfermizas, por otro; los cánones que olvidan cualquier dimensión expresiva del cuerpo y se quedan con la sensualidad o el mercado de convencionales modas como únicos criterios.

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