miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cada día...

Cada día,
abrir una ventana,
abrir un corazón,
crear una palabra...

Así acababa el primer poema del primer libro que, con mi primer sueldo, me publiqué allá por 1972. Subrayo el me, para que nadie se engañe: nunca he sido descubrimiento de editorial alguna. Si traicionase a la sinceridad, diría aquello de Don Antonio: …al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi dinero acudo, con mi dinero pago… etc. Pero abonaría mi soberbia y faltaría a la verdad. No me considero maltratado por el Parnaso, aunque sí agobiado por la circunstante disparidad; lo que, sin duda, no tiene punto de apreciable tangencia.

No me traigo, por tanto, ni me cito aquí por vanidad, sino por un fogonazo extraño de la intuición. Un destello de coincidencia repentina que he sentido como el diagnóstico de una parálisis intemporal en el alma. Quiero decir, que he caído en la cuenta de que sigo en el mismo empeño, de que no he aprendido nada con los años –absolutamente nada– de que continúo abriendo ventanas (Windows, para ser actual), o queriendo abrir corazones, o soñando crear palabras… cada día que pasa y me pasa, con una contumacia endémica. Estos atardeceres huelen al mismo jardín que aquel poemilla.

De Ortega es aquello de que el descubrimiento de la vocación propia es la mayor delicia. De alguien será, que yo ignoro, que su conocimiento puede ser la mayor tristeza. Sobre todo si esa voz es voz que a nadie llama, sobre todo si es llamada que sólo el silencio escucha.

Venía como siempre oyendo a Gardel; El día que me quieras, para ser exacto; y me ha rodado en la memoria el dichoso cada día… No veo coincidencias entre aquél y éste… O quizá sí. Tal vez nos pasa a todos, tal vez todos tenemos un nudo de palabras en la vida que lo que quieren no es crearse presuntuosamente, que lo que quieren es algo más humilde, más humano... Que lo que quieren, de verdad, es ser queridas.

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