Estamos a unos catorce metros de la linde del año, sólo para sabernos otra vez enganchados en el tiempo; o, mejor, hilados en el tiempo, bordados en ese telar irremediable del tiempo. Un tapiz que se teje a fuerza de cruzar las sedas de la felicidad sobre los vanos de la tristeza, o el cáñamo de la tristeza sobre los vanos de la felicidad. Y así, como hacendosos tejedores, vamos decorando la casa de la memoria, completando habitaciones, de año en año, que dejamos cerradas a la espalda y en las que entramos a solas, queda y misteriosamente, por los sueños; amable y dolorosamente, por la nostalgia.
Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...
Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.
Es un recorrido agridulce cuya frecuencia aumenta con los años. Incluso, con los muchos años, llega a obsesionarnos, hasta el punto de descuidar los paños de su presente estancia: se nos va la vida paseando por los cuartos decorados, se nos van los días en abandono del tapiz pendiente. Y las paredes cada vez más desnudas... Y la melancolía cada día más agravada...
Un recorrido agridulce, cuya última habitación es blanca y tiene un telar roto en el centro y unos hilos caídos por el suelo. Descubrimos entonces que sus muros vacíos nos miran a los ojos y a las manos. Pero los ojos y las manos ya no están donde se creyeron condición terrenal, sino en el polvo que cubre las habitaciones cerradas.
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