viernes, 7 de diciembre de 2007

Azarosas coincidencias

Hace muchos años tuve un perro (otro, que no mi Rama) bastante tonto, extremo éste que yo no podía saber cuando me lo regalaron. Así que le puse un nombre desmesurado y bastante irrespetuoso, lo llamé Kant; lo que probablemente fue un error premonitorio o incitante para desatar en él una notable pasión por los libros. El problema es que su relación con éstos no halló jamás la vía adecuada, y así nunca los trató desde el sistema nervioso, que es lo idóneo, sino a través del aparato digestivo, que era lo suyo. La consecuencia fue toda suerte de estropicios en los niveles inferiores de mi pobre biblioteca. Alguno de aquéllos he conservado (me cuesta un trabajo ímprobo tirar nada); los suelo ocultar en la segunda división de mis estanterías para evitar su impresentable presencia.

Por azar me he encontrado hoy uno de tales estropicios; por azar y curiosa coincidencia. Acababa ayer citando a San Juan de la Cruz, y el maltratado ejemplar del hallazgo sorprendente (lo digo por la mística y literaria paridad) ha sido una Vida de Santa Teresa de Jesús para uso del pueblo por el P. Fr. Bonifacio Moral, editada en Valladolid en 1890. Los libros viejos me encantan, entre otras cosas, por los indicios de sus remotos lectores. Anotaciones muchas veces; subrayados, otras; la firma, incluso, de su propietario, algunas. Esto último sucede en la biografía para uso popular de la santa: en letra inglesa de trazado amplio, hay en la hoja de cortesía un nombre manuscrito: Luis López Niculant.

He buscado Niculant por estos pagos y me he encontrado con un tal Enrique Niculant, político de la Asamblea Constituyente de 1869. Confieso que no sé nada de este hombre, pero dispone de cara, bigote y oficio. Sin embargo de mi Luis López, que a lo mejor no tiene que ver con el asambleísta, sólo tengo la huella de su pulso en unas letras. Ni rostro, ni adorno, ni quehacer. Únicamente un nombre que anduvo sobre alguien un tiempo entre nosotros. Un nombre, casi como Diofanto, pero sin ecuación de vida ni mérito especial ni lugar en la memoria de nadie. ¿Y qué tiene que ver este difuso personaje con Teresa de Jesús y conmigo? ¿Cuál es el código, la clave de este enigmático encuentro?

Vamos a ver: ayer Hawking me llevó a Diofanto y Diofanto me llevó a San Juan; hoy Teresa de Cepeda lo hizo a un casi nadie. Es decir, un agnóstico deriva en un místico y un místico en un hombre común. Está claro, pues, el misterioso mensaje de estas azarosas coincidencias: la diana a que apunta el conocimiento, aunque a veces lo niegue, es Dios; el blanco de Dios, sin embargo, es cualquier hombre, incluidos los que persiguiendo aquél se resisten. El hombre quiere saber, Dios sólo quiere querer. No es numerología, pero lo parece.

Soy incorregible... Y de todo esto han tenido la culpa un astrofísico de renombre y un perro tonto que leía con el estómago… Tal vez quería hacerlo con el corazón, que es lo que yo intento.

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