sábado, 29 de diciembre de 2007

Al acabar el año

Deberían ser días para poner al olvido de cara a la pared en la buhardilla. En realidad, deberían ser así todos los días. No se trata de recordar, porque el recuerdo lo ejercemos desde la voluntad, sino de no olvidar, porque el olvido nos pasa desde la negligencia. Es verdad que achicamos la culpa en nuestra balsa dedicando, en los titulares de las agendas políticas, todo tipo de jornadas a toda suerte de infortunios. Pero yo no hablo de la polis, yo me refiero al hombre particular, al compromiso moral y personal de cada quien desde la patria de sus soledades. Eso es lo que de verdad interesa.

Deberíamos, sin alharacas ni aspavientos, sentir ese dolor que es compañía incesante de los otros, de los muchos otros, que cada mañana se levantan con el único propósito –¡tantas veces estéril!– de coronar un día más en la vida. Niños, hombres, mujeres, viejos… que lloran y sufren todos los días en los indiferentes noticiarios, y observamos nosotros con súbita comunión del sentimiento y… ¡veloz desmemoria sucesiva! “¡Pobre gente!”, decimos; y seguimos comiendo a la espera del siguiente desastre y otro breve lamento. No quiero que se me malinterprete, no digo que hagamos ninguna manifestación con pancartas al efecto y patéticas dramatizaciones –máscaras y zancos incluidos–, ni que nos colguemos ningún lazo de convictas solidaridades. Digo que no abandonemos, que tengamos presente, de modo constante, ese relámpago de humanidad, que nos nace un segundo, y que obremos después en consecuencia. Porque estoy seguro de que sólo ese esfuerzo, modesto y personal, en todos los que podemos permitírnoslo, es el único antídoto contra tanta tristeza.

Y es que deberíamos tener una ROM imborrable en el sistema operativo del alma que no nos permitiera olvidar nunca, que mantuviera permanentemente activa ante nuestros ojos la aplicación del dolor de quienes sufren; un sistema operativo en que la calidad de imagen de nuestro monitor fuera un remordimiento constante, una alarma ininterrumpida de los virus que nos matan la memoria, que anulan a esa verdad imperfecta que sale a la calle preocupada, únicamente, por sus cuatro o cinco penas cotidianas.

En el conmovedor Réquiem por “Manuel del Río, natural / de España...”, contrapone José Hierro su muerte anónima a la grandiosa del pasado histórico, a los tiempos en que “cuando caía un español / se mutilaba el universo…” ¡Ojalá, comulgásemos así con todo! ¡Ojalá, sintiéramos, y no olvidásemos, la tragedia de cualquier ser humano como una amputación del mundo!

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